Por Florentino F. Botana.
Por aquellos
tiempos, entre los años sesenta y setenta, aprovechando que por los alrededores
de Compostela, se estaba rodando una película de ambiente gallego. El director
o tal vez su ayudante, solicitó a través de los medios de comunicación de Santiago,
personas para hacer de extras, más bien gente joven y de ambos sexos. Por
entonces los jóvenes debían de leer poco los periódicos, ya que solo nos
presentamos unos diez o quince. El Sr. nos dio una charla de cómo se hacían las
películas, como se escogían los actores etc. Al final se entabló una
conversación sobre temas de cine.
Yo por entonces,
modestia aparte, era un joven bastante guapo, mi cabello era rubio y mis ojos
azules, daba el prototipo de un descendiente de los celtas, cuyo origen hay que
situarlo en la zona suroriental de Alemania, entre los ríos Rin y Danubio, que
fue seguramente el área primitiva de su hábitat.
Entre los años
2.000 y l.700 antes de Cristo invadieron la Galia y Gran Bretaña, y hacia los
años 800 y 600 a. de Cristo arribaron en la península Ibérica, ocupando su
parte noroccidental (Galicia, Asturias, Cantabria y parte alta de la provincia
de León). Según los historiadores y por los conocimientos históricos que
disponemos, se trataba de personas altas con el pelo rubio y los ojos azules.
En la tertulia se
comentó, que como los actores escogidos eran morenos, serían más autenticas las
escenas, con protagonistas rubios como la mayoría de los gallegos, cuyos genes
no solo los heredaron de los celtas, sino también de los suevos y visigodos, ya
el origen de todos ellos estaba en la Germanía.
Mi única ilusión por entonces era ir al cine.
Los fines de semana estrenaban dos o tres películas en los mejores cines de la
ciudad. Luego los martes las pasaban a los cines de barrio en donde por la
módica cantidad de una peseta, desde lo alto de la cazuela podías ver todos los
estrenos
Comencé a vivir
las escenas de las películas, interpretando a mi manera delante del espejo del
salón de la pensión. Entró en mí tal obsesión por ser artista de cine, que el
día que acudí a visitarlos por el asunto de los extras, me llevé una gran
decepción al decirme el productor: “usted daría la imagen de protagonista de
cualquier película, pero su acento gallego no le ayudaría nada a conseguirlo”.
Comenzó manifestándonos,
que si a un actor había que doblarle la voz, perdía mucho de su personalidad,
debido a que no siempre es posible hacerlo con el mismo doblador, y quedaría
muy mal ante los espectadores en una película con una voz y en otras con voces
distintas.
Le pedí que me
diesen una oportunidad, y actué de extra especial en la película, lo que se
conoce como doble de posición, sin hablar una sola palabra en las escenas que
actuaba. Mi sorpresa fue aún mayor cuando vi la película y pude comprobar que
solo aparecía de espaldas en dos tomas por las calles de Santiago.
De todas las
maneras, para quedar bien conmigo y que le dejara en paz, me dio su tarjeta, por
si algún día se me ocurría acudía a Madrid a probar suerte en el celuloide.
Pasaron varios
años, y en cierta ocasión me desplacé a Madrid a participar en un concurso. Y se
me dio por visitarlo. Se disculpó diciéndome que tenía que residir por un
tiempo en Alemania, participando en una superproducción hispano-alemana, y que
no disponía de tiempo para hacerme una prueba, y saber si tenía actitudes y
talento para el cine. Al final me mandó a “freír espárragos”.
Viendo que en el
cine no me daban oportunidades, me dediqué a lo mío: a estudiar y conseguir
licenciarme en alguna carrera, esperando que aunque menos remunerado, en el
futuro el trabajo fuese más seguro.
Durante el invierno estudiaba intentando sacarme
el bachillerato, y en el verano me desplazaba a la aldea para ayudar en las
faenas del campo a mis padres y a mis tíos, tanto en la agricultura como con la
ganadería.
Aquel verano
acababa de cumplir diecisiete años, terminada la siega, y una vez bien curados
tanto el grano como la paja, después de estar varios días bajo el calor del
sol, mis padres así como los demás vecinos, traían de las fincas a la era,
carros de manojos de mies con el objeto de iniciar la trilla. Un día de repente
se presentó una tormenta que nos obligó a resguardarlos de la lluvia, metiéndolos
dentro de los cobertizos situados alrededor de la casa.
Al terminar la
labor y quedando el grano protegido de las inclemencias atmosféricas. Allí me
quedé yo al lado de los manojos, observando el cielo gris oscuro que barruntaba
tormenta. Cuando me disponía a abandonar el cobertizo, apareció sin saber de
donde, la hija de uno de mis vecinos, que tras hablar un rato conmigo, de
repente me empujó y me arrojó sobre la paja. Dándome cuenta de lo que deseaba,
la cogí de las piernas y la acosté a mi lado, me puse sobre ella e hicimos el
amor. Fue la primera vez que sentí el placer del sexo, aunque ya lo conocía por
las frecuentes masturbaciones que venía practicando. La chica que se llamaba
Adela, como pude comprobar, perdió en aquel momento la virginidad.
