Entre los
años treinta y sesenta del siglo pasado, muchos de los jóvenes de las aldeas de
Galicia, se casaban sin tener un solo duro. Trabajaban de jornaleros para los más
o menos ricos, solo en la época de siembra y recogida de la cosecha, o para
aquellos que por su edad no podían ya cultivar sus tierras.
Ese era el caso de mi padre, que se pudo casar con
mi madre, gracias a que unos señores que vivían en la Argentina, le arrendaron una pequeña casa y
dos o tres fincas, que habían heredado de unas tías, que no tenían otros
herederos que esos sobrinos, que vivían en aquella nación sudamericana. Estos
acudieron a los funerales de la última en fallecer, hablaron con mi padre para
que les llevase la pequeña hacienda y regresaron a Buenos Aires, en donde eran
dueños de un comercio de ropa.
No solo no tenía que pagar nada por el
arrendamiento, sino que le dejaron también los animales que poseían: dos vacas,
una cabra, una oveja y dos cerdos pequeños, sabedores dichos señores de que
mientras vivieron sus tías, era mi padre el que le trabajaba sus tierras, para
que las ancianas mujeres pudiesen comer.
La casa y las fincas eran propiedad de los
argentinos y mi padre deseoso de poseer algo suyo, acudía a todas las subastas
de fincas que se vendían en la aldea. El problema de mi padre que se llamaba
José, radicaba, de que no disponía de dinero para comprarlas y tenía que echar
mano de los prestamistas, para que le prestasen el dinero y poder comprar así,
algunas de las que se subastaban.
El mayor prestamista de la comarca era un “señor” llamado
Crespo, un auténtico cacique, de nombre José, que todos lo conocían por Crespo.
Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, pequeño de estatura, grueso de
cabeza y tronco, con cara de pan gallego, cabeza de sandía y el vientre bien
acusado. Era el dueño de un gran comercio dividido en tres secciones: una
dedicada a ferretería, otra a supermercado y una tercera a taberna, en donde
vendía vino al detalle. Comercio muy típico por aquellos tiempos en la Galicia
rural; el que entraba en su interior, se podía llevar a su casa toda clase de
productos alimenticios, vinos y herramientas para cultivar las tierras.
El mayor problema del cacique derivaba, de que la
mayoría de los vecinos vivían de lo que cosechaban: maíz, para hacer el pan;
patatas, la base de la comida de los campesinos y vid, de cuyas uvas sacaban un
vino de gran acidez y de baja graduación. Así que las compras en el comercio
del cacique, se reducían a los días de fiesta y cuando se le terminaba lo
cosechado por ellos. El mayor negocio de Crespo le venía de los altos intereses
que cobraba, del dinero que les prestaba a estas pobres gentes.
Aún retengo en mi memoria la figura de aquel
rechoncho hombre, sentado alrededor de una mesa de camilla, detrás del
mostrador y delante de una ventana, que le proporcionaba la iluminación
necesaria, para que su lapicero pudiese apuntar en varios cuadernos, lo que le suponía
la cuenta del que acudía a comprar a su comercio. La mayoría no le pagaba al
contado, sino que lo hacía cuando disponía de dinero por la venta de algún
ternero u otro animal. Al cacique no le importaba mucho que tardasen en
pagarle, así los intereses al ir pasando el tiempo, le reportaban mas dinero,
que era lo que él deseaba.
El hombre era un partidario acérrimo de la república,
(en eso tal vez tuviese razón, si la república Española fuese como las demás
repúblicas europeas y actuase como ellas), cosa que no ocurrió en nuestra patria.
Por unas u otras causas durante su mandato se generó en España un periodo de
inestabilidad política, llegando a nombrar hasta cuatro presidentes en un año.
Todo ello dio lugar que la republica desapareciese al levantarse contra ella el
Movimiento nacional, encabezado por los militares. Todos sabían que Crespo
comulgaba con las ideas republicanas. AL ser la mayoría de los campesinos gallegos
apolíticos, a ninguno le importaban sus
ideas políticas; más le interesaba que le siguiera prestando dinero.
Ahora bien, el cacique, como todos los caciques del
mundo, no prestaba un solo duro sin recibir algo a cambio, además de pagarle
los intereses convenidos, los deudores quedaban obligados a cultivarle gratis
su gran hacienda entre otras cosas.
A mi padre le correspondía trabajarle la cuarta
parte de sus tierras (labrarlas, sembrarlas y recoger la cosecha); así no era
de extrañar que el comportamiento del cacique hacia mi padre fuese francamente
bueno y que nunca le negase los pequeños créditos que le pedía, siempre que mi
padre cumpliese con los deberes que el hombre le imponía: Entre otras cosas
cultivar parte de sus tierras y acompañarlo a Santiago para que cargase con los
pedidos que hacía en la ciudad, para luego venderlos en el pueblo a un precio
muy superior. Al no disponer nadie en la comarca de coche para acudir a
Santiago a comprar, ni dinero para pagar la compra al contado, no les quedaba
otra opción, que echar mano para todo lo que necesitaban del cacique.
Así ocurrió durante bastante tiempo, hasta que los
militares se alzaron contra la república y España quedó dividida en dos bandos.
Hasta entonces, estas aldeas del interior de la
Galicia rural, vivían pacificas, los campesinos se dedicaban a cultivar sus
tierras sin importarle para nada que partidos gobernaban España. No así a los
caciques de uno u otro bando, que estaban muy bien informados, de los
acontecimientos que tenían lugar en los distintos frentes de nuestro territorio,
por suerte lejos de Galicia. Esto dio lugar a un enfrentamiento en la comarca entre
los dos bandos, enviando estos caciques a todos los vecinos papeletas, unas a
favor de la república y otras a favor del Movimiento nacional, hasta tal punto
que se le denominó “la guerra de las papeletas”.
Mira por donde, mi padre totalmente apolítico y sin
preocuparse para nada que la contienda la ganasen unos u otros, se vio envuelto
en esta guerra de las papeletas, al encargarle el cacique Crespo, que
repartiera a todos los vecinos papeletas a favor de la república.
Mi padre que no podía negarse a todo lo que le pedía
Crespo, por miedo a que no le prestase más dinero, repartió las papeletas, sin
tener conocimiento alguno de lo que ocurría en el frente y siguió cultivando
sus tierras como siempre.
Años más tarde, al ganar el Movimiento nacional la
guerra, los caciques contrarios a la república, que hasta entonces habían
estado como aletargados, despertaron de su letargo e iniciaron una persecución
sin tregua, matando a todo aquel que había tenido algo que ver con la república.
Aquí en Galicia al contrario que en Huesca, en Lérida y otras provincias
españolas, no hizo falta que aparecieran por el pueblo, ciertos señoritos de la
ciudad haciendo justicia, como ellos decían, sino que fueron los caciques del
Concejo, los que tomaron la revancha por su cuenta, con el visto bueno de los
militares que mandaban en España.
