domingo, 22 de julio de 2012

Atraco a media noche




Por Florentino F. Botana.

Por aquellos tiempos, entre los años sesenta y setenta, aprovechando que por los alrededores de Compostela, se estaba rodando una película de ambiente gallego. El director o tal vez su ayudante, solicitó a través de los medios de comunicación de Santiago, personas para hacer de extras, más bien gente joven y de ambos sexos. Por entonces los jóvenes debían de leer poco los periódicos, ya que solo nos presentamos unos diez o quince. El Sr. nos dio una charla de cómo se hacían las películas, como se escogían los actores etc. Al final se entabló una conversación sobre temas de cine.
Yo por entonces, modestia aparte, era un joven bastante guapo, mi cabello era rubio y mis ojos azules, daba el prototipo de un descendiente de los celtas, cuyo origen hay que situarlo en la zona suroriental de Alemania, entre los ríos Rin y Danubio, que fue seguramente el área primitiva de su hábitat.
Entre los años 2.000 y l.700 antes de Cristo invadieron la Galia y Gran Bretaña, y hacia los años 800 y 600 a. de Cristo arribaron en la península Ibérica, ocupando su parte noroccidental (Galicia, Asturias, Cantabria y parte alta de la provincia de León). Según los historiadores y por los conocimientos históricos que disponemos, se trataba de personas altas con el pelo rubio y los ojos azules.
En la tertulia se comentó, que como los actores escogidos eran morenos, serían más autenticas las escenas, con protagonistas rubios como la mayoría de los gallegos, cuyos genes no solo los heredaron de los celtas, sino también de los suevos y visigodos, ya el origen de todos ellos estaba en la Germanía.
 Mi única ilusión por entonces era ir al cine. Los fines de semana estrenaban dos o tres películas en los mejores cines de la ciudad. Luego los martes las pasaban a los cines de barrio en donde por la módica cantidad de una peseta, desde lo alto de la cazuela podías ver todos los estrenos
Comencé a vivir las escenas de las películas, interpretando a mi manera delante del espejo del salón de la pensión. Entró en mí tal obsesión por ser artista de cine, que el día que acudí a visitarlos por el asunto de los extras, me llevé una gran decepción al decirme el productor: “usted daría la imagen de protagonista de cualquier película, pero su acento gallego no le ayudaría nada a conseguirlo”.
Comenzó manifestándonos, que si a un actor había que doblarle la voz, perdía mucho de su personalidad, debido a que no siempre es posible hacerlo con el mismo doblador, y quedaría muy mal ante los espectadores en una película con una voz y en otras con voces distintas.
Le pedí que me diesen una oportunidad, y actué de extra especial en la película, lo que se conoce como doble de posición, sin hablar una sola palabra en las escenas que actuaba. Mi sorpresa fue aún mayor cuando vi la película y pude comprobar que solo aparecía de espaldas en dos tomas por las calles de Santiago.
De todas las maneras, para quedar bien conmigo y que le dejara en paz, me dio su tarjeta, por si algún día se me ocurría acudía a Madrid a probar suerte en el celuloide.
Pasaron varios años, y en cierta ocasión me desplacé a Madrid a participar en un concurso. Y se me dio por visitarlo. Se disculpó diciéndome que tenía que residir por un tiempo en Alemania, participando en una superproducción hispano-alemana, y que no disponía de tiempo para hacerme una prueba, y saber si tenía actitudes y talento para el cine. Al final me mandó a “freír espárragos”.
Viendo que en el cine no me daban oportunidades, me dediqué a lo mío: a estudiar y conseguir licenciarme en alguna carrera, esperando que aunque menos remunerado, en el futuro el trabajo fuese más seguro.
 Durante el invierno estudiaba intentando sacarme el bachillerato, y en el verano me desplazaba a la aldea para ayudar en las faenas del campo a mis padres y a mis tíos, tanto en la agricultura como con la ganadería.
Aquel verano acababa de cumplir diecisiete años, terminada la siega, y una vez bien curados tanto el grano como la paja, después de estar varios días bajo el calor del sol, mis padres así como los demás vecinos, traían de las fincas a la era, carros de manojos de mies con el objeto de iniciar la trilla. Un día de repente se presentó una tormenta que nos obligó a resguardarlos de la lluvia, metiéndolos dentro de los cobertizos situados alrededor de la casa.
