sábado, 7 de julio de 2012

TEODORO Y LA REINA LUPA



Florentino Fernández Botana
                                                                                     
 Durante los dos últimos siglos fue pasando de generación en generación, la creencia de que en las faldas del Pico Sacro existía una cueva en donde Teodoro, el discípulo mas querido del apóstol Santiago, había dejado oculto un pequeño tesoro tras su muerte, ocurrida precisamente sobre la emblemática y sagrada montaña, conocida en toda Galicia con el nombre de Pico Sacro (Montaña sagrada).
Un día un muchacho de mi aldea, situada al suroeste de las laderas del cerro, estando de guardián apacentando su ganado, vio entrar al interior de una cueva, protegida por una gran roca, a un animal. Como yo era el único licenciado del pueblo, y sabedor el chico, de que me dedicaba en mi tiempo libre a la busca de restos arqueológicos, me lo comunicó.
Acudimos al lugar y pudimos comprobar que el animal se introducía en su interior por una muy estrecha hendidura abierta en la roca, que casi se nos hacía difícil acceder a nosotros, suponemos que también tendrían los mismos problemas los antiguos, ya que como pudimos probar posteriormente, la cueva estuvo habitada. Observando desde fuera pudimos comprobar que se trataba de una loba que protegía a sus tres lobeznos. No pudo escoger mejor sitio ya que la roca al ser de cuarzo como toda la montaña, impedía que se filtrase una sola gota de agua a la parte de dentro, excepto cuando el viento del sur empujaba un poco de lluvia por la abertura, situada hacia el suroeste,
Esperamos que saliera el mamífero al exterior y teniendo cuidado de no pisar a los cachorros, accedimos a su interior y nos quedamos completamente absortos de lo que allí pudimos observar: sesenta y dos monedas de la república romana y de la primera época del Imperio. La colección la componían denarios de plata de La república y de los primeros césares; ases, dupondios y sestercios, también de los primeros emperadores, desde Octavio a Antonino Pío; así como algunas figuras geométricas de bronce de tipo celta; mas cuatro manuscritos sobre papiro y pergamino, enrollados en rodillos de madera, en bastante mal estado de conservación, de valor incalculable una vez que los entendidos los consideraron auténticos del siglo I después de Cristo.
No hay duda que la cueva estuvo habitada en la antigüedad, pues en la base de todo su perímetro se sitúa una repisa baja para sentarse y acostarse, y sobre ella corre otra repisa para sostener los utensilios propios de la vivienda: de caza y pesca ya que no lejos de allí corren las aguas de un río.
Las monedas las metí en los bolsillos de la americana y aún las conservo hoy en día en mi poder.
Los manuscritos que recogimos con mucho cuidado, estaban escritos en latín, y una vez traducidos pudimos comprobar, que en dos de ellos narran la historia de Teodoro; desde que debe cumplir el mandato de su maestro el apóstol Santiago, de dar sepultura a su cadáver, que traído desde la Galilea, espera dentro de un sepulcro de piedra en el puerto de Iría Flavia; hasta que Teodoro encuentra su muerte en la cima del Pico Sacro.

Como luego diré, de los cuatro manuscritos dos se han perdido, suponemos que narrarían la odisea que tuvieron que vivir Teodoro y Atanasio, para trasladar el cadáver del Apóstol desde Palestina en donde lo embarcaron hasta la antigua Gallaecia. Y el viaje que inicia Santiago a la Galilea por la muerte de su madre, partiendo de Artúrica (Astorga) hasta Betsaida su tierra natal.

Llevábamos una temporada trabajando normalmente, y como todos los años asistí a un congreso que se celebraba en Barcelona. Cuando llegó la hora de partir para dicha ciudad, decidí llevarme los manuscritos y buscar a algún profesor de latín que pudiese traducírmelos.

 En relación a los rollos parte escritos en papiro y parte en cuero, me indicó mi amigo Emilio, que se podían traducir en Santiago, existían muchos profesores de latín, capacitados para hacerlo.

El problema radicaba en mi persona, ya que desde que hallé los rollos en el Pico Sacro, tenía la obsesión de que la traducción se debía de llevar a cabo lejos de Galicia. No deseaba bajo ningún pretexto que se enterasen en Santiago de su existencia. Darlos a conocer en Santiago, me hubiesen dejado inquieto, y no era para menos, ya que unos escritos tan antiguos no se encuentran todos los días. ¿Qué mejor idea que llevarlos al otro extremo de la Península y que los tradujera una persona anónima? Que hiciera el trabajo, cobrara sus honorarios, sin preguntar nada al respecto.

Me costó bastante encontrar a esa persona. Me hospedé en un mesón situado en el Paseo de Bonanova. Por un asunto relacionado con el congreso, pasé a hablar con el Secretario y le pregunté si conocía a alguna persona que se dedicara a traducir escritos en latín.
-Aquí- le dije-, con lo grande que es esta ciudad, tienen que existir muchas personas que se dediquen a ello.
-Conozco a uno que nos traduce a nosotros algunas revistas extranjeras, posee grandes conocimientos. Tenía una plaza de profesor de lenguas clásicas en la Universidad Autónoma, pero el alcohol y la droga hicieron que no cumpliese el horario y que fuese expulsado. Desde entonces se dedica a traducciones particulares. Vive muy cerca de aquí, en una bohardilla de la calle Montaner. Yo mismo le acompaño, pues como nos hace muchos trabajos, si voy con usted le atenderá mejor.

Tanto del hombre como del lugar en donde vivía, saqué muy mala impresión. Se llamaba Esteban Flotast y parecía un auténtico mendigo: cara demacrada, ojos hundidos, mal vestido etc., en la casa todo estaba en desorden, con los papeles tirados por todos los lados; y si eso fuera poco, la cama parecía la de un oso, la basura olía mal y la suciedad imperaba por todas partes, tanto en las paredes como en el suelo.