Un día aparecieron por mi casa dos individuos
armados con pistolas y acusaron a mi padre de haber repartido papeletas a favor
de la republica. El hombre muerto de miedo se esforzaba en explicarle el motivo
que le había llevado a realizar dicho reparto y que no le importaba para nada
la república, en el fondo apenas sabía en que consistía su gobierno. Mi hermana
y yo escondidos en el pajar, observábamos a corta distancia la escena. Sin
tener en cuenta para nada el razonamiento de mi padre, ni el llanto de mi
madre, uno de los hombres sacó la pistola, se la puso en la nuca y apretó dos
veces el gatillo.
Desde mi escondite, sus caras quedaron gravadas en
mi mente. Al salir de él, mirando al Cielo y poniendo a Dios por testigo, ante
la figura de mi padre abatido en el suelo, brotándole la sangre de su cabeza, y
los gritos de mi madre que se oían en toda la aldea; juré que algún día los
mataría.
Pasó bastante tiempo, y al cumplir los diecisiete
años, conseguí que mi madre me diese permiso para acudir a todos los bailes, de
las diversas romerías que tenían lugar en mi parroquia y en las colindantes. La
primera cosa que hacía al llegar al baile, era observar uno por uno a los hombres
allí presentes, escuchando la banda de la música, por si alguno de ellos fuesen
los asesinos de mi padre. Nunca los pude localizar, durante los tres años que
acudí a las fiestas.
A los veinte años junto con otros jóvenes de mi
parroquia, nos llamaron a filas. Teníamos que presentarnos en el Ayuntamiento,
para que los médicos nos reconocieran y diagnosticasen si éramos aptos o no
para cumplir el Servicio militar y por si teníamos algo que alegar. Esto
ocurría un año antes de incorporarnos.
Pocos meses después, recibí una carta certificada en
donde me indicaban, que debía de presentarme en el Ayuntamiento por un
certificado de residencia y otro de buena conducta.
Al llegar, subí a la primera planta en donde tenía
la oficina el secretario, este sacó de un cajón dos impresos y los rellenó en
mi presencia, haciéndome algunas preguntas y anotando mis datos personales; al
terminar de cumplimentarlos, me indicó que me sentara en un banco del pasillo,
hasta que llegara el alcalde para que los firmase.
Al cabo de media hora, subió por las escaleras un
hombre de unos cincuenta y tantos años, pasó a mi lado sin decirme una palabra
y entró en el despacho del secretario. Me fijé en su cara, se me hacía
conocida, pero no recordaba de qué.
Pasaron unos minutos, el secretario se asomó a la
puerta y me mandó pasar; entré al interior y me indicó que me sentara al lado
del hombre que acababa de llegar, que debía de ser el alcalde, enfrente del
funcionario. Mientras este le indicaba al alcalde, que el muchacho residía en
la parroquia de San Pedro, y que en los archivos no figuraba nada en relación a
su conducta contra las autoridades municipales. Yo observaba al alcalde y cada
vez estaba más cerca, de que mi memoria me recordase que lo conocía.
El secretario le puso sobre la mesa los
certificados, el alcalde los firmó sin pronunciar una sola palabra; aquel los
introdujo en un gran sobre y me los entregó, manifestándome que tenía que
acudir al Juzgado, situado en la bajera del edificio y al Cuartel de la guardia
civil, y le solicitase sendos certificados de buena conducta, que me los
reclamarían en su día las autoridades militares.
Cuando bajaba las escaleras, un fuerte escalofrío
recorrió mi cuerpo, que hizo que se me pusiese la piel de gallina y que el
corazón me latiese a un ritmo muy rápido y me palpitase con tanta fuerza, que
daba la sensación que me salía del pecho, al darme cuenta que aquel hombre era
el asesino de mi padre, el que había apretado el gatillo de la pistola.
Al llegar a la entrada del edificio, tuve que
sentarme en unos bancos que flanqueaban la puerta de acceso al Juzgado, para
tranquilizar mi estado anímico, que lo había alterado la emoción, al
trasladarme mi memoria al pasado.
Aún con cierto grado de nerviosismo y de
intranquilidad; entré en el Juzgado, el tiempo jugaba en mi contra, por ser
cerca del mediodía. Le dije al funcionario a lo que venía, le di mis datos y me
manifestó que fuese a dar una vuelta, mientras él cumplimentaba el certificado
para que lo firmase el juez. Me dijo que volviese dentro de una hora
aproximadamente.
El Ayuntamiento estaba situado en el centro
geográfico de las diez parroquias que lo componían, en un lugar medio solitario
con gran cantidad de árboles a su alrededor, un bar enfrente y dos o tres casas
dispersas en su entorno.
En vez de ir a dar un paseo. Entré en el bar de
enfrente a tomar una cerveza, con la intención de poder enterarme de los datos
personales, que el buen tabernero me pudiese facilitar del indeseable alcalde.
Pasé al interior, en aquel momento no había nadie
bebiendo en el mostrador, ni estaba tampoco el dueño, que no tardó en aparecer
saliendo del almacén y me preguntó qué iba a tomar.
-Póngame una cerveza por favor-le indiqué.
-Qué ¿Esperando que le hagan algún papel en el
Ayuntamiento?
-¡Así, es! Al alcalde le debe de gustar mucho la
cama por las mañanas, acaba de llegar y ya son más de las doce de la mañana.
-Llega todos los días a esta hora y algún día no
aparece por aquí, y tiene que llevarle el alguacil montado en su bicicleta, los
papeles para que los firme en su casa.
-¿Vive muy lejos de aquí?
-No mucho, en la parroquia de Santa Isabel, a unos
tres kilómetros del Ayuntamiento.
-Esa distancia se recorre en menos de una hora.
-No es por ese motivo, que a veces no haga acto de
presencia. Lleva muchas cosas y no tiene tiempo para todo; además de alcalde es
diputado de la Diputación de La Coruña y en su pueblo es el dueño de gran
cantidad de fincas y de un comercio.
-¿Lleva mucho tiempo de alcalde?
-Muchísimo, seguramente desde que se terminó la
guerra, yo no recuerdo otro alcalde que no sea este y el bar lo abrí hace
quince años.
-Me preocupo tampoco de las cuestiones
político-administrativas, que no se como se llama el alcalde. No lo había visto
jamás.
-Se llama Gumersindo, pero todos lo conocen por
Fraga, por ser muy partidario del afamado ministro.
-¡Ah, sí!
-Bueno, creo que fue falangista desde que era un
chaval.
-No me importa para nada la vida particular del
alcalde, solo he venido a que me firmara los certificados.
Le pagué la cerveza, salí del local hacia el Juzgado
para recoger el certificado, que ya debía de estar firmado por el juez.