Al terminar la labor y quedando el grano protegido de las inclemencias atmosféricas. Allí me quedé yo al lado de los manojos, observando el cielo gris oscuro que barruntaba tormenta. Cuando me disponía a abandonar el cobertizo, apareció sin saber de donde, la hija de uno de mis vecinos, que tras hablar un rato conmigo, de repente me empujó y me arrojó sobre la paja. Dándome cuenta de lo que deseaba, la cogí de las piernas y la acosté a mi lado, me puse sobre ella e hicimos el amor. Fue la primera vez que sentí el placer del sexo, aunque ya lo conocía por las frecuentes masturbaciones que venía practicando. La chica que se llamaba Adela, como pude comprobar, perdió en aquel momento la virginidad.
Durante un cierto tiempo hasta que la chica tuvo de nuevo la menstruación, viví preso de la angustia, por temor de que hubiese quedado embarazada. Mi trastorno mental era tal que no me enteraba ni prestaba atención a la mayoría de las cosas, que me comunicaban mis vecinos y la familia. Mi mente estaba tan ocupada pensando en las repercusiones de un posible embarazo de la chica, que al verme tan preocupado y tan ausente de las conversaciones, muchos me preguntaban si tenía algún disgusto o me pasaba algo grave; yo los tranquilizaba diciéndoles que estaba esperando la nota de una asignatura muy difícil.
Todo cambió cuando un día estando solos, la muchacha al intentar besarla, me dijo:
-No me hagas nada, que estoy con el período.
Fue tanta la alegría y el estado eufórico, que salí pitando de allí y no paré hasta haber recorrido cuatro o cinco Km., intentando olvidar las torturas psíquicas de la pesadilla.
Adela vivía con sus padres y dos hermanos, estos durante el día acudían al campo a realizar las labores agrícolas, mientras que ella se quedaba en casa haciendo la comida, desde que había dejado de asistir a la escuela.
Yo con la disculpa de que en el campo, lejos de los ruidos de los animales, se estudiaba mejor que en casa; le decía a mi madre que iba a estudiar bajo los pinos, y lo que hacía era acudir a casa de mi amiga. Al entrar en su interior, nos besábamos con tanta pasión, que sin soltarnos nos dirigíamos hacia la cama de sus padres, en donde la mayoría de los días hacíamos el amor, teniendo la precaución de no dejarla embarazada. ¡Bastante angustia había pasado la primera vez por su posible embarazo!
Todas las veces que realizábamos el acto en la cama, lo hacíamos vestidos por lo que pudiese ocurrir: la presencia de algún familiar de improvisto, o por cualquier otra circunstancia. Solo cuando lo hacíamos en el campo lejos del pueblo, nos desnudábamos.
Un día estando acostados, me cayó al suelo debajo de la cama una navaja que llevaba en el bolsillo: Al recogerla pude observar entre el colchón duro como una tabla, y el somier de alambres enroscados, un revólver del treinta y ocho niquelado y en buen estado de conservación, y a su lado una pequeña caja de cartón conteniendo en su interior seis balas, que probablemente su padre había dejado allí tiempos atrás. Tal vez el arma estuviese depositada en aquel lugar desde la terminación de la guerra, ya que los colchones en las aldeas de Galicia por entonces, no se majaban prácticamente durante toda la vida.
Sin que Adela se diese cuenta, recogí el revólver y las balas, los metí por dentro de la camisa y al llegar a mi casa los oculté en la bodega.
Una tarde, uno de mis hermanos -el que llevaba a los animales a pastar al monte-, se puso enfermo. Entonces mis padres me dijeron que fuera yo el que condujese al ganado hasta una finca no muy alejada de la aldea. Recogí el arma y dos balas de la caja con la intención de probarla. La parcela estaba situada al lado de un barranco, en donde existían varias canteras de granito. Por un momento dejé solos a los animales, me dirigí a una cantera y saqué el arma. La observé con detenimiento, por si pudiese existir la posibilidad de que me reventase en la mano y me la destrozara. Sin pensarlo mucho me decidí llevar a cabo el experimento: probar el funcionamiento del revólver, así que cerré los ojos y apreté dos veces el gatillo. Sin saber que dirección habían tomado las balas, solo pude observar al abrir los ojos, que por la boca del cañón salía humo. El arma había aguantado como si fuera nueva la presión interior de la pólvora.