Me lo presentó el Secretario, el cual pasó cierta vergüenza ajena por el aspecto del hombre y por el lugar en donde habitaba. Quedé de llevarle los escritos al día siguiente por la mañana, al llegar me comentó que para la semana que viene (era sábado), tenía muchos escritos para traducir.
-Así que los tendrá usted traducidos dentro de quince días,-afirmó.
-El problema -le dije-, es que mañana yo me voy a Navarra y a lo mejor tardo unos días en regresar a Barcelona.
-Es igual, usted los tendrá traducidos dentro de quince días, si tarda más en venir a recogerlos, aquí estarán ¡No creo que me los roben! A veces se me olvida cerrar la puerta, pero nunca me han llevado nada. Los ladrones lo que buscan es dinero y ya saben que en mi casa no lo van a encontrar, es igual que entren de día que de noche.
-Bueno, dinero no tendrá usted dentro de la bohardilla, pero mis rollos guárdelos en lugar seguro, tienen un gran valor; aún no los tengo del todo documentados, ni se lo que pueden valer. Ahora bien, por su antigüedad y por el autor, son auténticos tesoros.
-No está demás saberlo, ¿Los tiene asegurados?
-No, tengo el acta notarial de que son de mi propiedad.
-Mañana me los trae y una vez que yo los vea, acordamos el precio de lo que le cuesta traducirlos.
A la mañana siguiente, saqué del armario la bolsa de viaje tipo mochila, en donde los tenía guardados y me dirigí a la casa del tal Esteban. Debía de estar dormido ya que me abrió después de varias llamadas a la puerta con los nudillos de la mano, el timbre brillaba por su ausencia.
Entré al interior, abrí la bolsa y fui sacando uno a uno los cuatro rollos, los observó con detenimiento y me dijo:
Que podían ser fáciles o difíciles de traducir, intentaré hacerlo lo mejor que pueda.
-Están escritos en latín, antiguamente igual que ahora, los que escribían en latín, le sucedía lo mismo que los que escriben en castellano: Pueden ser cultos y escribirlo bien o incultos y hacerlo con faltas de ortografía; con ello quiero decir que pueden ser fáciles o difíciles de traducir. Intentaré hacerlo lo mejor que pueda. Después de decirme que me cobraría cien euros por cada rollo, nos despedimos. Regresé al hotel, preparé la maleta, llamé a un taxi para que me llevara a la estación del tren e inicié el viaje de regreso a Navarra.

Totalmente atareado con las consultas de mañana y tarde, no encontraba un fin de semana libre para acudir a Barcelona a recoger los rollos y los folios traducidos. Como Esteban no me llamaba y sin tener la seguridad de que había hecho el trabajo, no quise exponerme a realizar un viaje de más de trescientos kilómetros sin saber nada del encargo: así que lo fui dejando un poco más de un mes, al final del cual decidí acercarme a Barcelona.

Al bajar del tren paré el primer taxi que pasó a mi lado, le di la dirección a donde tenía que llevarme: me subió por la avenida de Sarriá, se desvió hacia la derecha por el Paseo de Bonanova, y llegamos al inicio de la calle Montaner. Le indiqué al taxista que me dejara allí.

Lentamente caminé unos seiscientos metros y llegué al edificio en donde en lo alto, se hallaba la sucia casa de Esteban. El ascensor no llegaba hasta el final, así que salí de la cabina a la altura de la planta trece y subí hasta la puerta de su buhardilla. Después de varias llamadas, me abrió el hombre, con barba de varios días, con un aspecto sucio y desorientado. Pronto me di cuenta que estaba ebrio y bajo los efectos de la cocaína. No se acordaba de mí para nada ni de mi nombre.

Tenía que haberle hecho una visita al Secretario para que me acompañara, así tendría un testigo de que le había dejado cuatro rollos. No lo hice, decidí acudir yo solo, acompañado de mi arma del nueve corto con su correspondiente silenciador.
Al verme comenzó a moverse inquieto por la habitación, y al rato me dijo:
-¡Ah Sí!, ahora me acuerdo. Primero me entregó cuatro folios traducidos de los rollos, que me parecían muy pocos, dada la extensión de los papiros escritos alrededor de los cuatro rollos que los sujetaban; luego abrió el armario y sacó la bolsa con solo dos manuscritos dentro.
-Ahí los tiene traducidos, su trabajo me costó.
-Eran cuatro rollos, vuelva a mirar dentro del armario que faltan dos rollos. Le dejé cuatro, no dos.
-No me dejó más que dos.
-Le repito que eran cuatro- le grité muy enfadado-.
Como el hombre se empeñaba en que le había dejado solo dos, saqué la pistola de la cartuchera y el silenciador del bolsillo de la americana y me dispuse a unir ambas piezas. Esteban, que no se tenía de pie por el estado de embriaguez que llevaba encima, se sentó en un viejo taburete no percatándose de la presencia de mi arma. Volví a repetirle que quería los dos rollos que me faltaban y que no estaba dispuesto a perderlos. Al oír mis gritos me miró y al observar el arma intentó huir. No le di tiempo, actuando todo lo rápido que pude, me lancé sobre él y le puse el cañón del arma en la nuca.
-Dime en donde están los otros dos rollos o no traduces más escritos. Canta cuanto sepas o te meto las seis balas del cargador en el cerebro, que nadie oirá y en menos de un minuto te ves en el infierno.

Comenzó a llorar, rogándome que no le matara; se tiró al suelo retorciéndose como una serpiente. Me tiró delante de mí quinientos euros, diciéndome, que se los había vendido a un anticuario de la calle Diagonal por ese dinero.

Le di un puntapié al dinero, hacia donde él se encontraba, con la pistola en la mano recogí los folios traducidos y la bolsa con los dos rollos y le advertí antes de salir, que si llamaba a su comprador y le decía que yo me dirigía hacia allí, no viviría para contarlo.

Lo dejé llorando como un niño. Con un humor de perros cerré la puerta con un gran estruendo, la volví a abrir y fui hacia donde él se hallaba. Por cierto, no te aconsejo que te muevas de aquí hasta que yo vuelva. Si no recupero los dos rollos y al volver no te encuentro en la buhardilla, te buscaré y te mataré como a un cerdo.

Entre en el ascensor, salí de la cabina en la planta cero, bajé las escaleras de acceso, abrí la puerta y me encontré en la calle. Tomé la dirección sur hacia la Diagonal para intentar hablar con el anticuario, el comprador de los rollos.