Con los certificados en la mano, me dirigí hacia mi
casa. Para solicitar el de la guardia civil, tenía que acudir a su cuartel,
situado en otra parroquia, en el extremo sur del Ayuntamiento.
Una vez que conseguí el certificado de buena
conducta de la guardia civil, comencé a pensar como podía liquidar a aquel
hombre, antes de incorporarme a filas, que había matado a mi padre.
Lo primero que hice una mañana, fue dejar el ganado
paciendo solo en el monte, y desplazarme hasta la parroquia del alcalde y
transitar el trayecto que el hombre recorría diariamente desde su casa al
Ayuntamiento.
Debía de buscar un lugar adecuado, con la intención
de llevar a cabo lo que tanto ansiaba, desde aquel día que vi a mi padre
abatido sin vida en el suelo. Era necesario encontrar un muro que flanqueara la
carretera, detrás del cual pudiese ocultarme y asaltar al hombre, cuando se
encontrase enfrente de mí. Encontré más de veinte espacios apropiados para
llevar a cabo el evento; en días venideros escogería el que mejores condiciones
reuniese.
Me costó tres días elegir el lugar adecuado, para
llevar a cabo el evento. Por fin decidí que me ocultaría detrás de un muro, que
corría paralelo a la carretera, por la que caminaba el alcalde al acudir al
Ayuntamiento y regresar a su casa, una vez firmados los documentos que le
presentaba el secretario.
Seleccionado el lugar en donde acabaría con la vida
del asesino, me fui a mi casa y comencé a afilar un gran cuchillo, con una
vieja lima que encontré en la bodega, que mi padre empleaba para degollar a los
cerdos, ya que venía a ser el matarife de la aldea.
Mi idea era acuchillarlo la víspera de subir al tren
y dirigirme a Zaragoza a donde me habían destinado. Pensaba que así les sería
muy difícil echarme a mí la culpa del asesinato, estando ya en el cuartel.
Después de matarlo, mi intención era la de esconder el cadáver y tardarían por
lo menos un día en dar con él. Luego mientras le hacían la autopsia, yo ya estaría
cerca de Zaragoza o en la propia ciudad.
Tenía tantas ganas de cumplir el juramento, que no
me daba cuenta de que los forenses determinarían la hora exacta del asesinato,
ni tampoco se me pasaba por la cabeza, de que algún día me pudiesen condenar. Los
gallegos tenemos una forma de actuar en la vida similar a los sicilianos, si
hacemos un juramento, debemos cumplirlo, sin pensar en las consecuencias. A
todo esto había que añadirle, que tenía veinte años, y a esa edad se actúa más
con el corazón que con la cabeza.
De todas las maneras, fácil no se lo iba a poner,
para que pudiesen demostrar que yo lo había matado, huellas no tenía pensado
dejarles, usaría unos guantes de mi hermana y el cuchillo después de lavarlo en
un arroyo cercano, lo metería en la maleta y al llegar a Zaragoza, lo tiraría
al río Ebro. Además el alcalde tendría enemigos más importantes que yo. Indagar
en el pasado seguramente no lo harían, los asesinatos de los caciques de la posguerra,
no se documentaban ni se dejaban escritos en ningún archivo de las distintas
policías. Era muy probable que jamás dieran con el asesino; pensando en estas
premisas, decidí llevar a cabo el evento.
Después de que nos alistamos, hasta el día que subí
al tren camino de Zaragoza, pasaron unos once meses, durante este largo tiempo,
me dediqué a investigar por todo el territorio del Ayuntamiento, el pasado de
aquel indeseable personaje. Estaba seguro que no había sido solo mi padre, el
único asesinado por Gumersindo y su cuadrilla de falangistas. Solo en mi parroquia
asesinaron a tres o cuatro más, por causas parecidas a las de mi padre. Como no
existían documentos archivados de los asesinatos, poco pude averiguar, Lo más
curioso de lo sucedido, fue que al cacique Crespo, el culpable de todo, lo
dejaron con vida. Según me contaron algunos allegados a su persona. La compró
por un millón de pesetas de entonces, que se lo repartieron los caciques
falangistas.
Llegó el día antes de partir hacia Zaragoza. Le dije
a mi madre que tenía que desplazarme hasta el Ayuntamiento, que nos iban a
indicar, la hora que debíamos presentarnos en la estación del tren. La engañé
con una mentira oficiosa, ya que mi intención era la de ocultarme tras el muro
y esperar a que Gumersindo, caminando por la carretera, se situase enfrente de
donde yo me encontraba; entonces saldría del escondite y le clavaría el
cuchillo en el corazón. Después arrastraría el cadáver por el monte, hasta un
barranco situado a unos dos kilómetros del lugar, lo taparía con hojas de roble
y me iría a comer a mi casa.
A las once de la mañana ya estaba yo oculto en el
escondite, acostado sobre la chaqueta esperaba a que el alcalde hiciese acto de
presencia. Cuándo una hora después, lo vi aparecer en medio de un hombre y una
mujer camino del Ayuntamiento, mi estado psíquico se alteró de tal manera, que
encolerizado clavé por tres veces el cuchillo en la tierra. No me sirvió de
nada, inicié el regreso a mi casa, observando como el asesino caminaba hasta
perderlo de vista.
Al otro día subí al tren en Santiago, después de
dieciocho horas en el interior del vagón, viajando sentado y dormido la mayor
parte del tiempo en el suelo del pasillo, llegamos a Zaragoza. Me destinaron a
infantería de montaña a la sección de trasmisiones. La instrucción general la
realizábamos en los campos situados en las afueras de la ciudad. Al terminarla,
juramos Bandera y me dieron unos días de permiso, que aproveché para estar con
mi madre y mi hermana en la aldea.
Ahora hubiese sido el momento oportuno para acabar
con la vida de Gumersindo. Por miedo a que mi madre se enterase y se llevase un
disgusto, no lo intenté. Por entonces ella ya había olvidado los
acontecimientos pasados y no quería saber nada de venganzas, prefería vivir
tranquila. Me contaba a veces que aunque matara a todos los caciques, nadie le
iba a devolver la vida de su marido. Además no se acordaba ya de mi juramento,
y por supuesto, no tenía conocimiento de que yo había intentado acabar con la
vida del maldito Alcalde.
Al terminar el permiso, regresé a Zaragoza, sin
olvidar para nada la deuda que tenía pendiente con Gumersindo por la muerte de
mi padre. Al llegar nos trasladaron a la población de Sabiñánigo en la antesala
de los Pirineos. Allí teníamos el cuartel base, desde donde subíamos a las
montañas para aprender a esquiar y hacer prácticas de trasmisiones. En aquel
lugar pasé unos meses muy feliz, su bello paisaje me recordada el valle en
donde se asentaba mi casa en Galicia. Además existía un río con tal cantidad de
truchas, que las pescábamos con una pequeña red que compramos en una tienda del
pueblo.