Ustedes se preguntarán ¿Para que precisa un joven de diecisiete años un arma de fuego?
Hasta aquella fecha, al ser el único estudiante de la parroquia, me pedían que investigase pérdidas de animales y otras cosas sin importancia, sin necesidad de emplear la violencia. La investigación que tenía pensado llevar a cabo ahora, por una cuestión de honor; no la hubiese podido realizar, sin llevar un arma de fuego sujeta al cinturón.
Antes de relatar los hechos, debo decir que Adela y yo, seguimos haciendo el amor en la cama de sus padres, sin que jamás me insinuara una sola palabra del revólver. Lo mismo sucedió con su padre, hablamos más de cien veces y no me nombró para nada el arma. Supuse que no sabía o no se acordaba de que la había ocultado debajo del colchón. O tal vez fuese de algún pariente de la familia, que lo escondió allí durante la guerra.
Un año después de iniciar las relaciones con mi amiga. Un tío mío, hermano de mi madre, José, montado en su yegua, acudió a Santiago a presentar los certificados de buena conducta y de penales, con el objeto de que se los enviasen al Consolado de La Coruña, y le preparasen los documentos necesarios que le permitiesen emigrar a la Argentina.
Sin que sepa yo la causa, tal vez relacionada con entrega de los papeles, o por lo que fuese. Hasta las diez de la noche no pudo volver a montar en su caballería, e iniciar el camino de regreso a su casa. Pensaba que podía recorrerlo en dos horas y media aproximadamente.
Cuando solo le faltaban unos dos o tres kilómetros para llegar a su domicilio. De repente salieron de un sombrío y misterioso bosque, que flanqueaba un tramo del trayecto, dos individuos conocidos de José o probablemente amigos suyos y lo atracaron. Sujetándole las bridas del animal, le indicaron que le diese todo el dinero que llevaba encima.
En principio José creyó que se trataba de una broma. Ahora bien, dándose cuenta de la hora que era -cerca de la una de la madrugada-, y que los asaltantes no desistían de su demanda; picando con la espuela a la yegua, pudo desembarazarse de los salteadores y a todo galope llegar a su domicilio, con tal grado de nerviosismo, tan alterado y furioso, que no se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Solo persistía en su mente, acudir a matar a los bandidos.
Al llegar dejó la caballería en la puerta. A toda velocidad subió las escaleras de dos en dos, entró en su habitación a recoger la escopeta, e intentó de nuevo montar sobre el animal. Con la intención de volver al lugar del atraco y dar muerte a los ladrones, que después de robarle seguramente lo matarían, para que no los delatase y quedarse con la yegua.
Fue preciso que sus tres hermanas le sujetaran los brazos e impidiesen que pudiese subir sobre la caballería, para que desistiese de llevar a cabo lo que su mente le indicaba.
Observando el sufrimiento y los lamentos de su madre. José se fue tranquilizando y haciendo caso a su madre - que le dijo-, que si los mataba, su destino no sería Argentina sino la cárcel para toda su vida. Le prepararon unas tilas y de mala gana por no poder hacer la justicia por su mano, se fue a la cama a dormir.
Por mucho que insistió la familia, se fue a la Argentina sin descubrir quienes habían sido los individuos que aquella noche intentaron matarle.
Yo acudía casi todos los días a su casa, que estaba situada muy cerca de la mía, aunque pertenecía a otra aldea. Mi tío sentía hacia mí un gran cariño, tal vez por ser el único sobrino estudiante. Le gustaba mucho la cultura, tenía en su casa gran cantidad de de periódicos y revistas para enterarse de lo que pasaba en el mundo, de ahí la decisión de cruzar el charco. Yo venía a ser su sobrino favorito, hablaba mucho conmigo, y todos los días le rogaba que me dijera el nombre de los que lo asaltaron, nunca llegué a conseguirlo.
-Ya sabes –me decía-, que los gallegos no olvidamos nunca las ofensas, ni los daños que sin motivo alguno, nos puedan causar otras personas solo por fastidiarnos. Este agravio deseo olvidarlo, una vez en la Argentina, no me acordaré más de lo que me han hecho esos sinvergüenzas.
-Dígame por lo menos en donde tuvo lugar el atraco- insistí-.
-Eso no me importa decírtelo. Fue en el término de “Busacos”, los atracadores salieron del camino que pasa por el testero de la finca de tu tío Faustino, que desde el interior del bosque sale a la carretera.