Su tienda ya la conocía, pus delante de esas tiendas suelen poner las ferias del mueble, entré en su interior y me encontré con un hombre de mediana edad, pequeña estatura, flaco de cara con un bigotillo que le proporcionaba el aspecto de un judío de la Edad Media de Toledo, y aunque no se lo pregunté, seguramente fuese judío.

Después del correspondiente saludo, me interesé por alguno de los objetos antiguos que tenía a la vista. En realidad- le dije-, me interesan más dos rollos antiguos escritos en papiro o en pergamino, que usted ha comprado no hace mucho a un traductor de la calle Montaner, iguales a estos que llevo yo dentro de esta bolsa; espero que me pueda demostrar que son de su propiedad. En otras palabras, si los tiene documentados y si el que se los vendió era su dueño.

Lo observé con detenimiento y lo aprecié muy nervioso. Así que antes de que pudiese poner en funcionamiento algún sistema de alarma, o que echase mano al teléfono; saqué la pistola con el silenciador puesto, y apuntándole, le ordené que cerrase la puerta con cuidado, que no hiciese ningún movimiento raro; y si quería conservar la vida, que me entregase la llave y que se arrimara a la pared.
-¿Quién es usted? –Me preguntó-.
-Un detective privado, que intenta recuperar esos dos rollos, igual que he recuperado estos que llevo aquí; le ruego que vaya desembuchando todo lo referente a los rollos que compró, si es que aprecia la vida.
-Donde tiene instalada la alarma y el botón de su control.
-No tengo alarma, me contestó.
-No le hubiese valido de nada, si viniese la policía, yo con enseñarle mi documentación lo tendría todo arreglado y usted iría a la cárcel por ladrón. El que se los vendió, Esteban, cantaría igual que un ruiseñor. Le saqué el móvil de su bolsillo y la corté el cable del teléfono fijo. Le volví a repetir en voz alta, que me dijera todo lo que sabía de los rollos y en donde los guardaba.
-Se los compré a un traductor de la calle Montaner. Un alcohólico y drogadito, que yo conozco desde hace tiempo. Cuando yo fui a visitarlo, me dijo que se los había comprado a un cliente, que necesitaba el dinero y que no sabía como se llamaba.
-¿Se los compró sin saber que eran suyos, y sin exigirle ningún documento de que él era su propietario? En una palabra quiso usted aprovecharse de las circunstancias del individuo.
-Me pidió por ellos quinientos euros, por ese precio no se le podía exigir nada.
-Y usted se aprovechó de un alcohólico para hacerse con unos documentos que sabía que no podían ser suyos, sino de alguna persona que se los había llevado para que se los tradujera.
-Saqué del bolsillo interior de la americana, el acta notarial que indicaba que los manuscritos tenían dueño. Le ruego que me los devuelva y retiraré el arma, le doy los quinientos euros que pagó por ellos y todo arreglado
-No los tengo en mi poder, se los vendí hace unos días a un anticuario judío de Alejandría.
-Cogí un cuaderno de notas y un bolígrafo que estaban sobre la mesa, con la punta del cañón de la pistola sobre su nuca, le indiqué que escribiese el nombre y la dirección del judío de Alejandría, al que se los había vendido.
Escribió que se llamaba Benjamín Shalit, y que tenía la tienda en la plaza de la República.
Una vez que lo escribió, guardé la libreta con los datos en el bolsillo de la americana, y le dije:
-Si me engaña, solo vivirá el tiempo que me lleve en acudir y regresar de Alejandría, porque a la vuelta, le juro que lo mataré. ¿Por cuánto se los vendió?
-Por tres mil euros.
-Démelos, por el robo que ha cometido.
-No dispongo aquí de esa cantidad.
Le ordené que abriese la boca, le introduje el cañón de la pistola y sin sacárselo, el hombre como pudo abrió con su mano izquierda un cajón de su mesa y sacó una llave, con la cabeza me indicó que le llevara hacia el armario, situado detrás de la mesa, abrió una caja fuerte portátil y sacó el dinero que guardaba.

Con un golpe seco se lo quité de la mano y lo metí en un bolsillo de los pantalones.
-Se lo devolveré cuando recupere los rollos, descontando por supuesto los gastos que usted me ha ocasionado, y si no hay suficiente volveré por el resto.

Retiré el cañón de la pistola de su boca y pude observar que se le habían relajado los esfínteres. Abrí del todo la puerta exterior, le miré con desprecio y le dije:
Por su bien, le sugiero que no cuente nada de lo ocurrido. Lo dejo vivo porque no tiene usted mucha culpa como para matarlo. Comprenderá que mi obligación es recuperarlos ya que a mi cliente le costó mucho dinero encontrarlos y no está dispuesto a perderlo.

Cerré la puerta, salí a la calle y paré el primer taxi libre que pasaba por allí para que me trasladara a la estación del tren. No tuve ni tiempo de sacar el billete, pues arrancaba en ese momento. En el interior hablé con el acomodador para que me proporcionara uno; me indicó el departamento que me correspondía y me vine a Navarra con solo dos rollos traducidos.

Al llegar a Tudela, por las noches después de acostarme, ya que de día no me quedaba tiempo, emprendí la tarea de leer lo traducido por Esteban. Tenía la sospecha de que me podía haber engañado o que los hubiese confundido con otros, puesto que estaba todo el día bebido. Cuando llevaba leído la primera página del texto, aunque mi conocimiento del latín solo se limitaba a lo aprendido en el bachillerato, me fui dando cuenta que la traducción se adaptaba a lo escrito en los dos rollos que me había traído de Barcelona.

Para más certeza de que lo que yo pensaba era cierto, acudí a un hermano de un amigo mío, monje y profesor de latín del colegio que la Orden tenía en Navarra, quien me certificó que la traducción correspondía a lo escrito en latín en los dos manuscritos que le había dejado.

También me dijo que la historia que el autor nos quería narrar estaba incompleta, seguramente sería el final de una leyenda, que pudo ocurrir en la antigua Gallaecia en relación con la Doctrina de Cristo. Por entonces -me manifestó-, ya existía literatura fruto de la imaginación como en la actualidad. Lo más curioso del caso fue, de que no me habló una sola palabra de los personajes que aparecían en los textos, a pesar de que era monje y por lo tanto debía de saber que Teodoro era el discípulo mas querido del apóstol Santiago. Se limitó a revisar lo escrito y ni una palabra de su contenido.

