TEODORO Y LA REINA LUPA
Florentino Fernández Botana
Durante los dos últimos siglos fue pasando de
generación en generación, la creencia de que en las faldas del Pico Sacro
existía una cueva en donde Teodoro, el discípulo mas querido del apóstol
Santiago, había dejado oculto un pequeño tesoro tras su muerte, ocurrida
precisamente sobre la emblemática y sagrada montaña, conocida en toda Galicia
con el nombre de Pico Sacro (Montaña sagrada).
Un día un
muchacho de mi aldea, situada al suroeste de las laderas del cerro, estando de
guardián apacentando su ganado, vio entrar al interior de una cueva, protegida
por una gran roca, a un animal. Como yo era el único licenciado del pueblo, y
sabedor el chico, de que me dedicaba en mi tiempo libre a la busca de restos
arqueológicos, me lo comunicó.
Acudimos al lugar
y pudimos comprobar que el animal se introducía en su interior por una muy
estrecha hendidura abierta en la roca, que casi se nos hacía difícil acceder a
nosotros, suponemos que también tendrían los mismos problemas los antiguos, ya
que como pudimos probar posteriormente, la cueva estuvo habitada. Observando
desde fuera pudimos comprobar que se trataba de una loba que protegía a sus
tres lobeznos. No pudo escoger mejor sitio ya que la roca al ser de cuarzo como
toda la montaña, impedía que se filtrase una sola gota de agua a la parte de
dentro, excepto cuando el viento del sur empujaba un poco de lluvia por la
abertura, situada hacia el suroeste,
Esperamos que
saliera el mamífero al exterior y teniendo cuidado de no pisar a los cachorros,
accedimos a su interior y nos quedamos completamente absortos de lo que allí
pudimos observar: sesenta y dos monedas de la república romana y de la primera
época del Imperio. La colección la componían denarios de plata de La república
y de los primeros césares; ases, dupondios y sestercios, también de los
primeros emperadores, desde Octavio a Antonino Pío; así como algunas figuras
geométricas de bronce de tipo celta; mas cuatro manuscritos sobre papiro y
pergamino, enrollados en rodillos de madera, en bastante mal estado de
conservación, de valor incalculable una vez que los entendidos los consideraron
auténticos del siglo I después de Cristo.
No hay duda que
la cueva estuvo habitada en la antigüedad, pues en la base de todo su perímetro
se sitúa una repisa baja para sentarse y acostarse, y sobre ella corre otra
repisa para sostener los utensilios propios de la vivienda: de caza y pesca ya que
no lejos de allí corren las aguas de un río.
Las monedas las
metí en los bolsillos de la americana y aún las conservo hoy en día en mi
poder.
Los manuscritos
que recogimos con mucho cuidado, estaban escritos en latín, y una vez
traducidos pudimos comprobar, que en dos de ellos narran la historia de Teodoro;
desde que debe cumplir el mandato de su maestro el apóstol Santiago, de dar
sepultura a su cadáver, que traído desde la Galilea, espera dentro de un
sepulcro de piedra en el puerto de Iría Flavia; hasta que Teodoro encuentra su
muerte en la cima del Pico Sacro.
Como luego diré, de los cuatro manuscritos dos se han perdido, suponemos que narrarían la odisea que tuvieron que vivir Teodoro y Atanasio, para trasladar el cadáver del Apóstol desde Palestina en donde lo embarcaron hasta la antigua Gallaecia. Y el viaje que inicia Santiago a la Galilea por la muerte de su madre, partiendo de Artúrica (Astorga) hasta Betsaida su tierra natal.
Llevábamos una temporada trabajando normalmente, y como todos los años asistí a un congreso que se celebraba en Barcelona. Cuando llegó la hora de partir para dicha ciudad, decidí llevarme los manuscritos y buscar a algún profesor de latín que pudiese traducírmelos.
En relación a los rollos parte escritos en papiro y parte en cuero, me indicó mi amigo Emilio, que se podían traducir en Santiago, existían muchos profesores de latín, capacitados para hacerlo.
El problema radicaba en mi persona, ya que desde que hallé los rollos en el Pico Sacro, tenía la obsesión de que la traducción se debía de llevar a cabo lejos de Galicia. No deseaba bajo ningún pretexto que se enterasen en Santiago de su existencia. Darlos a conocer en Santiago, me hubiesen dejado inquieto, y no era para menos, ya que unos escritos tan antiguos no se encuentran todos los días. ¿Qué mejor idea que llevarlos al otro extremo de la Península y que los tradujera una persona anónima? Que hiciera el trabajo, cobrara sus honorarios, sin preguntar nada al respecto.
Me costó bastante encontrar a esa persona. Me hospedé en un mesón situado en el Paseo de Bonanova. Por un asunto relacionado con el congreso, pasé a hablar con el Secretario y le pregunté si conocía a alguna persona que se dedicara a traducir escritos en latín.
-Aquí- le dije-,
con lo grande que es esta ciudad, tienen que existir muchas personas que se
dediquen a ello.
-Conozco a uno
que nos traduce a nosotros algunas revistas extranjeras, posee grandes
conocimientos. Tenía una plaza de profesor de lenguas clásicas en la
Universidad Autónoma, pero el alcohol y la droga hicieron que no cumpliese el
horario y que fuese expulsado. Desde entonces se dedica a traducciones
particulares. Vive muy cerca de aquí, en una bohardilla de la calle Montaner.
Yo mismo le acompaño, pues como nos hace muchos trabajos, si voy con usted le
atenderá mejor.
Tanto del hombre como del lugar en donde vivía, saqué muy mala impresión. Se llamaba Esteban Flotast y parecía un auténtico mendigo: cara demacrada, ojos hundidos, mal vestido etc., en la casa todo estaba en desorden, con los papeles tirados por todos los lados; y si eso fuera poco, la cama parecía la de un oso, la basura olía mal y la suciedad imperaba por todas partes, tanto en las paredes como en el suelo.
Me lo presentó el Secretario, el cual pasó cierta vergüenza ajena por el aspecto del hombre y por el lugar en donde habitaba. Quedé de llevarle los escritos al día siguiente por la mañana, al llegar me comentó que para la semana que viene (era sábado), tenía muchos escritos para traducir.
-Así que los
tendrá usted traducidos dentro de quince días,-afirmó.
-El problema -le
dije-, es que mañana yo me voy a Navarra y a lo mejor tardo unos días en
regresar a Barcelona.