No todo era felicidad por los Pirineos, el primer
año desde Sabiñánigo pasando por Bisecas, llegamos a la estación de esquí de
Formigal, en donde levantamos el campamento. Como acudíamos en la época de
invierno, cuando la cantidad de nieve allí depositada nos permitía esquiar,
dormíamos en tiendas de campaña y el frío era intenso.
Al observar que el agua de los numerosos arroyos y
ríos, que corrían a nuestro alrededor, eran claras y limpias las aprovechábamos
para beber. Los ganaderos de aquellas poblaciones de montaña, llevaban la mayor
parte del año a sus caballos a pacer en los montes, en donde nosotros habíamos
acampado. Nadie nos informó que el bacilo de Eberth que produce la fiebre
tifoidea, vive saprofiticamente en el intestino del caballo, una vez que sale
al exterior con las heces del animal, se hace patógeno, infestando las aguas de
aquellos ríos.
Desconocedores de todo esto, no nos cansábamos de
beber de aquellas aguas cuando llegábamos al campamento cansados y medio
deshidratados de una extensa y fuerte sesión de esquí. Mira por donde me tocó a
mí sufrir las consecuencias de beber de aquellas aguas aparentemente limpias,
pero infestadas con gran cantidad de bacilos del tifus.
Nuestros jefes debían de tener conocimiento, de que
aquellas aguas no eran potables y al beberlas podían afectar a la salud. No nos
comunicaron nada, lo que indicaba lo poco que suponía la muerte de un soldado.
Un día se cayó un compañero por un barranco, con su fusil cetme al hombro; el
teniente de la compañía se preocupaba más de recuperar el fusil, que de las
lesiones que pudiese haber sufrido el soldado. Gracias a Dios, pronto apareció sobre
las montañas un helicóptero que lo trasladó a Huesca y se pudo salvar.
El caso fue, que cogí la fiebre tifoidea y me
trasladaron al hospital militar de Zaragoza. Estuve veinte días entre la vida y
la muerte, con fiebre muy alta y en estado semicomatoso. Gracias a mi juventud
y a que por entonces estaban experimentando con los antibióticos: Cloranfenicol
y tetraciclina, me pude salvar, ya que los médicos de Zaragoza solicitaron a
Madrid unas cuantas unidades, que fueron las que acabaron con el bacilo en mi
organismo, ya que a los pocos días experimentaba una rápida mejoría.
Yo desde mi cama, pensaba en el disgusto que
estarían llevando mi madre y mi hermana, al no recibir noticias mías durante
cuarenta días, acostumbradas a recibir una carta cada ocho o diez días. Los
médicos hacían todo lo que estaba en su mano para curarme, pero se olvidaron de
comunicarle mi enfermedad a mi madre. Tal vez esperaban a que me muriese para
hacerle llegar la noticia.
Al curarme, los médicos militares me enviaron un mes
a mi casa. Al llegar mi madre me contaba, que al no recibir noticias mías,
creían que me había muerto por los altos parajes de las montañas, y ya esperaban
de un día para otro la carta, en donde mis superiores le comunicasen el fatal
desenlace. Así que cuando me vieron entrar por la puerta de mi casa, se
llevaron la mayor alegría de su vida.
Por entonces, acordándose de la gran cantidad de
jóvenes de mi comarca muertos en la guerra, las madres aún estaban muy
condicionadas por la reciente confrontación y al tener que cumplir el Servicio
militar, lo consideraban poco menos que si tuviesen que acudir al frente de
batalla. Mi madre que vivió en sus carnes las consecuencias de la guerra, no
hacía más que llorar cuando me veía salir de mi casa, al terminárseme los
permisos camino del cuartel, a una ciudad tan lejana como Zaragoza.
Tanto si estaba en Zaragoza, como en Sabiñánigo o
por los Pirineos esquiando, me hice amigo de dos chicos vascos naturales de
Baracaldo. Acostumbrados a hacer montañismo por Euskadi, también le gustaba
pasear por las orillas del río Ebro, en vez de estar tomando vinos en la tasca.
Como yo no había día que no fuera a pasear por las mismas orillas que ellos, al
encontrarnos terminábamos el paseo juntos hasta regresar al cuartel. En días
sucesivos ya salíamos de la compañía juntos y no hacía falta que nos
preguntásemos a donde íbamos, nos acercábamos al río que distaba del cuartel
unos cien metros y recorríamos todo el trayecto de un puente a otro.
Cuando estábamos en Sabiñánigo, unas veces paseábamos
por la carretera de Biescas, aunque nuestro paseo favorito venía a ser hacia el
Este, siguiendo el curso del río Basa, aguas arriba hasta el pueblecito de San
Julián de Basa, en medio de un bonito paisaje que nos hacía recordar los verdes
valles de Galicia y de Euskadi.
En los Pirineos paseábamos por unos senderos cubiertos
con un bello tapiz de nieve, un auténtico placer hasta tal punto que los
recorríamos seis o siete kilómetros antes de regresar al campamento.
Mis amigos se llamaban Rafael y José Maria. Por
entonces los vascos no se atrevían a ponerles a sus hijos nombres vascos o
traducidos al euskera. Todo aquel que lo hacía, se exponía a que lo tomarán por
independentista, y sus padres que ya había sufrido bastante durante la guerra,
no deseaban volver a sufrir las represalias de los dictadores que mandaban en
España.
Al año siguiente al bajar de Cadanchú y de Astun, de
hacer practicas de esquí, nos comunicaron que para el mes siguiente nos
licenciarían. Cuando llegó el dichoso día, me preguntaron mis amigos a que me
iba a dedicar al licenciarme.
-A trabajar en el campo-le contesté-, casarme y
malvivir allí toda la vida, cultivando unas tierras que apenas me darán para
comer.
-¿Por qué no te vienes a Bilbao?
-Tengo que cuidar de mi madre. Por tradición, en
Galicia es el hijo mayor el que se queda en casa, para atender a sus padres
cuando se van haciendo mayores.
-¿No dices que tienes una hermana?
-Sí, pero las mujeres no cuentan para nada en esa
tradición, si tienen hermanos varones.
-Pues cambia esas costumbres, uno tendrá que ser el
primero- dijo Rafael.
En Bilbao trabajando en la construcción se puede
ganar más dinero en un mes que en un año cultivando las tierras.
Tanto me insistieron mis amigos vascos, que me
convencieron.
-Tendré que acudir a Galicia a despedirme de mi
madre y de mi hermana. Estaré unos días con ellas y luego tomaré el tren para que
me lleve hasta Bilbao.
-Bueno, no se trata de que acudas con urgencia,
píenselo bien –me dijeron mis amigos-, trabajo no te va a faltar desde que
llegues.
-¿Tendréis que dejarme vuestra dirección?
-Eso está hecho, vivimos en Baracaldo.