Saqué la conclusión de que tampoco este monje creía mucho en la venida a Galicia del Apóstol a predicar la Doctrina de Jesús, y por supuesto tampoco de que sus discípulos habían traído su cuerpo a sepultar a la Gallaecia como era su deseo.

Para no quedar con las dudas, me interesaba mucho hablar con este monje, más que nada por conocer otra opinión más de la hipotética presencia de Santiago entre los gallegos. Así que un domingo me aproximé al pueblo de Marcilla que es en donde está situado el colegio de dicha Orden. Lo invité a comer en un pueblo cercano, como el monje no iba vestido con el hábito sino como los seglares, no tuvo problema para aceptar mi invitación.

Durante la comida me dijo que tenía muchas dudas de que los restos que se conservan dentro del sepulcro de la cripta de la catedral de Santiago, fuesen los del apóstol Santiago
-Más controversias genera -le indiqué yo-, entre los versados en la historia antigua cristiana, que sean los de Prisciliano, debido a lo siguiente:

En el siglo I después de Cristo, la creencia en la resurrección de los muertos, trajo consigo la construcción de los cementerios, situados en la afueras de los castros y ciudades celta-romanas. En un principio eran privados, pero a medida que iba en aumento el número de cristianos, se fueron haciendo públicos. Por cuestión de higiene, lo más normal sería que Prisciliano, fuese sepultado en un camposanto de una de las múltiples ciudades de entonces.
-Es una hipótesis -me manifestó el monje-, pero los partidarios de que el cadáver decapitado de Prisciliano es el que ocupa el sarcófago, se apoyan en que por tratarse de un hereje, los ortodoxos cristianos no permitirían enterrarlo en un Huerto del Señor. Entonces a sus discípulos no les quedaría otra opción que depositar el cuerpo dentro de un sepulcro bajo tierra en un campo (Compostela), y levantar sobre la tumba un pequeño templo funerario, construcción muy frecuente en tiempos de los primeros cristianos sobre sepulturas de personas importantes.  
Al tardar tres o cuatro siglos en encontrar la tumba (año 8l8 d.C.), el templo al deteriorarse se convirtió en un simple edículo, cuyos restos afloraban en lo que era por entonces el bosque de Libretón.
Después de discutir dos o tres horas, lo dejamos, y basándome en lo que me dijo el monje de la traducción, llegué a la conclusión de que Esteban, había vendido los otros dos rollos antes de iniciar la traducción, y que no se preocupó para nada que parte de la historia componían, si era la primera parte, la última o la central. Le interesaría tanto el dinero que sacó de la bolsa al azar dos rollos para vendérselos al comprador.
Los dos manuscritos que me devolvió Esteban, describían los acontecimientos más importantes de la estancia en la Gallaecia de Teodoro, tras la muerte de su maestro Santiago, continuando y evangelizando su doctrina hasta su muerte. Esto indicaría que para completar la historia, quedaba dos partes importantes por describir. Desde que Santiago inicia el viaje a la Galilea por la muerte de su madre, partiendo de “Artúrica” (Astorga) hasta Betsaida; y el regreso de sus restos una vez decapitado, traídos en una barca por sus discípulos hasta Iría Flavía. Que como es de suponer se narrarían en los dos rollos que vendió Esteban.
Aproveché la primera ocasión para desplazarme a Alejandría, con la intención de recuperar los dos rollos que desde Barcelona suponíamos que aún estarían en aquella ciudad. Yo de ningún modo estaba dispuesto a perderlos, después de de la suerte que había tenido para encontrarlos.
Tomé un vuelo en Madrid con rumbo a Egipto, aterricé en el aeropuerto del Cairo, allí me subí al tren y al amanecer llegaba en Alejandría a la Plaza de la República. Rápidamente localicé la tienda y pude comprobar que estaba cerrada por enfermedad. Seguramente el judío había recibido un chivatazo desde Barcelona y decidió cerrarla por un tiempo para librarse de un acoso similar al que recibió el judío de Barcelona.
Estuve en Alejandría unos quince días, hasta que decidí por aborrecimiento abandonar la ciudad, con la intención de volver de nuevo más adelante cuando el judío ya no se acordase de mí, y se le diese por abrir la tienda. Estaba convencido que tarde o temprano me haría con los manuscritos.
Durante ese tiempo no pude hacerme con los rollos; pero si conocer a una hermosa muchacha egipcia, que me la traje a Navarra y la hice mi compañera sentimental. Mi idea era que por medio de su familia, podía saber con seguridad cuando el hombre se le diese ya por abrir la tienda, para poder acudir yo a rescatar los manuscritos.
La muchacha que se llamaba Samira, era cristiana ortodoxa. Debía de ser muy practicante, pues en Navarra acudía a todos los actos religiosos, a pesar de ser católicos. A ella le daba igual con tal de que siguieran la Doctrina de Cristo.
La chica al principio se sentía muy feliz a mi lado, y le prometí llevarla a Galicia para que pudiese orar ante la tumba del Apóstol. Como por el momento tenía libre solo los fines de semana,- le dije.
-¡Lo siento cariño! Pero dos días son insuficientes para recorrer Galicia. Este tiempo se precisa solo para el viaje de ida y vuelta; te prometo que cuando tenga ocho o diez días de vacaciones te llevaré hasta allí. Así podrás rezar al Apóstol y visitar el Pico Sacro, un lugar emblemático y maravilloso en donde Teodoro conoció a la “reina” Lupa y encontró su muerte.
-¡Pues cuéntame otra vez la historia de Teodoro y Lupa-
-Te la voy a contar, pero puedes leerla tú en la traducción que me han hecho de los manuscritos que encontré. Los tienes en un armario del cuarto de estar.
-No, ¡Cuéntamela tú!
Todas las noches al acostarnos le tenía que contar la historia de Teodoro y Lupa; como cuando iba por la mitad, se quedaba dormida, al día siguiente no me quedaba otra opción que volver a repetírsela.
La traducción que me han hecho de los manuscritos, dice así:
“Al llegar a Iría Flavía, Teodoro dejó bien atada la barca en su pequeño puerto con el sarcófago de piedra, en cuyo interior descansaba el cuerpo del Apóstol, custodiado por sus amigos: Atanasio y Torcuato, que le habían ayudado a conducir la embarcación desde que los dejó Jasón hasta este lugar.