-Es igual, usted
los tendrá traducidos dentro de quince días, si tarda más en venir a
recogerlos, aquí estarán ¡No creo que me los roben! A veces se me olvida cerrar
la puerta, pero nunca me han llevado nada. Los ladrones lo que buscan es dinero
y ya saben que en mi casa no lo van a encontrar, es igual que entren de día que
de noche.
-Bueno, dinero no
tendrá usted dentro de la bohardilla, pero mis rollos guárdelos en lugar
seguro, tienen un gran valor; aún no los tengo del todo documentados, ni se lo
que pueden valer. Ahora bien, por su antigüedad y por el autor, son auténticos
tesoros.
-No está demás
saberlo, ¿Los tiene asegurados?
-No, tengo el
acta notarial de que son de mi propiedad.
-Mañana me los
trae y una vez que yo los vea, acordamos el precio de lo que le cuesta
traducirlos.
A la mañana
siguiente, saqué del armario la bolsa de viaje tipo mochila, en donde los tenía
guardados y me dirigí a la casa del tal Esteban. Debía de estar dormido ya que
me abrió después de varias llamadas a la puerta con los nudillos de la mano, el
timbre brillaba por su ausencia.
Entré al
interior, abrí la bolsa y fui sacando uno a uno los cuatro rollos, los observó
con detenimiento y me dijo:
Que podían ser
fáciles o difíciles de traducir, intentaré hacerlo lo mejor que pueda.
-Están escritos
en latín, antiguamente igual que ahora, los que escribían en latín, le sucedía
lo mismo que los que escriben en castellano: Pueden ser cultos y escribirlo
bien o incultos y hacerlo con faltas de ortografía; con ello quiero decir que
pueden ser fáciles o difíciles de traducir. Intentaré hacerlo lo mejor que
pueda. Después de decirme que me cobraría cien euros por cada rollo, nos
despedimos. Regresé al hotel, preparé la maleta, llamé a un taxi para que me
llevara a la estación del tren e inicié el viaje de regreso a Navarra.
Totalmente atareado con las consultas de mañana y tarde, no encontraba un fin de semana libre para acudir a Barcelona a recoger los rollos y los folios traducidos. Como Esteban no me llamaba y sin tener la seguridad de que había hecho el trabajo, no quise exponerme a realizar un viaje de más de trescientos kilómetros sin saber nada del encargo: así que lo fui dejando un poco más de un mes, al final del cual decidí acercarme a Barcelona.
Al bajar del tren paré el primer taxi que pasó a mi lado, le di la dirección a donde tenía que llevarme: me subió por la avenida de Sarriá, se desvió hacia la derecha por el Paseo de Bonanova, y llegamos al inicio de la calle Montaner. Le indiqué al taxista que me dejara allí.
Lentamente caminé unos seiscientos metros y llegué al edificio en donde en lo alto, se hallaba la sucia casa de Esteban. El ascensor no llegaba hasta el final, así que salí de la cabina a la altura de la planta trece y subí hasta la puerta de su buhardilla. Después de varias llamadas, me abrió el hombre, con barba de varios días, con un aspecto sucio y desorientado. Pronto me di cuenta que estaba ebrio y bajo los efectos de la cocaína. No se acordaba de mí para nada ni de mi nombre.
Tenía que haberle hecho una visita al Secretario para que me acompañara, así tendría un testigo de que le había dejado cuatro rollos. No lo hice, decidí acudir yo solo, acompañado de mi arma del nueve corto con su correspondiente silenciador.
Al verme comenzó
a moverse inquieto por la habitación, y al rato me dijo:
-¡Ah Sí!, ahora
me acuerdo. Primero me entregó cuatro folios traducidos de los rollos, que me
parecían muy pocos, dada la extensión de los papiros escritos alrededor de los
cuatro rollos que los sujetaban; luego abrió el armario y sacó la bolsa con
solo dos manuscritos dentro.
-Ahí los tiene
traducidos, su trabajo me costó.
-Eran cuatro
rollos, vuelva a mirar dentro del armario que faltan dos rollos. Le dejé
cuatro, no dos.
-No me dejó más
que dos.
-Le repito que
eran cuatro- le grité muy enfadado-.
Como el hombre se
empeñaba en que le había dejado solo dos, saqué la pistola de la cartuchera y el
silenciador del bolsillo de la americana y me dispuse a unir ambas piezas.
Esteban, que no se tenía de pie por el estado de embriaguez que llevaba encima,
se sentó en un viejo taburete no percatándose de la presencia de mi arma. Volví
a repetirle que quería los dos rollos que me faltaban y que no estaba dispuesto
a perderlos. Al oír mis gritos me miró y al observar el arma intentó huir. No
le di tiempo, actuando todo lo rápido que pude, me lancé sobre él y le puse el
cañón del arma en la nuca.
-Dime en donde
están los otros dos rollos o no traduces más escritos. Canta cuanto sepas o te
meto las seis balas del cargador en el cerebro, que nadie oirá y en menos de un
minuto te ves en el infierno.
Comenzó a llorar, rogándome que no le matara; se tiró al suelo retorciéndose como una serpiente. Me tiró delante de mí quinientos euros, diciéndome, que se los había vendido a un anticuario de la calle Diagonal por ese dinero.
Le di un puntapié al dinero, hacia donde él se encontraba, con la pistola en la mano recogí los folios traducidos y la bolsa con los dos rollos y le advertí antes de salir, que si llamaba a su comprador y le decía que yo me dirigía hacia allí, no viviría para contarlo.
Lo dejé llorando como un niño. Con un humor de perros cerré la puerta con un gran estruendo, la volví a abrir y fui hacia donde él se hallaba. Por cierto, no te aconsejo que te muevas de aquí hasta que yo vuelva. Si no recupero los dos rollos y al volver no te encuentro en la buhardilla, te buscaré y te mataré como a un cerdo.
Entre en el ascensor, salí de la cabina en la planta cero, bajé las escaleras de acceso, abrí la puerta y me encontré en la calle. Tomé la dirección sur hacia la Diagonal para intentar hablar con el anticuario, el comprador de los rollos.
Su tienda ya la conocía, pus delante de esas tiendas suelen poner las ferias del mueble, entré en su interior y me encontré con un hombre de mediana edad, pequeña estatura, flaco de cara con un bigotillo que le proporcionaba el aspecto de un judío de la Edad Media de Toledo, y aunque no se lo pregunté, seguramente fuese judío.