Me entregaron escrita en un papel su dirección,
indicándome que al llegar a Bilbao, tomase un taxi que me trasladase a sus
domicilios. El pueblo –me dijeron-, está muy cerca de esta gran ciudad y aunque
existen trenes y autobuses desde Bilbao, el taxi te dejará delante de nuestras
casas.
Me licenciaron, me despedí de mis amigos y en
compañía de mis compañeros gallegos, nos dirigimos a la estación para subir al
tren y desplazarnos a Galicia.
Los dos primeros días de mi estancia en la aldea,
los pasé hablando y saludando a mis vecinos, contándole mis aventuras por las
montañas oscenses. Algunos hombres mayores se emocionaban al oírlas, le
recordaba sus tiempos pasados cuando cumplieron también su Servicio militar.
Para ellos todo pasado fue mejor y pensaban que el tiempo era el peor enemigo
de las personas.
Al tercer día por la noche cenando, le comenté a mi
madre, la intención de acudir a trabajar al País Vasco.
-Nos vas a matar, acabas de llegar y ya te quieres
ir ¿Quién va a cultivar las tierras?
-Las tierras en el futuro no nos darán para comer y
se me presenta la ocasión de ganar mucho más dinero en Bilbao ¿No querrás verme
en la miseria toda la vida?
-Claro que no, pero debes de darte cuenta, que tu
hermana algún día se casará y yo sola no podré cultivar las tierras y atender a
los animales, ya me voy haciendo vieja y tendré que venderlo todo.
No te preocupes, si las cosas me van bien allí,
vendréis tu y Marta a vivir conmigo. Así te libras de tener que arar las
tierras y cortar (siempre mojada), la hierva para los animales. Esta tierra es
pobre y mucha gente tendrá que emigrar a la ciudad, si desea vivir mejor; el
futuro está en las ciudades no en el campo.
Pocos días después con lágrimas en los ojos,
observando como lloraban mi madre y mi hermana, preparé la maleta, me despedí
de ellas y me dirigí a la parada del autobús, para que me trasladara a
Santiago, en donde tomaría el tren que me dejaría en Bilbao.
Salí de Santiago por la mañana, primero en autobús
hasta la población de Curtís, allí me subí al tren que desde La Coruña se
dirigía a Barcelona, en Miranda hice un trasbordo y llegué al gran puerto sobre
las cuatro de la tarde. Al llegar a la ciudad, siguiendo los consejos de mis
amigos, paré un taxi para que me llevara a la calle Pío Baroja de Baracaldo, en
donde vivían mis amigos, que no solo les unía la amistad sino que eran primos
hermanos.
Después de merendar en casa de Rafael, alegrándose
ambos de que me hubiese decidido acudir al País Vasco. Me llevaron a la pensión
que ya tenían apalabrada con la patrona, para cuando yo llegase.
Dos días después comenzaba a trabajar de peón, para
una constructora que estaba edificando un bloque de viviendas en las afueras de
la población. Firmé unos papeles y el maestro de obras, me dijo:
Tenemos varios gallegos trabajando en la obra, ya
los irás conociendo. Estoy muy satisfecho con su comportamiento, no piensan más
que en trabajar, hacen horas extras y de esa manera ganan más dinero. A mí me
hacen un gran favor, pues cuanto antes termine la obra mejor para todos. La
empresa está deseando entregar las viviendas lo antes posible, así se ahorra
muchos intereses del crédito. Habla con ellos, que te explicarán como puedes
hacer horas extraordinarias y ganar también tú más dinero. Muchos gallegos a
los dos años de llegar aquí ya tienen piso propio.
Al final del primer mes cuando fui a cobrar, ¡no me
lo podía creer! me dieron más de quince mil pesetas, una gran cantidad de
dinero, teniendo en cuenta que la patrona me cobraba dos mil quinientas pesetas
al mes.
Lo primero que hice, fue acudir a correos y enviarle
un giro a mi madre de cinco mil pesetas, que no dejé de mandárselas a finales
de cada mes, todo el primer año de mi estancia en Baracaldo. El resto del
dinero lo depositaba en el banco, con la idea de ahorrarme para comprar un
piso.
Si deseaba comprar un piso, era, para traerme a
vivir conmigo a mi madre y a mi hermana Marta, y sacarlas de aquella mísera
aldea.
No tuve que preocuparme mucho para hacerme con un
piso. Un día me indicó el maestro de obras, que pasase por la oficina, instalada
provisionalmente en la planta baja de la obra. Como estábamos a punto de
terminar de construirla, pensaba que me llamaban para darme el finiquito, por
remate final de aquel bloque. Todo lo contrario, me indicaron, que estaban a
punto de comenzar a edificar un nuevo bloque de viviendas, deseaban que
siguiera trabajando para ellos y me aconsejaron que les comprase un piso, de
los que le quedaban sin vender, que más barato no lo iba a encontrar.
-Me parece bien, como yo no se nada de compra-venta
de pisos, deseo hablar antes con un abogado para que me informe.
-No hace falta, nosotros nos encargamos de todo el
papeleo. El precio del piso son cuatrocientas mil pesetas. A ti por ser
trabajador de la casa, te haremos un pequeño descuento.
El crédito hipotecario te lo financiará el Banco de
Bilbao por el tiempo que tú desees, y una vez que lo termines de pagar, el piso
es tuyo.
A los seis meses me entregaron las llaves, ya estaba
terminado y en condiciones de poder vivir en él, seis meses más tarde lo acabé
de amueblar. Ya podía traer a mi familia a vivir conmigo.
Con el piso en mi poder y trabajando a destajo, me
compré una moto Bultaco, que por entonces era la moto mas potente que circulaba
por las carreteras de España. No sabía si se fabricaba en nuestro territorio o
en el extranjero, pronto pude comprobar que era tan rápida o más que un coche;
en verano era un placer viajar montado sobre ella.
Durante el verano la empresa cerraba quince días por
vacaciones, yo los aproveché para poner a prueba la moto, circulando sobre ella
desde Baracaldo a Galicia.
Mi idea era traerme sin más demora, a mi madre y a
mi hermana a vivir conmigo.
Le ayudé a mi madre a vender los animales, recogimos
todo lo que tenía algo de valor, lo metimos en las maletas y las acompañé a la
estación del tren.
Quedé de esperarlas en la estación de Bilbao, tenía
la completa seguridad de que yo llegaría antes que ellas, ya que viajaba
directamente por carretera con mi gran moto, mientras que mi madre y mi hermana
lo hacían en tren y tendrían que hacer algún trasbordo; los trenes por entonces
no eran muy rápidos que digamos.
El futuro de ambas en el País Vasco fue muy
distinto. Mi hermana pronto encontró trabajo, limpiando dos grandes oficinas, y
si a esto añadimos que conoció a un chico, que no tardaron en hacerse novios;
su vida allí fue muy feliz, ya no se movió jamás de aquella tierra, sus hijos
nacieron en Euskadi y no se acordaron más de la tierra de su madre.