Teodoro salió de Padrón siguiendo la orilla derecha del río Ulla, en contra de la corriente aguas arriba, buscando un par de bueyes para poder transportar el sarcófago hasta donde los condujera la estrella que los guiaba.
Llegó a la población actual de Puente Vea, en donde se levantaba un pequeño castro. Por desgracia para Teodoro, sus habitantes vivían de la pesca y de la caza, y al no trabajar la tierra, no poseían los animales que Teodoro necesitaba. Le aconsejaron que siguiera adelante, tal vez en el castro de Teo pudiese alquilar un carro y dos bueyes para unos días. Aquí lo único que pudieron hacer por él, fue indicarle nuevamente que se dirigiera más al norte.
-¿Ve usted aquella montaña en forma de cono?
-Sí, la veo perfectamente.
-Pues es allí adonde tiene que acudir si precisa un par buenos bueyes. La reina Lupa cuenta con varias decenas de esos animales, paciendo sueltos en las faldas del Pico Sacro. No creemos que le sirvan para tirar de un carro, se trata de ganado bravo que nunca llevó un yugo sobre su cuello ni tiró de un arado. Los tienen para criar terneros que le suministren carne fresca a la tribu asentada en un castro al otro lado del río. De aquí tendrá usted que pasar por el castro de Sarandon, luego por el de Puente Ulla y se acerca a uno situado en lo alto de un cerro al que llaman Castro del Río. Allí le indicarán el camino hasta el Pico sacro, siguiendo la ladera sur de la Sierra, hasta llegar a su cumbre.
Cuando llegó al castro alto (la aldea que se construyó sobre sus ruinas, se le conoce desde la Edad Media hasta la fecha, con el nombre de San Miguel de Castro), situado en la orilla izquierda del río, lo encontro´desierto. Los hombres habían acudido al frente de batalla a luchar contra los romanos; las mujeres y los niños para más seguridad fueron trasladados al Pico Sacro, instalándose en tiendas construidas con pieles de animales. Esto fue lo que le dijo un pastor que cuidaba de su rebaño en las orillas del río Ulla, al norte de dicho castro. Le indicó también el camino a seguir, y Teodoro se dirigió por las laderas de la montaña en busca de Lupa. Necesitaba que esta le proporcionara los cabestros que tirasen del carro, para trasladar el cuerpo de Santiago, hasta el lugar elegido para ser sepultado, conocido como el Campo de la Estrella (Compostela)
Al llegar a la montaña sagrada, se encontró con una niña de unos diez años, que jugaba en los alrededores del provisional castro, que le indicó la tienda de la mujer por la que preguntaba: la “reina” de la tribu, Lupa. Se acercó a su tienda y encontró a Lupa sentada a la entrada de su “casa”; una hermosa mujer de unos veintiocho –treinta años, con cabello del color del oro recogido en una trenza a su espalda. En aquel momento estaba hilando con su roca y su fusa, intentando confeccionar una capucha (abolla) y probablemente, por los hilos y resto del material allí presente, un manto largo. Se aproximaba el invierno y había que abrigarse, ya que en la montaña el frío se comenzaba a notar. Así se lo hizo saber a Teodoro, una vez que este la saludó amablemente.
-¿Usted con esa túnica no tendrá frío? Supongo que será un sacerdote de la nueva religión que quiere que adoptemos y vendrá a hablarnos de ella.
-Sí, soy un discípulo del desaparecido apóstol Santiago, que como debe saber, se dedicó a evangelizar la religión a la que usted se refiere. Se le conoce con el nombre de Cristianismo y nuestra intención es que la conozcan por ser la verdadera, y no se la queremos imponer a nadie, sino darla a conocer y que la practique el que lo desee.
Ella había oído hablar de dicha religión, y le indicó que su tribu practicaba otro culto: adoraban a los dioses de los ríos, de las fuentes termales y a un sin fin de de deidades que Lupa le fue nombrando al sacerdote, sin que le hablase para nada del druidismo, cosa que le extrañó a nuestro protagonista. Tal vez Lupa pensaba que Teodoro era romano, pues el emperador Claudio al subir al poder el año cuarenta y uno después de C., abolió esta religión tribal en toda la Gallaecia.
(La religión conocida con el nombre de druidismo estaba muy extendida por el territorio ocupado por los celtas. Giraba en torno a un dios único, de ahí que los romanos de los tres primeros siglos después de C., politeístas, la persiguieran hasta su desaparición).
-¿De donde vienes?- Le preguntó Lupa-.
-De Iría Flavia, siguiendo el río, busco alguna tribu que entre sus manadas de animales cuenten con bueyes. Las indicaciones de los habitantes de otros castros, me han conducido hasta aquí, pues me han dicho que entre tus rebaños pastaban decenas de bueyes.
-¿Para que los necesitas?
-Mi maestro Santiago, que estoy seguro que has oído hablar de Él, estando en la Gallaecia, por la muerte de su madre hizo un viaje a su tierra, la Galilea, allí en donde vivió y predicó su Doctrina el Maestro de Nazaret. Por ser su discípulo y por satisfacer a judíos y romanos que odiaban a los cristianos, el rey de los judíos Herodes Agripa, le mandó decapitar. Era su deseo ser sepultado aquí en la Gallaecia, en donde realizó una gran labor evangelizadora, llevando la Doctrina de Cristo por todo su territorio. Para eso estoy yo aquí, en busca de una pareja de bueyes, para que me puedan transportar desde Iría Flavia su sarcófago hasta un lugar determinado, que nos lo indicará una estrella que nos viene guiando desde su tierra. En donde ella se pare, allí lo sepultaremos.
-¿Supongo que no habrás comido desde que saliste de allí?
-Me dieron algo de comer en los castros, por los que he pasado desde Iría Flavia hasta aquí. Desde la última comida ya ha pasado mucho tiempo.
-Pasa al interior de la tienda para que comas de lo que tengo cocinado: un poco de carne a la brasa.
Teodoro al observar de cerca aquella mujer, quedó impresionado de su belleza, además le agradaba su comportamiento con un hombre extraño que no había visto jamás.