Después del correspondiente saludo, me interesé por alguno de los objetos antiguos que tenía a la vista. En realidad- le dije-, me interesan más dos rollos antiguos escritos en papiro o en pergamino, que usted ha comprado no hace mucho a un traductor de la calle Montaner, iguales a estos que llevo yo dentro de esta bolsa; espero que me pueda demostrar que son de su propiedad. En otras palabras, si los tiene documentados y si el que se los vendió era su dueño.
Lo observé con detenimiento y lo aprecié muy nervioso. Así que antes de que pudiese poner en funcionamiento algún sistema de alarma, o que echase mano al teléfono; saqué la pistola con el silenciador puesto, y apuntándole, le ordené que cerrase la puerta con cuidado, que no hiciese ningún movimiento raro; y si quería conservar la vida, que me entregase la llave y que se arrimara a la pared.
-¿Quién es usted?
–Me preguntó-.
-Un detective
privado, que intenta recuperar esos dos rollos, igual que he recuperado estos
que llevo aquí; le ruego que vaya desembuchando todo lo referente a los rollos
que compró, si es que aprecia la vida.
-Donde tiene
instalada la alarma y el botón de su control.
-No tengo alarma,
me contestó.
-No le hubiese
valido de nada, si viniese la policía, yo con enseñarle mi documentación lo
tendría todo arreglado y usted iría a la cárcel por ladrón. El que se los
vendió, Esteban, cantaría igual que un ruiseñor. Le saqué el móvil de su
bolsillo y la corté el cable del teléfono fijo. Le volví a repetir en voz alta,
que me dijera todo lo que sabía de los rollos y en donde los guardaba.
-Se los compré a
un traductor de la calle Montaner. Un alcohólico y drogadito, que yo conozco
desde hace tiempo. Cuando yo fui a visitarlo, me dijo que se los había comprado
a un cliente, que necesitaba el dinero y que no sabía como se llamaba.
-¿Se los compró
sin saber que eran suyos, y sin exigirle ningún documento de que él era su
propietario? En una palabra quiso usted aprovecharse de las circunstancias del
individuo.
-Me pidió por
ellos quinientos euros, por ese precio no se le podía exigir nada.
-Y usted se
aprovechó de un alcohólico para hacerse con unos documentos que sabía que no
podían ser suyos, sino de alguna persona que se los había llevado para que se
los tradujera.
-Saqué del
bolsillo interior de la americana, el acta notarial que indicaba que los
manuscritos tenían dueño. Le ruego que me los devuelva y retiraré el arma, le
doy los quinientos euros que pagó por ellos y todo arreglado
-No los tengo en
mi poder, se los vendí hace unos días a un anticuario judío de Alejandría.
-Cogí un cuaderno
de notas y un bolígrafo que estaban sobre la mesa, con la punta del cañón de la
pistola sobre su nuca, le indiqué que escribiese el nombre y la dirección del
judío de Alejandría, al que se los había vendido.
Escribió que se
llamaba Benjamín Shalit, y que tenía la tienda en la plaza de la República.
Una vez que lo
escribió, guardé la libreta con los datos en el bolsillo de la americana, y le
dije:
-Si me engaña,
solo vivirá el tiempo que me lleve en acudir y regresar de Alejandría, porque a
la vuelta, le juro que lo mataré. ¿Por cuánto se los vendió?
-Por tres mil
euros.
-Démelos, por el
robo que ha cometido.
-No dispongo aquí
de esa cantidad.
Le ordené que
abriese la boca, le introduje el cañón de la pistola y sin sacárselo, el hombre
como pudo abrió con su mano izquierda un cajón de su mesa y sacó una llave, con
la cabeza me indicó que le llevara hacia el armario, situado detrás de la mesa,
abrió una caja fuerte portátil y sacó el dinero que guardaba.
Con un golpe seco se lo quité de la mano y lo metí en un bolsillo de los pantalones.
-Se lo devolveré
cuando recupere los rollos, descontando por supuesto los gastos que usted me ha
ocasionado, y si no hay suficiente volveré por el resto.
Retiré el cañón de la pistola de su boca y pude observar que se le habían relajado los esfínteres. Abrí del todo la puerta exterior, le miré con desprecio y le dije:
Por su bien, le sugiero
que no cuente nada de lo ocurrido. Lo dejo vivo porque no tiene usted mucha
culpa como para matarlo. Comprenderá que mi obligación es recuperarlos ya que a
mi cliente le costó mucho dinero encontrarlos y no está dispuesto a perderlo.
Cerré la puerta, salí a la calle y paré el primer taxi libre que pasaba por allí para que me trasladara a la estación del tren. No tuve ni tiempo de sacar el billete, pues arrancaba en ese momento. En el interior hablé con el acomodador para que me proporcionara uno; me indicó el departamento que me correspondía y me vine a Navarra con solo dos rollos traducidos.
Al llegar a Tudela, por las noches después de acostarme, ya que de día no me quedaba tiempo, emprendí la tarea de leer lo traducido por Esteban. Tenía la sospecha de que me podía haber engañado o que los hubiese confundido con otros, puesto que estaba todo el día bebido. Cuando llevaba leído la primera página del texto, aunque mi conocimiento del latín solo se limitaba a lo aprendido en el bachillerato, me fui dando cuenta que la traducción se adaptaba a lo escrito en los dos rollos que me había traído de Barcelona.
Para más certeza de que lo que yo pensaba era cierto, acudí a un hermano de un amigo mío, monje y profesor de latín del colegio que la Orden tenía en Navarra, quien me certificó que la traducción correspondía a lo escrito en latín en los dos manuscritos que le había dejado.
También me dijo que la historia que el autor nos quería narrar estaba incompleta, seguramente sería el final de una leyenda, que pudo ocurrir en la antigua Gallaecia en relación con la Doctrina de Cristo. Por entonces -me manifestó-, ya existía literatura fruto de la imaginación como en la actualidad. Lo más curioso del caso fue, de que no me habló una sola palabra de los personajes que aparecían en los textos, a pesar de que era monje y por lo tanto debía de saber que Teodoro era el discípulo mas querido del apóstol Santiago. Se limitó a revisar lo escrito y ni una palabra de su contenido.
Saqué la conclusión de que tampoco este monje creía mucho en la venida a Galicia del Apóstol a predicar la Doctrina de Jesús, y por supuesto tampoco de que sus discípulos habían traído su cuerpo a sepultar a la Gallaecia como era su deseo.