En relación a mi madre, Jesusa, no aguantó más que
un año en Baracaldo. El estar todo el día encerrada en el piso -solo salía de
él para acudir a misa-, y al no conocer prácticamente a nadie, hizo que se
acordase cada vez más de su aldea. Cada día que paso aquí -me decía-, hecho
mucho de menos a mis amigas de allí, sobre todo por no poder salir a pasear sin
peligro, como ocurre en mi aldea por aquellos caminos entre praderas. Aquí vivo
como las monjas de clausura; esto no es para mí.
Decidida a marcharse, la acompañé en el tren hasta
la aldea de Galicia, estuve dos días con ella, y con lágrimas en los ojos por
ambas partes, volví a tomar el tren y me vine para mi piso, que compartía con
mi hermana.
Esto me venía bien a mí, estando mi madre en
Galicia, iría a pasar con ella las vacaciones de verano y al hacerlo en moto,
aprovecharía para espiar a Gumersindo, a ver como podía acabar con su vida.
Sentía unas ganas locas de cumplir el juramento y
pagarle con la misma moneda, es decir matarlo con dos tiros en la nuca, como él
había hecho con mi padre. Ahora bien, hacerme con una pistola no seria nada
fácil.
De todos modos, lo importante era liquidarlo y
llevar a cabo la venganza, si no podía ser con dos tiros en la nuca, emplearía
el cuchillo de degollar a los cerdos.
El verano siguiente, llevé la moto a un taller para
que le hiciesen una revisión y me fui a Galicia de vacaciones. Acababa de
fallecer el general Franco y en España se estrenaba la democracia. Al
celebrarse elecciones libres, los anteriores alcaldes nombrados a dedo por los
gobernadores civiles, pasaron a ser relegados y despreciados por la población.
Por miedo a que los insultaran por la calle, muchos de ellos no volvieron a
salir jamás de su domicilio.
Durante los quince días que estuve en la aldea, pasé
no se cuantas veces, montado en moto, por la única calle del pueblo en donde
residía Gumersindo, que se reducía a unas pocas casas, situadas a ambos lados
de una carretera secundaria.
Otros días aparcaba la moto y paseaba por los
alrededores del pueblo, medio oculto por unas gafas oscuras y un sombrero
negro, en ninguno de los lugares que recorrí, me encontré con el alcalde.
Cuando ya abandonaba la aldea, en busca de la carretera general que de Orense
se dirige a Santiago, vi a un señor mayor que paseaba en dirección al pueblo,
le pregunté:
-¿El que fue alcalde, Gumersindo, vive en esta
aldea?
-¡Sí, aquí vive! Si quiere hablar con él lo
encontrará en su casa, últimamente apenas sale de su domicilio.
-Me ha encargado la nueva Corporación, que le
entregue un paquete; como no lo llevo encima, se lo traeré mañana o pasado,
ahora que se en donde reside.
-¿Quiere que le diga alguna cosa de su parte?
-Se lo agradezco, no hace falta, se trata de cosas
particulares suyas que dejó en el Ayuntamiento; con la mano le dije adiós.
-Que le vaya bien, me contestó.
Si no salía de su casa, las cosas se me complicaban
un poco para liquidarlo, debía de tener mucha paciencia y esperar que la
democracia se consolidase, tarde o temprano acabaría paseando por los
alrededores de su aldea, como venían haciendo otros señores mayores, e incluso algún
día puede que se desplace hasta otras aldeas.
Se me terminaron las vacaciones y volví a Euskadi.
Durante todo el año intenté hacerme con una pistola, al final fue más fácil de
lo que yo esperaba.
En el bar en donde yo jugaba alguna partida de
cartas, por la noche después de cenar, conocí a un armero jubilado, que toda su
vida la dedicó a fabricar armas de fuego, en la fábrica de Guernica. Además era
gallego de la provincia de Orense.
A este señor que se llamaba Daniel, después de cierto
tiempo de ser amigos y gozar de su confianza, le pregunté:
-Alguno de sus antiguos compañeros podrían tener en
su poder, alguna pistola que se llevarían a su casa como recuerdo al jubilarse,
y a lo mejor desean desprenderse de ella. Llevo bastante tiempo intentando
hacerme con una y no hay manera de que alguien me la venda.
-¿Y para que necesitas tu una pistola? Tener una de
esas armas en casa, te puede acarrear problemas.
-¿No pensará que voy a hacer uso de ella aquí en
Euskadi?
-¡Entonces! ¿Para que la quieres?
-Para mi madre, que vive sola en Galicia, en una
casa aislada de una pequeña aldea. Con el cambio político que se produjo en
España, la libertad democrática se convirtió en un libertinaje y no hay más que
robos y atracos. Mi madre siente tanto miedo por la noche, que le impide conciliar
el sueño. Como ya se dieron varios robos en aquella zona, teme que también ella
pueda ser victima de alguno, al vivir sola e indefensa, y lo que sería peor,
que la maten, para hacerse con el poco dinero que pudiese tener en su casa. Una
pistola debajo de la almohada, da mucha seguridad para poder dormir uno
tranquilo.
Bueno –me dijo Daniel-, durante muchos años fui muy
amigo de un trabajador que se llamaba Antonio, que igual que yo, había emigrado
al País Vasco procedente de la provincia de Zamora. Se trataba de un auténtico
artista encamisando revólveres viejos y sobre todo fabricando pistolas de bella
factura artística, para los jefes de la fábrica y otros coleccionistas. Al
jubilarse se marchó a vivir a aquella ciudad, su dirección la tengo en casa, mañana
te la daré y yo le escribiré una carta, comunicándole que le visitará un joven,
muy amigo mío y de toda confianza, llamado Carlos, esperando que le recibas y
le proporciones, si puede ser, lo que el muchacho tanto ansía.
Aprovechando mi estancia en Galicia, me desplacé
hasta Zamora. Salí de casa por la mañana y llegué sobre las cuatro de la tarde.
Antonio vivía en el barrio de San Lázaro y hasta allí me dirigí directamente en
busca de su domicilio. Al llegar llamé al timbre y me abrió una señora mayor,
que me indicó al preguntarle por Antonio, que estaba jugando una partida de
cartas en el bar de enfrente.
Sujeté la moto al poste de una farola y pasé al
interior del bar Alegría, que así se llamaba. Pedí un café cortado y le
pregunté al camarero, cual de aquellos señores que jugaban en las tres mesas
del bar, era Antonio García. Al conocer la respuesta del camarero, pagué el
café y me senté observando el juego de la mesa en la que se sentaba Antonio;
pude comprobar que jugaban al tute de parejas y que discutían la jugada un
compañero con el otro, como si jugasen miles de pesetas, y en realidad el
motivo del acaloramiento era un simple café. Tienen razón todos aquellos que
opinan, que la pasión en el juego no es por dinero, sino por la honrilla de
ganar.