Lupa admiraba la seriedad y lo bien que se expresaba aquel hombre, la fidelidad y los sentimientos hacia su Maestro, que decían mucho a favor de su persona, dispuesto costase lo que le costase a cumplir la promesa de sepultarlo en la tierra que deseaba.
-Los bueyes están en el campo, no veo problema alguno para que los lleves por unos días para que te puedan trasladar el cadáver de tu Maestro hasta el lugar del enterramiento. Tengo que decirte, que se trata de ganado bravo y se te hará difícil de apresar. ¿Has traído alguna cuerda para que los puedas atar?
-No señora, esperaba que usted me la proporcionara.
-Toma este hilo que acabo de hilar, si los puedes prender con él, te los puedes llevar para siempre.
-Gracias, voy a intentar apresarlos.
Teodoro, se dirigió hacia donde estaban pastando los animales, ante el asombro de Lupa se dejaron coger y atar con el hilo sin violencia alguna.
Cuando observó Lupa a Teodoro conducir los bueyes, siguiéndole como si fueran dos mansos corderos, solo pudo pensar que se trataba de cosas de meigas (brujas), o que el sacerdote estaba iluminado pos sus dioses.
Desde ese momento deseaba saber más de ese hombre, y le rogó a sus dioses que se lo devolvieran una vez terminada la promesa de dar sepultura a su Maestro.
Teodoro condujo el ganado hacia el sur camino de Iría Flavia. Sus discípulos una vez crucificado su Maestro, para dejar constancia del hecho, dejaron plasmados en los muros del trayecto, inscripciones en donde hacían constar, que por allí por mandato divino, los bueyes bravos siguieron mansamente a Teodoro.
Estas inscripciones al ir deteriorándose con el tiempo, fueron sustituidas en los siglos VI y VII por otras similares, algunas aún persisten en la actualidad.
Al llegar a su destino, su amigo Atanasio se alegró por la presencia de los bueyes, y le manifestó:
Nos hace falta un yugo para enyugar a los bueyes, el carro para poder colocar el sarcófago, mientras estuviste fuera, lo hemos buscado nosotros, pero solo hemos podido encontrar uno construido hace muchos años; esperemos que pueda soportar el peso del sarcófago hasta su destino. Nos lo han dejado con la condición de que se lo devolvamos a la vuelta del viaje.
Los dos amigos se fueron en busca de un yugo, no tardaron en encontrarlo. Regresaron al lugar en donde habían dejado la caja mortuoria y los bueyes, y se dispusieron a cargarlo e iniciar el camino hacia el lugar del enterramiento.
La estrella que los guiaba se detuvo en un campo conocido con el nombre de Arca Marmórica, allí excavaron la tumba y lo sepultaron. Según nos cuenta Teodoro, sus amigos Atanasio y Torcuato levantaron en el lugar un pequeño templo funerario sobre sus reliquias.
Ese templo con el tiempo fue derribado por los árabes, quedando convertido en un edículo en medio de un montón de escombros, que afloraba en lo que por entonces (cuando se encontró la tumba), se conocía como el bosque de Libretón.
Teodoro, nos viene a decir, que la estrella que los guiaba dejó de moverse sobre el campo. Los bueyes que tiraban del carro, se quedaron quietos y no había manera de hacerlos andar; entonces los discípulos que transportaban el cadáver, interpretaron que aquel campo era el escogido para dar sepultura al Apóstol, de ahí el nombre de Campo de la Estrella, del que derivó más tarde Compostela.
Una ves que sepultaron a Santiago, Teodoro, aunque los bueyes se los había regalado Lupa, estaba deseando llegar a Iría Flavia, dejar el carro y el yugo, atar a los animales y devolvérselos a Lupa. Sería una buena razón para volver a verla. Desde el momento que habían estado solos en la tienda y pudo comprobar su belleza, no pensaba en otra cosa que estar a su lado.
El maestro Jesús de Nazaret y alguno de sus discípulos, manifestaban que para dedicarse a la evangelización de la Doctrina Ortodoxa de Cristo, la mujer sería un estorbo; que me perdone Jesús que no esté de acuerdo con ÉL- pensaba Teodoro para si mismo-, yo me siento hombre y el matrimonio con la bendición de Dios, es el estado mas satisfactorio al que puede aspirar un cristiano.
Bien lo sabe el Señor, que mis intenciones con Lupa son honestas, con solo verla un día, ha dejado en mí una huella tan profunda, hasta el extremo de que me casaría con ella si me lo pidiese, y jamás la engañaría con otra mujer.
Inmerso en estos pensamientos caminaba Teodoro con los bueyes a orillas del río Ulla, aguas arriba, deseando llegar cuanto antes a esa montaña, en donde se le había despertado el instinto del amor.
Al llegar a las faldas del Pico Sacro, soltó los bueyes junto con los demás animales y subió hasta la tienda de Lupa. La encontró en sus alrededores preparando la comida, rodeada de unos cuantos niños que observaban su arte culinario preparando el potaje.
Miro hacia el sendero y le extrañó al ver que se acercaba la figura del sacerdote.
-¿A que has venido? Si buscas comida aún no está hecha.
-A devolverte los bueyes y agradecerte tu buena acción de habérmelos dejado.
-No hacía falta, ya te dije que te podías quedar con ellos. Tú fuiste el único que por arte de magia has conseguido domesticarlos, te hubiesen venido bien para desplazarte de un lugar para otro, en la misión de captar adeptos a tu causa religiosa.
El motivo de traerte los bueyes, no es otro que el poder verte otra vez. Desde el día que te conocí, no hago otra cosa que pensar en ti, tu figura se me aparece hasta en sueños. Quiero estar siempre a tu lado, tener hijos contigo y ser felices toda la vida.
Lupa se quedó deslumbrada por la rápida declaración de amor de Teodoro, con solo conversar con él unas horas, no comprendía aquella apasionada muestra de sus sentimientos, y le contestó.
-Eso no puede ser, por un lado soy una mujer casada, y por otro no debo abandonar a mi pueblo, los hombres que han tenido que acudir a la guerra, para defender a nuestra patria, me han confiado la labor de proporcionarle comida a los niños y de que las mujeres cuiden de los mayores.
-Porque yo te ame, no tienes que abandonar a tu pueblo; lo de estar casada no lo sabía, al pasar a tu tienda el otro día. Creí que no tenías marido, eso también se puede arreglar si no lo quieres.