Para no quedar con las dudas, me interesaba mucho hablar con este monje, más que nada por conocer otra opinión más de la hipotética presencia de Santiago entre los gallegos. Así que un domingo me aproximé al pueblo de Marcilla que es en donde está situado el colegio de dicha Orden. Lo invité a comer en un pueblo cercano, como el monje no iba vestido con el hábito sino como los seglares, no tuvo problema para aceptar mi invitación.
Durante la comida me dijo que tenía muchas dudas de que los restos que se conservan dentro del sepulcro de la cripta de la catedral de Santiago, fuesen los del apóstol Santiago
-Más controversias
genera -le indiqué yo-, entre los versados en la historia antigua cristiana,
que sean los de Prisciliano, debido a lo siguiente:
En el siglo I después de Cristo, la creencia en la resurrección de los muertos, trajo consigo la construcción de los cementerios, situados en la afueras de los castros y ciudades celta-romanas. En un principio eran privados, pero a medida que iba en aumento el número de cristianos, se fueron haciendo públicos. Por cuestión de higiene, lo más normal sería que Prisciliano, fuese sepultado en un camposanto de una de las múltiples ciudades de entonces.
-Es una hipótesis
-me manifestó el monje-, pero los partidarios de que el cadáver decapitado de
Prisciliano es el que ocupa el sarcófago, se apoyan en que por tratarse de un
hereje, los ortodoxos cristianos no permitirían enterrarlo en un Huerto del
Señor. Entonces a sus discípulos no les quedaría otra opción que depositar el
cuerpo dentro de un sepulcro bajo tierra en un campo (Compostela), y levantar
sobre la tumba un pequeño templo funerario, construcción muy frecuente en
tiempos de los primeros cristianos sobre sepulturas de personas importantes.
Al tardar tres o
cuatro siglos en encontrar la tumba (año 8l8 d.C.), el templo al deteriorarse
se convirtió en un simple edículo, cuyos restos afloraban en lo que era por
entonces el bosque de Libretón.
Después de
discutir dos o tres horas, lo dejamos, y basándome en lo que me dijo el monje
de la traducción, llegué a la conclusión de que Esteban, había vendido los
otros dos rollos antes de iniciar la traducción, y que no se preocupó para nada
que parte de la historia componían, si era la primera parte, la última o la
central. Le interesaría tanto el dinero que sacó de la bolsa al azar dos rollos
para vendérselos al comprador.
Los dos manuscritos
que me devolvió Esteban, describían los acontecimientos más importantes de la
estancia en la Gallaecia de Teodoro, tras la muerte de su maestro Santiago,
continuando y evangelizando su doctrina hasta su muerte. Esto indicaría que
para completar la historia, quedaba dos partes importantes por describir. Desde
que Santiago inicia el viaje a la Galilea por la muerte de su madre, partiendo
de “Artúrica” (Astorga) hasta Betsaida; y el regreso de sus restos una vez
decapitado, traídos en una barca por sus discípulos hasta Iría Flavía. Que como
es de suponer se narrarían en los dos rollos que vendió Esteban.
Aproveché la
primera ocasión para desplazarme a Alejandría, con la intención de recuperar
los dos rollos que desde Barcelona suponíamos que aún estarían en aquella
ciudad. Yo de ningún modo estaba dispuesto a perderlos, después de de la suerte
que había tenido para encontrarlos.
Tomé un vuelo en
Madrid con rumbo a Egipto, aterricé en el aeropuerto del Cairo, allí me subí al
tren y al amanecer llegaba en Alejandría a la Plaza de la República.
Rápidamente localicé la tienda y pude comprobar que estaba cerrada por
enfermedad. Seguramente el judío había recibido un chivatazo desde Barcelona y
decidió cerrarla por un tiempo para librarse de un acoso similar al que recibió
el judío de Barcelona.
Estuve en
Alejandría unos quince días, hasta que decidí por aborrecimiento abandonar la
ciudad, con la intención de volver de nuevo más adelante cuando el judío ya no
se acordase de mí, y se le diese por abrir la tienda. Estaba convencido que
tarde o temprano me haría con los manuscritos.
Durante ese
tiempo no pude hacerme con los rollos; pero si conocer a una hermosa muchacha
egipcia, que me la traje a Navarra y la hice mi compañera sentimental. Mi idea
era que por medio de su familia, podía saber con seguridad cuando el hombre se
le diese ya por abrir la tienda, para poder acudir yo a rescatar los
manuscritos.
La muchacha que
se llamaba Samira, era cristiana ortodoxa. Debía de ser muy practicante, pues
en Navarra acudía a todos los actos religiosos, a pesar de ser católicos. A
ella le daba igual con tal de que siguieran la Doctrina de Cristo.
La chica al
principio se sentía muy feliz a mi lado, y le prometí llevarla a Galicia para
que pudiese orar ante la tumba del Apóstol. Como por el momento tenía libre solo
los fines de semana,- le dije.
-¡Lo siento cariño!
Pero dos días son insuficientes para recorrer Galicia. Este tiempo se precisa
solo para el viaje de ida y vuelta; te prometo que cuando tenga ocho o diez
días de vacaciones te llevaré hasta allí. Así podrás rezar al Apóstol y visitar
el Pico Sacro, un lugar emblemático y maravilloso en donde Teodoro conoció a la
“reina” Lupa y encontró su muerte.
-¡Pues cuéntame
otra vez la historia de Teodoro y Lupa-
-Te la voy a contar,
pero puedes leerla tú en la traducción que me han hecho de los manuscritos que
encontré. Los tienes en un armario del cuarto de estar.
-No, ¡Cuéntamela
tú!
Todas las noches
al acostarnos le tenía que contar la historia de Teodoro y Lupa; como cuando iba
por la mitad, se quedaba dormida, al día siguiente no me quedaba otra opción
que volver a repetírsela.
La traducción que
me han hecho de los manuscritos, dice así:
“Al llegar a Iría
Flavía, Teodoro dejó bien atada la barca en su pequeño puerto con el sarcófago
de piedra, en cuyo interior descansaba el cuerpo del Apóstol, custodiado por
sus amigos: Atanasio y Torcuato, que le habían ayudado a conducir la
embarcación desde que los dejó Jasón hasta este lugar.