Aquel era un lugar tenebroso. Al correr por sus cercanías las aguas de un río, hacía que dicho lugar estuviese de noche constantemente cubierto de nieblas espesas, y las sombras de las ramas de los árboles que crecían en su entorno creaban imágenes imaginarias fantasmagóricas, hasta tal punto que transitar por aquel sombrío lugar, le encogía el corazón al transeúnte.
Era tan misteriosa toda aquella extensión del bosque, que sobre él se generaron una serie de leyendas negras. Allí habían ocurrido robos, atracos y hasta crímenes en tiempos de la guerra civil. Si alguien te atacaba por la noche, por mucho que gritaras no te oían en ninguna aldea. Si uno escuchaba gritos, lo que hacía era huir a toda velocidad.
En mi aldea, se hacían apuestas a ver quien era capaz de cruzar aquel término de una a tres de la madrugada. Yo les hubiese ganado la apuesta a mis jóvenes vecinos, con el revólver sujeto al cinturón, hubiese cruzado el lugar sin miedo ni problema alguno. El arma con las cuatro balas en la recámara, me proporcionaba tanta tranquilidad, que hubiese podido cruzar toda la selva del Pico Sacro, sin miedo alguno a los atracadores. Nunca aposté nada por temor a que se dieran cuenta de que poseía dicha arma.
José, al mes y medio aproximadamente embarcó en Vigo para la Argentina, lo acompaño mi tío Faustino. Por entonces en el muelle de Vigo se producían escenas dramáticas: hombres que dejaban esposa y varios hijos, teniendo que emigrar por no tener trabajo en Galicia. Yo lloré a la hora de marchar de casa como un niño pequeño. Los primeros días lo recordaba con frecuencia, pero seguí adelante en mis estudios, y poco a poco me fui olvidando de su presencia.
Al año siguiente aprobé el curso, y pude disfrutar de las vacaciones durante todo el verano.
Seguía con Adela aunque cada vez la veía menos. Al no tener que estudiar; acudía a casa de mi tío a sacarle el ganado al monte, así me sacaba unas pesetas, que me venían muy bien para los gastos de las romerías que se celebraban por toda la redonda. Pasaba el día en su casa y después de cenar a eso de las diez de la noche, regresaba a mi domicilio a dormir.
En el trayecto del camino desde la casa de mis tíos hasta la de mis padres, existía una taberna, muchos días solía quedarme allí en compañía de otros jóvenes a jugar una partida de cartas, a veces hasta media noche e incluso hasta la una de la madrugada. Al ir bien en los estudios y ganar para mis gastos, mis padres no me controlaban la hora nocturna de llegada a mi casa. Me dejaban la puerta sin cerrojo, se echaban a dormir y al día siguiente no me preguntaban nada al respecto.
Por otro lado, en el lugar en donde habían intentado atracar a José, se seguían produciendo de vez en cuando robos nocturnos. Así que decidí llevarme el revólver una mañana a casa de mi tío Faustino y esconderlo en un cobertizo que tenía en las afueras de la vivienda. Por la noche iría a por él, y en vez de dirigirme a la taberna a jugar a las cartas, acudiría a “Busacos” y me acostaría tras el muro sur que flanqueaba el fatídico camino.
Durante mes y medio aproximadamente permanecí allí tumbado, desde las diez y media de la noche hasta la una de la madrugada, esperando oír voces de personas. Sin embargo, los únicos ruidos que percibía eran de los jabalís, o de algún que otro zorro, que aprovechaban la oscuridad de la noche para llevarse algo a la boca; otras veces era el vuelo de alguna lechuza dejándose caer en picado sobre pequeños roedores.
De vez en cuando sin soltar el arma de mi mano derecha, me quedaba dormido. Era un sueño tan ligero que el más mínimo murmullo me despertaba.
Una noche por fin me pareció escuchar la conversación de dos hombres. Levanté un poco la cabeza, y pude comprobar que estaban sentados en el muro oriental que flanqueaba el camino, enfrente en donde yo me encontraba oculto. Orienté el pabellón auricular izquierdo hacia el lugar de donde procedían las voces. Le oí comentar en gallego, que en la actualidad solo pasaban coches por la carretera, a pesar que más se parece a un camino que a una carretera. Por cada persona que pasa sobre una caballería, transitan decenas de coches.