-Te repito que no puede ser. No he sido yo la que te ha invitado a venir, sino que fuiste tu el que regresó de nuevo a la montaña. Me dices que me amas, pero yo soy una mujer casada con un hombre que me han impuesto cuando era una niña. Tu fidelidad a tu Maestro te honra, seguro que si te entregara mi amor también me serías fiel. Es verdad que estoy sola y necesito un hombre, pero si regresara mi marido y me viera unida sentimentalmente a otro, estoy totalmente convencida de que me mataría.
-¿Dónde está tu marido?
-Si estuviste por allí, creo que estarás más enterado que yo de los cambios que se produjeron últimamente en Roma. Ya sabrás que su guardia pretoriana asesinó al emperador Cayo Julio Cesar, más conocido por Calígula. Pues bien, aunque decían que estaba loco, para nosotros fue bueno, ya que nunca nos impidió practicar nuestra religión, ni ordenó a sus legiones destinadas aquí en nuestra tierra que nos castigaran, siempre nos dejó vivir en paz. Los mismos que mataron a Calígula nombraron emperador a su tío Tiberios Claudios Drusos, conocido por Claudio, que dicen que es tartamudo y cojo, pero para nuestro pueblo fue un criminal.
-El concepto que yo tengo de Claudio-le contestó el sacerdote-, es que se trata del mejor emperador que tuvo el Imperio hasta nuestros días. Es el único culto, como no tenía nada que hacer, desde su juventud se dedicó a leer y a escribir, adquiriendo una cultura de la que carecieron los analfabetos y esquizofrénicos emperadores que le precedieron.
-Sí, puede que para Roma sea bueno, pero con nuestro pueblo se está portando muy mal. Según mi marido de las dos legiones que tiene distribuidas en la Gallaecia, mandó río arriba desde el sur, a seis centurias que debían ser dirigidas cada una de ellas por un centurión. Claudio viendo que los centuriones preferían vivir en paz, no entrometiéndose demasiado con nosotros, cuando no le dábamos motivo para ello, envió para ponerse al frente de estas centurias al tribuno más sanguinario de Roma: Cayo Mesala.
A pesar de que el tribuno Mesala era un gran estratega, al contar solo con unos seiscientos legionarios, frente a los cinco mil combatientes que pudieron reunir los celtas, no pudo cruzar el río hacia el oeste. Los celtas por el momento han podido parar el avance de los romanos. Mi marido es uno de esos hombres y ya lleva diez meses en el frente. Sabemos que está vivo por los emisarios que nos envían para tranquilizarnos.
A Teodoro que era un hombre alto, rubio y con los ojos azules, como la mayoría de los celtas, se le unía una gran personalidad y una gran persuasión para conseguir las cosas, a lo que había que unir una cierta atracción que fascinaba a las mujeres. Lupa tampoco pudo librarse de su encanto, su debilidad permitió que entrase en su tienda, y ante la declaración de sacerdote, que no cesaba de manifestarle que era el amor de su vida, cedió a sus pretensiones y al cabo de seis días de vivir plenos de felicidad, decidieron alejarse de la montaña por temor de que apareciese el marido de Lupa, Atala, y los pudiese asesinar.
Como en la vertiente del río Ulla se encontraba el frente de la confrontación entre celtas y romanos, y hasta cerca de Lucus (Lugo) al uno y otro lado del río estaba invadido de legionarios romanos y de guerrilleros celtas por todas partes, los enamorados acordaron dirigirse al oeste hacia las poblaciones situadas al noroeste y suroeste.
Teodoro siguió con la misión de evangelizar la población de los castros y de las ciudades, y encontró en su compañera Lupa, su más fiel colaboradora, que le ayudaba continuamente a imponer a los celtas, a los indígenas y a los paganos romanos, la Doctrina Ortodoxa de Cristo.
Mientras tanto celtas y romanos firmaron un simple tratado de paz: los celtas dejaban de profesar la religión del druidismo (adorar a un solo dios) y aceptan practicar el politeísmo de Roma. En recompensa los romanos les prometen respetar sus castros.
Atala, el marido de Lupa regresa a casa, llega al Pico sacro y se encuentra con la desagradable noticia, de que su mujer se había fugado con un cristiano.
El jefe de la tribu cruza el río y regresa a su castro, asentado en la otra orilla, en la que más tarde se le denominaría San Miguel de Castro. Al no hallar allí tampoco a su mujer, Atala desesperadamente inicia su busca por todo el territorio celta, sabedor de que más tarde o más temprano la encontraría, ya que lo conocía como la palma de su mano, lo había recorrido infinidad de veces en su constante enfrentamiento contra los romanos.
Para no herir el sentimiento de los cristianos, que no veían a los sacerdotes casados o unidos a mujeres, Teodoro dejó de narrar los acontecimientos que tuvieron lugar en su vida a partir de esa fecha, desde que conoce y se une sentimentalmente a Lupa.
A partir de entonces, toma el relevo en la narración de los hechos, su amigo Atanasio, que nos dice que Teodoro y Lupa durante un tiempo, evangelizaron juntos en las poblaciones de Ardobriga (Puentedeume) y Brigantium (La Coruña) al norte. Luego siguiendo el mar fueron bajando hacia el sur, pasando por las poblaciones de Valobriga (Finisterre) al oeste y de aquí al sur en las en las ciudades de Caladunum y Lambriga, alrededor de las rías de Noya y Muros; ya que la idea de la pareja era bajar hasta Bracara (Braga), con el objeto de estar lo más alejados posible de Atala.
Como Atanasio, era un celta natural de una aldea (castro), prácticamente analfabeto, cuenta los eventos de Teodoro y Lupa oralmente, han de ser otros discípulos de santiago, más letrados, los que los dejen impresos desde ahora en los rollos hallados en el Pico sacro.
Después de seis meses de intensa búsqueda, Atala encuentra a la pareja Teodoro y Lupa, cada vez más enamorados e inmersos en la evangelización en Braga. Con el apoyo de los romanos, Atala, recupera a su mujer, y estos capturan al sacerdote cristiano, lo introducen en una jaula de madera, lo suben a un carro, e inician el regreso al Pico Sacro; por ser allí en donde comenzaron sus relaciones, el lugar idóneo para que sufran su castigo: Lupa por violar la fidelidad conyugal, será condenada a ser la sierva de su marido y Teodoro sufrirá el martirio, muriendo crucificado en una cruz.