Teodoro salió de
Padrón siguiendo la orilla derecha del río Ulla, en contra de la corriente
aguas arriba, buscando un par de bueyes para poder transportar el sarcófago
hasta donde los condujera la estrella que los guiaba.
Llegó a la
población actual de Puente Vea, en donde se levantaba un pequeño castro. Por
desgracia para Teodoro, sus habitantes vivían de la pesca y de la caza, y al no
trabajar la tierra, no poseían los animales que Teodoro necesitaba. Le
aconsejaron que siguiera adelante, tal vez en el castro de Teo pudiese alquilar
un carro y dos bueyes para unos días. Aquí lo único que pudieron hacer por él,
fue indicarle nuevamente que se dirigiera más al norte.
-¿Ve usted
aquella montaña en forma de cono?
-Sí, la veo
perfectamente.
-Pues es allí
adonde tiene que acudir si precisa un par buenos bueyes. La reina Lupa cuenta
con varias decenas de esos animales, paciendo sueltos en las faldas del Pico
Sacro. No creemos que le sirvan para tirar de un carro, se trata de ganado
bravo que nunca llevó un yugo sobre su cuello ni tiró de un arado. Los tienen para
criar terneros que le suministren carne fresca a la tribu asentada en un castro
al otro lado del río. De aquí tendrá usted que pasar por el castro de Sarandon,
luego por el de Puente Ulla y se acerca a uno situado en lo alto de un cerro al
que llaman Castro del Río. Allí le indicarán el camino hasta el Pico sacro,
siguiendo la ladera sur de la Sierra, hasta llegar a su cumbre.
Cuando llegó al
castro alto (la aldea que se construyó sobre sus ruinas, se le conoce desde la
Edad Media hasta la fecha, con el nombre de San Miguel de Castro), situado en
la orilla izquierda del río, lo encontro´desierto. Los hombres habían acudido
al frente de batalla a luchar contra los romanos; las mujeres y los niños para
más seguridad fueron trasladados al Pico Sacro, instalándose en tiendas
construidas con pieles de animales. Esto fue lo que le dijo un pastor que
cuidaba de su rebaño en las orillas del río Ulla, al norte de dicho castro. Le
indicó también el camino a seguir, y Teodoro se dirigió por las laderas de la
montaña en busca de Lupa. Necesitaba que esta le proporcionara los cabestros
que tirasen del carro, para trasladar el cuerpo de Santiago, hasta el lugar
elegido para ser sepultado, conocido como el Campo de la Estrella (Compostela)
Al llegar a la
montaña sagrada, se encontró con una niña de unos diez años, que jugaba en los
alrededores del provisional castro, que le indicó la tienda de la mujer por la
que preguntaba: la “reina” de la tribu, Lupa. Se acercó a su tienda y encontró
a Lupa sentada a la entrada de su “casa”; una hermosa mujer de unos veintiocho
–treinta años, con cabello del color del oro recogido en una trenza a su
espalda. En aquel momento estaba hilando con su roca y su fusa, intentando
confeccionar una capucha (abolla) y probablemente, por los hilos y resto del
material allí presente, un manto largo. Se aproximaba el invierno y había que
abrigarse, ya que en la montaña el frío se comenzaba a notar. Así se lo hizo
saber a Teodoro, una vez que este la saludó amablemente.
-¿Usted con esa
túnica no tendrá frío? Supongo que será un sacerdote de la nueva religión que
quiere que adoptemos y vendrá a hablarnos de ella.
-Sí, soy un
discípulo del desaparecido apóstol Santiago, que como debe saber, se dedicó a
evangelizar la religión a la que usted se refiere. Se le conoce con el nombre
de Cristianismo y nuestra intención es que la conozcan por ser la verdadera, y
no se la queremos imponer a nadie, sino darla a conocer y que la practique el
que lo desee.
Ella había oído
hablar de dicha religión, y le indicó que su tribu practicaba otro culto:
adoraban a los dioses de los ríos, de las fuentes termales y a un sin fin de de
deidades que Lupa le fue nombrando al sacerdote, sin que le hablase para nada
del druidismo, cosa que le extrañó a
nuestro protagonista. Tal vez Lupa pensaba que Teodoro era romano, pues el
emperador Claudio al subir al poder el año cuarenta y uno después de C., abolió
esta religión tribal en toda la Gallaecia.
(La religión
conocida con el nombre de druidismo estaba muy extendida por el territorio ocupado
por los celtas. Giraba en torno a un dios único, de ahí que los romanos de los
tres primeros siglos después de C., politeístas, la persiguieran hasta su
desaparición).
-¿De donde
vienes?- Le preguntó Lupa-.
-De Iría Flavia,
siguiendo el río, busco alguna tribu que entre sus manadas de animales cuenten
con bueyes. Las indicaciones de los habitantes de otros castros, me han
conducido hasta aquí, pues me han dicho que entre tus rebaños pastaban decenas
de bueyes.
-¿Para que los
necesitas?
-Mi maestro Santiago,
que estoy seguro que has oído hablar de Él, estando en la Gallaecia, por la
muerte de su madre hizo un viaje a su tierra, la Galilea, allí en donde vivió y
predicó su Doctrina el Maestro de Nazaret. Por ser su discípulo y por
satisfacer a judíos y romanos que odiaban a los cristianos, el rey de los
judíos Herodes Agripa, le mandó decapitar. Era su deseo ser sepultado aquí en
la Gallaecia, en donde realizó una gran labor evangelizadora, llevando la
Doctrina de Cristo por todo su territorio. Para eso estoy yo aquí, en busca de
una pareja de bueyes, para que me puedan transportar desde Iría Flavia su
sarcófago hasta un lugar determinado, que nos lo indicará una estrella que nos
viene guiando desde su tierra. En donde ella se pare, allí lo sepultaremos.
-¿Supongo que no
habrás comido desde que saliste de allí?
-Me dieron algo
de comer en los castros, por los que he pasado desde Iría Flavia hasta aquí.
Desde la última comida ya ha pasado mucho tiempo.
-Pasa al interior
de la tienda para que comas de lo que tengo cocinado: un poco de carne a la
brasa.
Teodoro al
observar de cerca aquella mujer, quedó impresionado de su belleza, además le
agradaba su comportamiento con un hombre extraño que no había visto jamás.
Lupa admiraba la
seriedad y lo bien que se expresaba aquel hombre, la fidelidad y los
sentimientos hacia su Maestro, que decían mucho a favor de su persona,
dispuesto costase lo que le costase a cumplir la promesa de sepultarlo en la
tierra que deseaba.