Hoy en día –dijo uno-, el oficio de atracador nocturno está en crisis, tenemos que ir pensando en dejarlo. Una vez que reúna el dinero para comprar la finca que el tío Antón tiene puesta en venta, no volveré a pisar estos lugares.
-Sobre todo ahora, que según dicen van a traer la guardia civil a “Lestedo”, creo que ya están construyendo el cuartel -contestó el otro-.
-Si eso es cierto, se nos acabó el negocio.
Me arrastré por el suelo hacía donde estaban sentados, con la intención de dispararle, tal vez no tuviese otra ocasión. De repente se levantaron dirigiéndose hacia la carretera; habían observado la figura de un hombre que se acercaba, montado sobre una bicicleta en dirección este.
-Es el hijo del herrero de Lestedo, viene de cortejar, su novia es de la aldea de Deseiro, seguro que no lleva en los bolsillos una sola peseta.
-Seguro,-le contestó el otro-.
Lo dejaron pasar sin incordiarlo, y una vez que se alejó, decidieron retirarse a su casa por aquella noche.
Arrastrándome de nuevo silenciosamente, intentaba saber hacia donde se dirigían. Puesto en pie, fui observando sus bultos hasta perderlos de vista en dirección sur.
Seguí acudiendo a “Busacos”, acostándome como venía haciéndolo anteriormente tras el muro oeste del camino. Sabía que un día u otro volverían al lugar, intentando robar a los viajeros nocturnos, por lo menos hasta que consiguiesen el dinero necesario para comprar la finca del tío Antón.
Mis presentimientos no tardaron en cumplirse, como era de esperar, cuando llevaba ocho o nueve noches allí, oí voces de personas. Deslizándome por el suelo conseguí situarme enfrente de donde se encontraban: sentados en el muro opuesto del camino. Comprobando que se trataba de dos hombres de mediana edad, que vestían chaquetas y pantalones muy deteriorados, con remiendos en las rodillas y en las mangas. Hablaban en gallego, y por mucho que me esforcé no pude entender bien el tema de la conversación.
Cuando los tuve a tiro, decidí dispararles para que pagasen la ofensa que le habían hecho a mi tío. Al no existir justicia por entonces que los pudiese juzgar, creí conveniente castigarlos por mi cuenta, para que pagasen por el acto cometido.
Mi idea no era matarlos sino hacerles sufrir. Así que decidí apuntarles hacia las piernas, con la intención de producirles alguna fractura o una herida severa en alguno de los miembros inferiores, que les obligase a recapacitar y olvidarse de atracar y robar a las personas honradas.
Apoyé el arma sobre el muro, y disparé un tiro con dirección a las piernas de uno de los individuos. A contención dirigí el cañón del arma hacia las piernas del segundo, este tiro lo debí de fallar, pues el hombre con gran rapidez bajó del muro y salió pitando por el camino, atravesó la carretera a tal velocidad que pronto lo perdí de vista.
El herido gritando y quejándose del dolor, siguió a su compañero cojeando visiblemente; cada vez que pisaba con la pierna lesionada, se le escuchaba un juramento contra su amigo. Le pedía que le ayudase a huir, y le criticaba de intentar salvarse el solo, olvidándose del compañero.
Pude rematarlo con las dos balas que me quedaban en la recámara, como mi intención no era matarlos, lo dejé que se fugase.
A mí no me interesaba que me viesen, así que no los perseguí, al observar que solo se preocupaban de correr y ponerse a salvo, sin mirar atrás para saber quien les había disparado. Seguro que pensaron que se trataría de la guardia civil.
Al día siguiente acudí a casa de mi tío para decirle, que este día no le podía sacar el ganado al monte. Tengo que acercarme al Ayuntamiento por un certificado para llevarlo al instituto.
-No importa, como no tengo nada urgente que hacer, lo llevaré a pacer yo.
Me despedí de mi tío y me desplacé sin perder tiempo al lugar del tiroteo, para seguir el rastro de sangre que iba perdiendo la noche anterior el atracador herido, e intentar saber a que aldea había huido.
Fui siguiendo las gotas de sangre en el suelo, cada vez de mayor tamaño formando una línea continua en el camino que nos conducía a la aldea muy pobre de “Vilar”. Con lo poco productivas que eran aquellas tierras, que cultivaban los ocho o diez vecinos que convivían el ella. No es de extrañar que algunos se dedicaran a robar y a atracar por la noche.