Un cuarto de hora después terminaba la partida.
Antonio se dirigió a la barra para pagar los cafés, ya que los había perdido en
el juego. Antes de que saliera a la calle lo abordé, y le pregunté:
-¿Es usted Antonio García?
-Sí, ¿Pues?
-Me llamo Carlos, soy el amigo de Daniel, su
compañero de fatigas en la fábrica de armas de Guernica.
-¡Ah, si! Me escribió una carta, en donde me
indicaba, que le proporcionara, si podía ser, lo que me solicitara. Con Daniel
me unía una gran amistad, aunque ahora por las circunstancias, vivimos alejados
el uno del otro.
-¿Qué es lo que le trae por aquí?
-Me ha dicho Daniel, que es usted un artista
fabricando armas de fuego, que ejecutó para coleccionista y para sus jefes de
la fábrica.
-Algunas si que hice, sí. ¿Es usted coleccionista?
-No, necesito un arma que sea más ruidosa que
efectiva.
-Qué ¿Siente miedo por las calles del País Vasco?
-No, los vascos son buenas personas, excepto una
minoría que suele ser violenta. Ahora bien, si no te metes en jaleos, nadie te
hace daño. El arma de fuego la preciso para mi madre, que vive en Galicia sola
y en una casa un poco alejada del pueblo. Teme que le intenten robar o lo que
es peor, que el ladrón la mate, para quitarle el poco dinero que tenga en casa.
Con esto del libertinaje que nos trajo la democracia, nunca se sabe lo que
puede ocurrir.
Para defensa personal, tal vez sea mejor un revólver
con el cañón recortado y el tambor encamisado.
-¿No me vendería usted una de las que tiene en sus casa?
-Bueno, acompáñeme a mi casa, así podrá observar, un
par de armas que tengo medio ocultas, que traje de la fábrica al jubilarme. Se
las voy a mostrar por ser amigo de Daniel, que me dice en su carta que es usted
de confianza. No se le ocurra comentar por la calle, de que yo tengo en mi
poder armas de fuego.
-No se preocupe, que por mi nadie lo va a saber.
Al llegar a su casa, la primera arma que me enseñó
fue un revólver encamisado y con el cañón recortado -me dijo.
-Esta en distancias cortas no tiene rival, además es
muy ruidosa, que parece ser que es lo que usted desea. Le voy a sacar una
pistola que tengo oculta en el armario, que además de efectiva es un auténtico
juguete.
-No me saque más por favor, si nos ponemos de
acuerdo en el precio, me quedo con el revólver, es lo que andaba buscando.
-Le repito que si se lo vendo, es por ser amigo de
Daniel. Si alguien le pregunta a quien se la ha comprado, le ruego que no me
descubra, si la gente supiese que poseo armas de fuego, acudirían a mi casa los
compradores como moscas. Hoy en día no se puede fiar uno de nadie, por favor no
difunda por ahí que yo se la he vendido.
Me pidió veinticinco mil pesetas, no le regateé,
solo le pedí que me regalase una caja de munición. Saqué el dinero del bolsillo
interior de la chaqueta de cuero que llevaba puesta y le entregué lo convenido.
Me lo envolvió en un paño, metí la munición en el bolsillo y me acompañó unos
metros, hasta donde tenía aparcada la moto. Dejé el arma en la guantera de la
moto, nos despedimos y me fui a buscar habitación para pasar la noche. A la
mañana siguiente tan pronto se hiciera de día, iniciaría el viaje de regreso a
Galicia.
Durante el viaje paré dos o tres veces para tomarme
un café, no cabía en mí de contento por haberme hecho con el arma. Tarde o
temprano acabaría con la vida del cacique, con la misma clase de arma que él
había empleado para asesinar a mi padre.
Al regresar de Zamora, aún me quedaban unos cuantos
días, antes de regresar a Baracaldo, reanudé el espionaje pasando montado en mi
moto, no se cuantas veces por medio de la aldea del alcalde, pero no me
encontraba ningún día con su persona. Hablando con algunos de sus vecinos, pude
averiguar que aprovechando la claridad del crepúsculo de la tarde, salía a
pasear por la estrecha carretera que cruzaba su aldea, con dirección a las
parroquias de Donas y Puente Ulla. Unas veces paseaba solo y otras acompañado
de algún vecino de su edad. Tal vez con el que lo hacía, fuese el que lo
acompañó a matar a mi padre, que no lo he vuelto a ver hasta la fecha, a pesar
de que su imagen la tengo desde entonces grabada en mi mente. Ya sería un
milagro que pudiese matar a los dos a la vez. De todas las maneras me
conformaba con liquidar a Gumersindo, que fue el que apretó el gatillo.
Se me terminaron las vacaciones, regresé al País
Vasco y me puse a trabajar convencido de que el próximo verano, de una u otra
manera acabaría con la vida del asesino.
Durante todo el año esperando a que llegase el
verano y retornara por unos días a Galicia. Un hecho importante tuvo lugar en
mi vida: conocí a una muchacha vasca y nos hicimos novios, se llamaba Nekane,
era alegre y cariñosa, acababa de cumplir veintidós años.
Su compañía hizo que se me pasase el tiempo volando.
Con la disculpa de ver a mi madre, al llegar el verano, me vine para Galicia,
los quince días que tenía de vacaciones.
Ya en mi tierra, volví a la carga en busca de
Gumersindo, pasando por delante de su casa todas las tardes, a ver si por
casualidad, me encontraba con él. Al cuarto o quinto día hice el recorrido a la
inversa de Este a Oeste y por fin le pude observar paseando con otro señor más
o menos de su edad. Paré la moto y les pregunté:
¿Es esta la carretera que me conduce a la parroquia
de Sergude?
-Sí,- me contestaron-, a unos dos o tres kilómetros se
encontrará con las primeras casas
Le di las gracias y seguí adelante, regresando a mi
casa por la carretera general que desde Santiago se dirigía a Orense, en
dirección Oeste-Este.
Cuando había perdido toda esperanza de encontrarme
con el alcalde, paseando solo por aquella solitaria carretera, para intentar
tomarme la justicia por mi mano, volví a la carga, y por fin después de estar
ocho o diez días por la aldea, me lo encontré paseando a una distancia del
pueblo de un kilómetro o kilómetro y medio aproximadamente, llevaba una visera
sobre la cabeza y camisa de manga corta. No podía perder tiempo, así que me
bajé de la moto a su altura, y le dije:
-Qué ¿Paseando antes de que se haga de noche?
-Sí, ya iba a regresar a la aldea, a mi edad no
estoy para dar tan largos paseos.