-Los bueyes están
en el campo, no veo problema alguno para que los lleves por unos días para que
te puedan trasladar el cadáver de tu Maestro hasta el lugar del enterramiento.
Tengo que decirte, que se trata de ganado bravo y se te hará difícil de
apresar. ¿Has traído alguna cuerda para que los puedas atar?
-No señora,
esperaba que usted me la proporcionara.
-Toma este hilo
que acabo de hilar, si los puedes prender con él, te los puedes llevar para
siempre.
-Gracias, voy a
intentar apresarlos.
Teodoro, se
dirigió hacia donde estaban pastando los animales, ante el asombro de Lupa se
dejaron coger y atar con el hilo sin violencia alguna.
Cuando observó
Lupa a Teodoro conducir los bueyes, siguiéndole como si fueran dos mansos
corderos, solo pudo pensar que se trataba de cosas de meigas (brujas), o que el
sacerdote estaba iluminado pos sus dioses.
Desde ese momento
deseaba saber más de ese hombre, y le rogó a sus dioses que se lo devolvieran
una vez terminada la promesa de dar sepultura a su Maestro.
Teodoro condujo
el ganado hacia el sur camino de Iría Flavia. Sus discípulos una vez
crucificado su Maestro, para dejar constancia del hecho, dejaron plasmados en
los muros del trayecto, inscripciones en donde hacían constar, que por allí por
mandato divino, los bueyes bravos siguieron mansamente a Teodoro.
Estas inscripciones
al ir deteriorándose con el tiempo, fueron sustituidas en los siglos VI y VII
por otras similares, algunas aún persisten en la actualidad.
Al llegar a su
destino, su amigo Atanasio se alegró por la presencia de los bueyes, y le
manifestó:
Nos hace falta un
yugo para enyugar a los bueyes, el carro para poder colocar el sarcófago,
mientras estuviste fuera, lo hemos buscado nosotros, pero solo hemos podido
encontrar uno construido hace muchos años; esperemos que pueda soportar el peso
del sarcófago hasta su destino. Nos lo han dejado con la condición de que se lo
devolvamos a la vuelta del viaje.
Los dos amigos se
fueron en busca de un yugo, no tardaron en encontrarlo. Regresaron al lugar en
donde habían dejado la caja mortuoria y los bueyes, y se dispusieron a cargarlo
e iniciar el camino hacia el lugar del enterramiento.
La estrella que
los guiaba se detuvo en un campo conocido con el nombre de Arca Marmórica, allí
excavaron la tumba y lo sepultaron. Según nos cuenta Teodoro, sus amigos
Atanasio y Torcuato levantaron en el lugar un pequeño templo funerario sobre
sus reliquias.
Ese templo con el
tiempo fue derribado por los árabes, quedando convertido en un edículo en medio
de un montón de escombros, que afloraba en lo que por entonces (cuando se encontró
la tumba), se conocía como el bosque de Libretón.
Teodoro, nos
viene a decir, que la estrella que los guiaba dejó de moverse sobre el campo.
Los bueyes que tiraban del carro, se quedaron quietos y no había manera de
hacerlos andar; entonces los discípulos que transportaban el cadáver,
interpretaron que aquel campo era el escogido para dar sepultura al Apóstol, de
ahí el nombre de Campo de la Estrella, del que derivó más tarde Compostela.
Una ves que
sepultaron a Santiago, Teodoro, aunque los bueyes se los había regalado Lupa,
estaba deseando llegar a Iría Flavia, dejar el carro y el yugo, atar a los
animales y devolvérselos a Lupa. Sería una buena razón para volver a verla.
Desde el momento que habían estado solos en la tienda y pudo comprobar su belleza,
no pensaba en otra cosa que estar a su lado.
El maestro Jesús
de Nazaret y alguno de sus discípulos, manifestaban que para dedicarse a la
evangelización de la Doctrina Ortodoxa de Cristo, la mujer sería un estorbo;
que me perdone Jesús que no esté de acuerdo con ÉL- pensaba Teodoro para si
mismo-, yo me siento hombre y el matrimonio con la bendición de Dios, es el
estado mas satisfactorio al que puede aspirar un cristiano.
Bien lo sabe el
Señor, que mis intenciones con Lupa son honestas, con solo verla un día, ha
dejado en mí una huella tan profunda, hasta el extremo de que me casaría con
ella si me lo pidiese, y jamás la engañaría con otra mujer.
Inmerso en estos
pensamientos caminaba Teodoro con los bueyes a orillas del río Ulla, aguas
arriba, deseando llegar cuanto antes a esa montaña, en donde se le había
despertado el instinto del amor.
Al llegar a las
faldas del Pico Sacro, soltó los bueyes junto con los demás animales y subió
hasta la tienda de Lupa. La encontró en sus alrededores preparando la comida,
rodeada de unos cuantos niños que observaban su arte culinario preparando el
potaje.
Miro hacia el
sendero y le extrañó al ver que se acercaba la figura del sacerdote.
-¿A que has
venido? Si buscas comida aún no está hecha.
-A devolverte los
bueyes y agradecerte tu buena acción de habérmelos dejado.
-No hacía falta,
ya te dije que te podías quedar con ellos. Tú fuiste el único que por arte de
magia has conseguido domesticarlos, te hubiesen venido bien para desplazarte de
un lugar para otro, en la misión de captar adeptos a tu causa religiosa.
El motivo de
traerte los bueyes, no es otro que el poder verte otra vez. Desde el día que te
conocí, no hago otra cosa que pensar en ti, tu figura se me aparece hasta en
sueños. Quiero estar siempre a tu lado, tener hijos contigo y ser felices toda
la vida.
Lupa se quedó
deslumbrada por la rápida declaración de amor de Teodoro, con solo conversar
con él unas horas, no comprendía aquella apasionada muestra de sus
sentimientos, y le contestó.
-Eso no puede
ser, por un lado soy una mujer casada, y por otro no debo abandonar a mi
pueblo, los hombres que han tenido que acudir a la guerra, para defender a
nuestra patria, me han confiado la labor de proporcionarle comida a los niños y
de que las mujeres cuiden de los mayores.
-Porque yo te
ame, no tienes que abandonar a tu pueblo; lo de estar casada no lo sabía, al
pasar a tu tienda el otro día. Creí que no tenías marido, eso también se puede
arreglar si no lo quieres.