Todas las aldeas por muy pequeñas que sean, como en tiempos del Imperio romano, disponen de cuatro calles o caminos para salir y entrar de sus viviendas. El rastro de sangre del herido llegaba hasta la aldea y continuaba entre sus dos primeras casas; no seguí rastreando dentro del casco urbano, debido a que no tenía el más mínimo interés que me observasen y me reconocieran como el autor del tiroteo de la noche anterior.
Intentaba averiguar, para estar seguro de que los atracadores habían cruzado la aldea para despistar y siguieran caminando hacia otra cercana. Era preciso por lo tanto que recorriera las cuatro salidas del pueblo y observar si por alguna de ellas continuaba el rastro de sangre.
Tomando toda clase de precauciones y con el revólver sujeto al cinturón, esperé a que fuese la hora de comer para recorrer los mencionados caminos, sin hallar restos de sangre por ninguna parte.
Esto me daba la casi total seguridad de que los atracadores de mí tío, fuesen de aquella aldea, la más cercana al lugar de los hechos. El reconocerlos sería cuestión de tiempo.
Entre las costumbres de la Galicia rural de entonces, estaban las fiestas patronales de cada parroquia con sus romerías correspondientes. El día de la fiesta terminaba con un baile al aire libre en una pista destinada para ello, solía comenzar sobre las siete de la tarde y terminar a las once o doce de la noche.
Los jóvenes sabíamos muy bien a que aldea pertenecía una determinada chica, y las muchachas le pasaban lo mismo si les interesaba un determinado chico. Yo era bastante conocido para las chicas. Me contaba Adela que le oía contar cosas de mí: si era de la aldea de Tomiño, que estudiaba en Santiago etc.
En el baile, las jóvenes de una determinada aldea se situaban en grupo, si te gustaba alguna de ellas la sacabas a bailar y mientras bailabas, le preguntabas se estaba o no comprometida con otro para la noche. Si te aceptaba, bailabas toda la noche con ella, que llevaba consigo el tener que acompañarla hasta su casa al final del baile.
En la aldea de “Vilar”residian tres o cuatro chicas (la aldea tenía solo unos treinta habitantes), una de ellas más o menos de mi edad, la conocía de sacarla a bailar en varias romerías. Por mi timidez, hasta que se hacía de noche no solía pedirle un baile a ninguna, me daba vergüenza bailar ante la gente que nos estaba observando.
Con Maria Pilar, que así se llamaba la muchacha, era distinto, la sacaba de día por miedo a que se me adelantase otro chico, y me quedase sin el placer de tenerla en mis brazos durante la noche.
La chica además de simpática era muy guapa, presentaba un cabello de color rubio cobrizo, ojos azul claros y una cara angelical en la que se podía observar su virginidad.
En las romerías que no estaba presente Adela, intentaba estar toda la noche con ella y luego la acompañaba hasta su casa.
Al cabo de cierto tiempo el romance sentimental seguía adelante y considerándose mi novia, me insinuó que los sábados que pasaba en la aldea, la fuese a cortejar a su casa, como era costumbre por toda aquella comarca. Se comenzaba por estar los dos sentados en sillas delante de la puerta durante la tarde. Al acercarse la noche se pasaba al pasillo o a la cocina, y se hablaba también con los padres y con sus hermanos pequeños si es que los tenía.
Me llevé una gran sorpresa cuando me presentó a su padre. Al instante lo reconocí como el individuo al que le había disparado y fallado en el intento. Como ya he dicho, salió pitando de allí a toda velocidad, olvidándose de su compañero herido.
Por un tiempo seguí galanteando a Maria Pilar, por el simple hecho de enterarme de todo lo que me interesaba. Así pude saber que el compañero de su padre en los atracos, era un hermano suyo, tío de la muchacha. La versión que me dio la chica, tal vez desconocedora de los hechos. Que su tío se había quedado cojo, al sufrir una fractura de los huesos de la pierna derecha, debido a la caída de un roble, al subir a cortar sus ramas para convertirlas en leña, para quemar en la estufa durante el invierno.
Una vez conocida la identidad de los atracadores de mí tío, dejé de cortejar a la chica, aunque ella no tenía culpa alguna. También dejé de acudir a los bailes de las romerías, comencé a salir con chicas estudiantes en Santiago, y a la guapísima Maria Pilar, no la volví a ver en mi vida. Fue lo que más sentí, olvidarla me costó poco menos que una enfermedad.