El gran sacerdote fue trasladado desde Braga en un carro tirado por bueyes, tardaron unos seis días en llegar al destino. Durante el trayecto solo fue alimentado con pan y agua, teniendo que hacer sus necesidades dentro de la jaula.
Al llegar a las cercanías del Pico Sacro, lo sacaron de la jaula y lo encerraron dentro de una celda en un pequeño castro conocido con el nombre de Castrosenande, del que derivó el nombre actual de Cachosenande, situado en las faldas de la montaña a unos tres kilómetros de la cumbre.
Mientras lo mortificaban, su amigo Atanasio y demás discípulos de Santiago, lo seguían a distancia sin atreverse a acercarse a su Maestro, por temor a que ellos también pudiesen ser capturados y castigados.
Varios días después, cuando Teodoro estaba muy debilitado, cortaron un castaño, labraron su tronco con hachas romanas y construyeron una pesada cruz.
Al otro día se la colocaron al hombro y le obligaron a transportarla hasta la cumbre de la montaña. Como cada pocos metros Teodoro se caía al suelo por el peso del verde madero, algunos de sus discípulos viendo sufrir a su Maestro acudieron en su ayuda, sabiendo que también serían martirizados. Atanasio igual que Pedro con Jesús, negó varias veces que lo conocía. Tal vez Dios lo necesitaba para continuar la causa evangelizadora.
Con la ayuda de sus seguidores, Teodoro muy fatigado, solo pudo llegar con la cruz a cuestas hasta donde se asentaba la tienda de Lupa, a la entrada de la Calle de la Reina. Desde allí hasta la cumbre -unos doscientos metros de ascenso-, la cruz la subieron los soldados romanos. Teodoro apenas podía andar y menos subir al lugar en donde iba a ser crucificado. Lo ataron con una cuerda y los soldados tirando de él, lo remontaron hasta la cima.
Dejaron la cruz en el suelo y lo pusieron sobre ella, le ataron las extremidades superiores a los brazos transversales de la cruz y las inferiores y su cuerpo al madero largo. Para que no se desgarrase con su peso y pudiese caer al suelo, colocaron a la altura de sus pies un supedáneo, que impedía que su cuerpo pudiese desplazarse hacia abajo.
Mientras tanto otros soldados construyeron un hoyo en la roca de unos sesenta centímetros de profundidad, llevaron la base del madero hasta el socavón, luego ataron una cuerda a su parte alta, por encima de los brazos transversales y cuatro o cinco soldados tirando de ella, consiguieron levantarla y llevar su base hasta que encajara en el agujero de la roca. Con los pies apoyados en el supedáneo, aguantó dos días, al cabo de los cuales falleció por inanición.
Al día siguiente Teodoro aún permanecía en lo alto de la cruz. Lupa desesperada, observando al sacerdote muerto, tras sufrir un severo castigo, se suicidó, precipitándose por la boca de la sima norte del Pico Sacro. Quiso morir a los pies del único hombre que había amado.
Dos días después de su muerte, cuando ya no quedaba nadie en el lugar, la población abandonó las cercanías y los romanos al comprobar que estaba muerto lo dejaron en la cruz, esperando que los animales carroñeros, diesen buena cuenta de su cuerpo, como había sucedido con tantos otros crucificados.
Antes de que lo despedazaran las alimañas, Atanasio y otros seguidores del Maestro, trajeron una escalera, bajaron su cuerpo, dándole cristiana sepultura en el lado sur de la montaña.
En dicho lugar, sobre sus restos se levantaría una ermita paleocristiana, sustituida por otra dedicada a San Sebastián, construida en el siglo VI; fue reconstruida en varias ocasiones en la Edad Media, tal vez para pedirle clemencia al Santo por los que sufrían la peste.
Es muy probable que los restos de Teodoro descansen bajo el pavimento de la ermita, pues durante quince días, con la ayuda de dos colaboradores: Camilo y Francisco y un detector de metales, por si lo habían sepultado con algún anillo o collar metálico, examinamos detenidamente todas las laderas del Pico Sacro, sin encontrar señal alguna de enterramientos cristianos.
Desde principios del sigo IV, tras dar libertad de culto el emperador Constantino el Grande en todo el Imperio romano, reconociendo a la iglesia cristiana, hasta finales del siglo XX, la cumbre del Pico Sacro estuvo casi siempre coronada con una cruz en recuerdo de Teodoro, que fue crucificado no solo por ser cristiano, sino por amar a una mujer que se autodenominaba REINA, por su belleza y por ser la esposa del jefe de la tribu de un castro Celta.
Durante todo este tiempo, las cruces unas se pudrían por el clima húmedo de Galicia y otras destrozadas y quemadas por los rayos, acababan por desaparecer. Ahora bien, siempre aparecía algún fiel seguidor de Cristo que las reponía.
Durante muchísimas generaciones, la cruz se fue convirtiendo en un símbolo del Pico Sacro, se podía observar desde larga distancia, y al deteriorarse la población cercana ya lo habían tomado por costumbre construir una nueva, y al mediodía a la hora del Ángelus, todos los vecinos de sus alrededores al rezar las tres Aves Marías, dirigían sus miradas a la sagrada montaña.
A finales del primer tercio del siglo XX, los ateos de la recién creada República española, que gobernaba por entonces, la mandaron aserrar por la base. A mediados del siglo, un cristiano de una parroquia de Orense, el veinte de enero, festividad de San Sebastián, apareció por la montaña con una gran cruz, que arrastrada por dos mulos consiguió ascenderla hasta la ermita. Allí veinte hombres voluntarios la subieron hasta la cumbre, y la colocaron en el mismo socavón que las anteriores desde la muerte de Teodoro. Persistió unos treinta años, hasta que sin saber el por qué desapareció. Desde entonces la población actual, la mayoría laica, ni se acuerda de que existió el Santo, a pesar de que su figura aparece esculpida en varias plazas que circundan la gran catedral compostelana.




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