-Te repito que no
puede ser. No he sido yo la que te ha invitado a venir, sino que fuiste tu el
que regresó de nuevo a la montaña. Me dices que me amas, pero yo soy una mujer
casada con un hombre que me han impuesto cuando era una niña. Tu fidelidad a tu
Maestro te honra, seguro que si te entregara mi amor también me serías fiel. Es
verdad que estoy sola y necesito un hombre, pero si regresara mi marido y me
viera unida sentimentalmente a otro, estoy totalmente convencida de que me
mataría.
-¿Dónde está tu
marido?
-Si estuviste por
allí, creo que estarás más enterado que yo de los cambios que se produjeron
últimamente en Roma. Ya sabrás que su guardia pretoriana asesinó al emperador
Cayo Julio Cesar, más conocido por Calígula. Pues bien, aunque decían que
estaba loco, para nosotros fue bueno, ya que nunca nos impidió practicar
nuestra religión, ni ordenó a sus legiones destinadas aquí en nuestra tierra
que nos castigaran, siempre nos dejó vivir en paz. Los mismos que mataron a
Calígula nombraron emperador a su tío Tiberios Claudios Drusos, conocido por
Claudio, que dicen que es tartamudo y cojo, pero para nuestro pueblo fue un
criminal.
-El concepto que
yo tengo de Claudio-le contestó el sacerdote-, es que se trata del mejor
emperador que tuvo el Imperio hasta nuestros días. Es el único culto, como no
tenía nada que hacer, desde su juventud se dedicó a leer y a escribir,
adquiriendo una cultura de la que carecieron los analfabetos y esquizofrénicos
emperadores que le precedieron.
-Sí, puede que
para Roma sea bueno, pero con nuestro pueblo se está portando muy mal. Según mi
marido de las dos legiones que tiene distribuidas en la Gallaecia, mandó río
arriba desde el sur, a seis centurias que debían ser dirigidas cada una de
ellas por un centurión. Claudio viendo que los centuriones preferían vivir en
paz, no entrometiéndose demasiado con nosotros, cuando no le dábamos motivo
para ello, envió para ponerse al frente de estas centurias al tribuno más
sanguinario de Roma: Cayo Mesala.
A pesar de que el
tribuno Mesala era un gran estratega, al contar solo con unos seiscientos
legionarios, frente a los cinco mil combatientes que pudieron reunir los
celtas, no pudo cruzar el río hacia el oeste. Los celtas por el momento han
podido parar el avance de los romanos. Mi marido es uno de esos hombres y ya
lleva diez meses en el frente. Sabemos que está vivo por los emisarios que nos
envían para tranquilizarnos.
A Teodoro que era
un hombre alto, rubio y con los ojos azules, como la mayoría de los celtas, se
le unía una gran personalidad y una gran persuasión para conseguir las cosas, a
lo que había que unir una cierta atracción que fascinaba a las mujeres. Lupa
tampoco pudo librarse de su encanto, su debilidad permitió que entrase en su
tienda, y ante la declaración de sacerdote, que no cesaba de manifestarle que
era el amor de su vida, cedió a sus pretensiones y al cabo de seis días de
vivir plenos de felicidad, decidieron alejarse de la montaña por temor de que
apareciese el marido de Lupa, Atala, y los pudiese asesinar.
Como en la
vertiente del río Ulla se encontraba el frente de la confrontación entre celtas
y romanos, y hasta cerca de Lucus (Lugo) al uno y otro lado del río estaba
invadido de legionarios romanos y de guerrilleros celtas por todas partes, los
enamorados acordaron dirigirse al oeste hacia las poblaciones situadas al noroeste
y suroeste.
Teodoro siguió
con la misión de evangelizar la población de los castros y de las ciudades, y
encontró en su compañera Lupa, su más fiel colaboradora, que le ayudaba
continuamente a imponer a los celtas, a los indígenas y a los paganos romanos,
la Doctrina Ortodoxa de Cristo.
Mientras tanto
celtas y romanos firmaron un simple tratado de paz: los celtas dejaban de
profesar la religión del druidismo (adorar a un solo dios) y aceptan practicar
el politeísmo de Roma. En recompensa los romanos les prometen respetar sus
castros.
Atala, el marido
de Lupa regresa a casa, llega al Pico sacro y se encuentra con la desagradable
noticia, de que su mujer se había fugado con un cristiano.
El jefe de la
tribu cruza el río y regresa a su castro, asentado en la otra orilla, en la que
más tarde se le denominaría San Miguel de Castro. Al no hallar allí tampoco a
su mujer, Atala desesperadamente inicia su busca por todo el territorio celta,
sabedor de que más tarde o más temprano la encontraría, ya que lo conocía como
la palma de su mano, lo había recorrido infinidad de veces en su constante
enfrentamiento contra los romanos.
Para no herir el
sentimiento de los cristianos, que no veían a los sacerdotes casados o unidos a
mujeres, Teodoro dejó de narrar los acontecimientos que tuvieron lugar en su
vida a partir de esa fecha, desde que conoce y se une sentimentalmente a Lupa.
A partir de
entonces, toma el relevo en la narración de los hechos, su amigo Atanasio, que
nos dice que Teodoro y Lupa durante un tiempo, evangelizaron juntos en las
poblaciones de Ardobriga (Puentedeume) y Brigantium (La Coruña) al norte. Luego
siguiendo el mar fueron bajando hacia el sur, pasando por las poblaciones de
Valobriga (Finisterre) al oeste y de aquí al sur en las en las ciudades de
Caladunum y Lambriga, alrededor de las rías de Noya y Muros; ya que la idea de
la pareja era bajar hasta Bracara (Braga), con el objeto de estar lo más
alejados posible de Atala.
Como Atanasio,
era un celta natural de una aldea (castro), prácticamente analfabeto, cuenta
los eventos de Teodoro y Lupa oralmente, han de ser otros discípulos de
santiago, más letrados, los que los dejen impresos desde ahora en los rollos
hallados en el Pico sacro.
Después de seis
meses de intensa búsqueda, Atala encuentra a la pareja Teodoro y Lupa, cada vez
más enamorados e inmersos en la evangelización en Braga. Con el apoyo de los
romanos, Atala, recupera a su mujer, y estos capturan al sacerdote cristiano,
lo introducen en una jaula de madera, lo suben a un carro, e inician el regreso
al Pico Sacro; por ser allí en donde comenzaron sus relaciones, el lugar idóneo
para que sufran su castigo: Lupa por violar la fidelidad conyugal, será
condenada a ser la sierva de su marido y Teodoro sufrirá el martirio, muriendo
crucificado en una cruz.