Por otro lado, Adela, al darse cuenta que la quería para hacer el amor, se marchó a trabajar con unos señores a una parroquia alejada de la mía a unos veinte kilómetros. Tampoco la volví a ver jamás.
Mientras tanto, yo tras un tiempo estudiando el bachillerato, y ejerciendo de investigador privado después, conseguí matricularme en la facultad de medicina. Desde ese momento hasta que terminé la carrera, no tuve relación con mujer alguna.
Me faltaba por saber lo más importante: si al hombre que había dejado cojo de su pierna derecha, era el auténtico atracador de mi tío.
Estando ejerciendo años más tarde el la población de Santa Lucía, tuve la ocasión de realizar una excursión de grupo a la Argentina. Yo era un enamorado de la cultura y el arte de las civilizaciones antiguas y había recorrido Grecia, Egipto, Israel etc. así que por fin iba a conocer un país de la Edad Contemporánea, que lo estaba deseando desde hacía mucho tiempo. El motivo era doble: Despedirme de mi tío José, de su hermano Jesús y del hermano de mi padre, Rafael, que también habían emigrado a aquel país. Y conocer in situ los grandes fósiles que se encontraron al sur en el entorno de la Tierra de Fuego y del cabo de Hornos.
En relación al primer motivo, que en realidad era el que me interesaba, estuvimos tres días en Buenos Aires y me desplacé al espacioso barrio de Avellaneda, en donde residen la mayoría de los españoles que emigraron a la ciudad del Río de la Plata.
Al primero que visité fue a José. Aunque se había casado con una nativa medio india, daba la imagen de un señor culto, pues vestía traje, corbata y sombrero. Estaba jubilado y me quedé atónito cuando me enteré de la mísera pensión que le había quedado, teniendo en cuenta además el bajo valor de la moneda argentina. Lo mismo me dijeron los otros dos tíos, que tenían aún pensiones mas bajas que la de José. Los tres me dijeron que les daba para comer sin hacer ninguna clase de excesos.
El primer día que visité a José, le expliqué todo el acontecimiento vivido con los atracadores. Lo hice –le dije-, intentando saldar la cuenta que usted tenía con ellos. Aunque los deseaba matar aquella noche del atraco, creí que con dejar a uno inválido era suficiente para reparar el honor.
No se a ciencia cierta –usted nunca lo descubrió-, si al que dejé cojo, fue o no el culpable de intentar robarle aquella noche. No estoy seguro si hice lo que debía o cometí un error, y tengo miedo de que haya pagado un justo por un pecador.
-Mal no has hecho, me contestó.
No le pude sacar otra palabra relacionada con el evento.
Al día siguiente acudí a un banco de Buenos aires y saque de mi cuenta nuevecientas mil pesetas, con la idea de repartírselas a los tres y que las gastarán en lo que les apeteciese.
Al primero que se las llevé fue a José, para que pudiese hacer uso de ellas para algún capricho o que las agregara a su diminuta pensión y las fuera gastando mensualmente.
Fuera por el dinero que le entregué o porque deseaba aclarar lo del atraco -me comentó-.
-Al que has dejado cojo, que se llama Justino, era el mejor amigo que tenía, cortejábamos con dos hermanas, como no había secretos entre los dos, sabía la hora de regreso de Santiago aquella noche. Que lo hiciera un extraño pasa, que intente robarte un amigo, no se lo perdonaré nunca; si no fuera por la familia, lo hubiese matado aquel día con la escopeta.
Al tercer día de estar en la ciudad, antes de embarcar fui a sus casas a despedirme. Con lágrimas en los ojos salí de Buenos Aires. En el avión vine pensando para mí, lo duro que era la vida para unos pobres gallegos, que por nacer en una época de hambre, tuvieron que emigrar y morir lejos de su tierra, que para un gallego es muy duro.
Espero que en el otro mundo. Tengan la recompensa y encuentren la felicidad, que le negaron los ineptos gobernantes de su patria, que inmersos en luchas políticas a ver cual de ellos sacaba mejor tajada, no se preocuparon jamás de dar trabajo a sus súbditos. Para encontrarlo no les quedó otra opción que emigrar al extranjero.    

             


     








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