-Mas joven estaba hace años, cuando era un falangista
partidario del Movimiento nacional. Al hacerse este con el poder, tras ganar la
guerra, mató usted a algunos inocentes, con la disculpa de que habían sido
partidarios de la república, y con el visto bueno del gobierno del dictador.
-¿Quién es usted? Ya es la segunda vez que lo veo
por aquí, montado en su moto, el otro día nos hizo una pregunta, cuando iba yo
paseando con un vecino.
-Soy un humilde muchacho que vive desde hace años en
Euskadi. Anteriormente residía en la parroquia de San Pedro, que como sabe está
situada en la vertiente del río Ulla, y en una de sus aldeas mató usted a mi
padre. El motivo de su muerte: haber repartido unas papeletas a favor de la
república, por orden del cacique republicano, Crespo. Mi padre tuvo que
hacerlo, para que el cacique no le negase los créditos que le venía
concediendo. Era tan inocente en materia política, que no sabía en que
consistía la república, si gobernaba por votación popular o si nombraban a sus
presidentes a dedo.
Ya le quise matar hace años con un cuchillo de
degollar a los cerdos, por considerar que debía morir como un cerdo; no lo pude
hacer, por ir usted acompañado de dos personas, cuando caminaba hacia el
ayuntamiento, y tener que marcharme yo a Zaragoza, al otro día a cumplir la
mili. No me ha pesado mucho, ya que mi idea era matarlo con un arma similar y
de la misma forma que asesinó usted a mi padre.
-Los republicanos mataron entre otros a un sobrino
mío sacerdote, sin que pudiésemos hacer nada para impedirlo.
-¿Y que culpa tenía mi padre de esa muerte? Si era
un pobre hombre de la aldea, que no sabía una palabra de política. Solo se
dedicaba a trabajar día y noche para poder alimentar a sus hijos.
¿Por qué no mataron ustedes al cacique Crespo? Tengo
entendido que compró su vida, entregándoles una gran cantidad de dinero, que
usted y su camarilla se repartieron.
¡Por cierto¡ ¿Qué ha sido del que lo acompañaba
aquel fatídico día?
-De quien me habla, de Aurelio, falleció poco
después de terminar la guerra.
-Ya me imaginaba yo que algo malo le había pasado,
les estuve buscando a los dos, pero a ese tal Aurelio no lo vi jamás, a pesar
de que su cara me quedó grabada en mi mente, igual que la suya. Mi hermana y yo
estábamos escondidos en el pajar, cuando usted apretó el gatillo del arma.
Posteriormente lo reconocí un día que acudí al ayuntamiento,
cuando tuve que acercarme allí por un certificado de residencia. Como le he
dicho, el tener que cumplir la mili, me impidió que lo matara por entonces.
Saqué el revólver que llevaba sujeto al cinturón y
el hombre de rodillas y con los pantalones mojados de orina por habérsele
relajado los esfínteres, me pidió que no le matara, que me daría todo lo que le
pidiese, si lo dejaba con vida.
También mi padre le pidió que no le matara, pero su
razonamiento de que era inocente y los llantos de mi madre no le sirvieron de
nada, usted a sangre fría le metió dos balas en la nuca.
Permaneciendo de rodillas, le puse el revolver en la
nuca y por dos veces apreté el gatillo. Se tambaleó hacia un lado como un
muñeco. Me puse los guantes lo más rápido que pude y lo arrastré por un brazo
hasta la cuneta de la carretera. Me subí a la moto y a toda velocidad me fui a
mi casa. De lo ocurrido no le comenté una sola palabra a mi madre, seguramente
ya no se acordaba del asesino de su marido. Si posteriormente por casualidad oyó
hablar del asesinato de Gumersindo, no lo relacionó con él hombre que años
atrás había matado a su marido, ni por supuesto que el asesinato fue obra mía.
Los tres o
cuatro días que conviví con ella en su casa de Galicia, tras cumplir el
juramento, no hablamos para nada de ello. Mi madre no se enteró nunca del
nombre del asesino de mi padre, no me pareció oportuno decírselo cuando lo
reconocí en el Ayuntamiento; tardó bastante en saber que el antiguo alcalde
había fallecido asesinado, ya que su aldea estaba un poco alejada de la nuestra.
Durante estos días nadie en la parroquia y en las parroquias colindantes,
sospechaba que yo había sido el homicida. Así que me dediqué a hacer
desaparecer el revólver; mi intención era tirarlo al mar Cantábrico, luego
recapacité y decidí enterrarlo en el monte envuelto con un plástico en medio de
eucaliptos, con las cuatro balas que me quedaban, por si algún día lo
necesitaba.
Sin la más mínima sospecha hacia mi persona, regresé
a Baracaldo y allí seguí trabajando como si nada hubiese ocurrido.
En el mes de junio siguiente, Nekane y yo decidimos
casarnos. Mi mujer muy influenciada por la religión cristiana como la mayoría
de los vascos, hizo todo lo posible para que me fuera a confesar, me costó
acercarme al confesionario. Ahora bien, ya que estaba delante del confesor, le
conté el drama de mi familia y el mío propio, me dijo:
-¡Pero hombre! ¿Cómo ha podido hacer usted eso? Las
venganzas nunca son buenas, debió de ser la justicia la que lo condenara por el
asesinato de su padre.
Padre, si no hubiese tomado la justicia por mi mano,
teniendo en cuenta como actúa la justicia en España, Gumersindo nunca hubiese
sido procesado e inculpado.
Tras la boda, mi mujer durante la luna de miel,
deseaba recorrer Galicia, se lo acepté de inmediato ya que mi ilusión era
conocer mi tierra, que por las circunstancias hasta la fecha, no había salido
de los alrededores de mi aldea y de las ciudades solo conocía Santiago de Compostela.
Durante doce días visitamos lo más bonito de
Galicia, luego pasamos por la casa de mi madre para estar con ellas cuarenta y
ocho horas y retornamos a Euskadi. Me reincorporé al trabajo y viví tranquilo
toda mi vida sin que la guardia civil ni la policía nacional, me culpasen del
asesinato cometido.
Tuvimos dos hijos y después de treinta y cinco años
de matrimonio, me jubilé. Como la relación con mi mujer no iba del todo bien,
de muto acuerdo nos separamos; mi mujer se quedó con el piso, y yo tras la muerte
de mi madre, restauré su casa de Galicia y allí me quedé a vivir hasta la fecha.
Después de recorrer no se cuantos balnearios de
Galicia, el Inserso me envió a un balneario de la Rioja, en donde conocí al
relatador, nos hicimos amigos y le conté mi historia, de cómo vengué la muerte
de mi padre.
Fin.
Este relato está basado en un hecho real, lo narro
tal como me lo contó su protagonista, Carlos, cuando nos hicimos amigos,
disfrutando junto a otros jubilados, de las propiedades terapéuticas de las
aguas de un balneario de la Rioja.
Poco tiempo después me enteré de su muerte.
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