El gran sacerdote
fue trasladado desde Braga en un carro tirado por bueyes, tardaron unos seis
días en llegar al destino. Durante el trayecto solo fue alimentado con pan y
agua, teniendo que hacer sus necesidades dentro de la jaula.
Al llegar a las
cercanías del Pico Sacro, lo sacaron de la jaula y lo encerraron dentro de una
celda en un pequeño castro conocido con el nombre de Castrosenande, del que
derivó el nombre actual de Cachosenande, situado en las faldas de la montaña a
unos tres kilómetros de la cumbre.
Mientras lo
mortificaban, su amigo Atanasio y demás discípulos de Santiago, lo seguían a
distancia sin atreverse a acercarse a su Maestro, por temor a que ellos también
pudiesen ser capturados y castigados.
Varios días
después, cuando Teodoro estaba muy debilitado, cortaron un castaño, labraron su
tronco con hachas romanas y construyeron una pesada cruz.
Al otro día se la
colocaron al hombro y le obligaron a transportarla hasta la cumbre de la
montaña. Como cada pocos metros Teodoro se caía al suelo por el peso del verde
madero, algunos de sus discípulos viendo sufrir a su Maestro acudieron en su
ayuda, sabiendo que también serían martirizados. Atanasio igual que Pedro con
Jesús, negó varias veces que lo conocía. Tal vez Dios lo necesitaba para
continuar la causa evangelizadora.
Con la ayuda de
sus seguidores, Teodoro muy fatigado, solo pudo llegar con la cruz a cuestas
hasta donde se asentaba la tienda de Lupa, a la entrada de la Calle de la
Reina. Desde allí hasta la cumbre -unos doscientos metros de ascenso-, la cruz la
subieron los soldados romanos. Teodoro apenas podía andar y menos subir al
lugar en donde iba a ser crucificado. Lo ataron con una cuerda y los soldados
tirando de él, lo remontaron hasta la cima.
Dejaron la cruz
en el suelo y lo pusieron sobre ella, le ataron las extremidades superiores a
los brazos transversales de la cruz y las inferiores y su cuerpo al madero
largo. Para que no se desgarrase con su peso y pudiese caer al suelo, colocaron
a la altura de sus pies un supedáneo, que impedía que su cuerpo pudiese
desplazarse hacia abajo.
Mientras tanto
otros soldados construyeron un hoyo en la roca de unos sesenta centímetros de
profundidad, llevaron la base del madero hasta el socavón, luego ataron una
cuerda a su parte alta, por encima de los brazos transversales y cuatro o cinco
soldados tirando de ella, consiguieron levantarla y llevar su base hasta que
encajara en el agujero de la roca. Con los pies apoyados en el supedáneo,
aguantó dos días, al cabo de los cuales falleció por inanición.
Al día siguiente
Teodoro aún permanecía en lo alto de la cruz. Lupa desesperada, observando al
sacerdote muerto, tras sufrir un severo castigo, se suicidó, precipitándose por
la boca de la sima norte del Pico Sacro. Quiso morir a los pies del único
hombre que había amado.
Dos días después
de su muerte, cuando ya no quedaba nadie en el lugar, la población abandonó las
cercanías y los romanos al comprobar que estaba muerto lo dejaron en la cruz,
esperando que los animales carroñeros, diesen buena cuenta de su cuerpo, como
había sucedido con tantos otros crucificados.
Antes de que lo
despedazaran las alimañas, Atanasio y otros seguidores del Maestro, trajeron
una escalera, bajaron su cuerpo, dándole cristiana sepultura en el lado sur de
la montaña.
En dicho lugar,
sobre sus restos se levantaría una ermita paleocristiana, sustituida por otra
dedicada a San Sebastián, construida en el siglo VI; fue reconstruida en varias
ocasiones en la Edad Media, tal vez para pedirle clemencia al Santo por los que
sufrían la peste.
Es muy probable
que los restos de Teodoro descansen bajo el pavimento de la ermita, pues
durante quince días, con la ayuda de dos colaboradores: Camilo y Francisco y un
detector de metales, por si lo habían sepultado con algún anillo o collar
metálico, examinamos detenidamente todas las laderas del Pico Sacro, sin
encontrar señal alguna de enterramientos cristianos.
Desde principios
del sigo IV, tras dar libertad de culto el emperador Constantino el Grande en
todo el Imperio romano, reconociendo a la iglesia cristiana, hasta finales del
siglo XX, la cumbre del Pico Sacro estuvo casi siempre coronada con una cruz en
recuerdo de Teodoro, que fue crucificado no solo por ser cristiano, sino por
amar a una mujer que se autodenominaba REINA, por su belleza y por ser la
esposa del jefe de la tribu de un castro Celta.
Durante todo este
tiempo, las cruces unas se pudrían por el clima húmedo de Galicia y otras
destrozadas y quemadas por los rayos, acababan por desaparecer. Ahora bien,
siempre aparecía algún fiel seguidor de Cristo que las reponía.
Durante
muchísimas generaciones, la cruz se fue convirtiendo en un símbolo del Pico Sacro,
se podía observar desde larga distancia, y al deteriorarse la población cercana
ya lo habían tomado por costumbre construir una nueva, y al mediodía a la hora
del Ángelus, todos los vecinos de sus alrededores al rezar las tres Aves
Marías, dirigían sus miradas a la sagrada montaña.
A finales del
primer tercio del siglo XX, los ateos de la recién creada República española,
que gobernaba por entonces, la mandaron aserrar por la base. A mediados del
siglo, un cristiano de una parroquia de Orense, el veinte de enero, festividad
de San Sebastián, apareció por la montaña con una gran cruz, que arrastrada por
dos mulos consiguió ascenderla hasta la ermita. Allí veinte hombres voluntarios
la subieron hasta la cumbre, y la colocaron en el mismo socavón que las
anteriores desde la muerte de Teodoro. Persistió unos treinta años, hasta que
sin saber el por qué desapareció. Desde entonces la población actual, la
mayoría laica, ni se acuerda de que existió el Santo, a pesar de que su figura
aparece esculpida en varias plazas que circundan la gran catedral compostelana.
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