Durante un cierto
tiempo hasta que la chica tuvo de nuevo la menstruación, viví preso de la
angustia, por temor de que hubiese quedado embarazada. Mi trastorno mental era
tal que no me enteraba ni prestaba atención a la mayoría de las cosas, que me
comunicaban mis vecinos y la familia. Mi mente estaba tan ocupada pensando en
las repercusiones de un posible embarazo de la chica, que al verme tan
preocupado y tan ausente de las conversaciones, muchos me preguntaban si tenía
algún disgusto o me pasaba algo grave; yo los tranquilizaba diciéndoles que
estaba esperando la nota de una asignatura muy difícil.
Todo cambió
cuando un día estando solos, la muchacha al intentar besarla, me dijo:
-No me hagas
nada, que estoy con el período.
Fue tanta la
alegría y el estado eufórico, que salí pitando de allí y no paré hasta haber
recorrido cuatro o cinco Km., intentando olvidar las torturas psíquicas de la
pesadilla.
Adela vivía con
sus padres y dos hermanos, estos durante el día acudían al campo a realizar las
labores agrícolas, mientras que ella se quedaba en casa haciendo la comida,
desde que había dejado de asistir a la escuela.
Yo con la
disculpa de que en el campo, lejos de los ruidos de los animales, se estudiaba
mejor que en casa; le decía a mi madre que iba a estudiar bajo los pinos, y lo
que hacía era acudir a casa de mi amiga. Al entrar en su interior, nos
besábamos con tanta pasión, que sin soltarnos nos dirigíamos hacia la cama de
sus padres, en donde la mayoría de los días hacíamos el amor, teniendo la precaución
de no dejarla embarazada. ¡Bastante angustia había pasado la primera vez por su
posible embarazo!
Todas las veces
que realizábamos el acto en la cama, lo hacíamos vestidos por lo que pudiese
ocurrir: la presencia de algún familiar de improvisto, o por cualquier otra
circunstancia. Solo cuando lo hacíamos en el campo lejos del pueblo, nos
desnudábamos.
Un día estando
acostados, me cayó al suelo debajo de la cama una navaja que llevaba en el
bolsillo: Al recogerla pude observar entre el colchón duro como una tabla, y el
somier de alambres enroscados, un revólver del treinta y ocho niquelado y en
buen estado de conservación, y a su lado una pequeña caja de cartón conteniendo
en su interior seis balas, que probablemente su padre había dejado allí tiempos
atrás. Tal vez el arma estuviese depositada en aquel lugar desde la terminación
de la guerra, ya que los colchones en las aldeas de Galicia por entonces, no se
majaban prácticamente durante toda la vida.
Sin que Adela se
diese cuenta, recogí el revólver y las balas, los metí por dentro de la camisa
y al llegar a mi casa los oculté en la bodega.
Una tarde, uno de
mis hermanos -el que llevaba a los animales a pastar al monte-, se puso enfermo.
Entonces mis padres me dijeron que fuera yo el que condujese al ganado hasta
una finca no muy alejada de la aldea. Recogí el arma y dos balas de la caja con
la intención de probarla. La parcela estaba situada al lado de un barranco, en
donde existían varias canteras de granito. Por un momento dejé solos a los
animales, me dirigí a una cantera y saqué el arma. La observé con detenimiento,
por si pudiese existir la posibilidad de que me reventase en la mano y me la
destrozara. Sin pensarlo mucho me decidí llevar a cabo el experimento: probar
el funcionamiento del revólver, así que cerré los ojos y apreté dos veces el
gatillo. Sin saber que dirección habían tomado las balas, solo pude observar al
abrir los ojos, que por la boca del cañón salía humo. El arma había aguantado
como si fuera nueva la presión interior de la pólvora.
Ustedes se
preguntarán ¿Para que precisa un joven de diecisiete años un arma de fuego?
Hasta aquella
fecha, al ser el único estudiante de la parroquia, me pedían que investigase
pérdidas de animales y otras cosas sin importancia, sin necesidad de emplear la
violencia. La investigación que tenía pensado llevar a cabo ahora, por una
cuestión de honor; no la hubiese podido realizar, sin llevar un arma de fuego
sujeta al cinturón.
Antes de relatar
los hechos, debo decir que Adela y yo, seguimos haciendo el amor en la cama de
sus padres, sin que jamás me insinuara una sola palabra del revólver. Lo mismo
sucedió con su padre, hablamos más de cien veces y no me nombró para nada el
arma. Supuse que no sabía o no se acordaba de que la había ocultado debajo del
colchón. O tal vez fuese de algún pariente de la familia, que lo escondió allí
durante la guerra.
Un año después de
iniciar las relaciones con mi amiga. Un tío mío, hermano de mi madre, José,
montado en su yegua, acudió a Santiago a presentar los certificados de buena
conducta y de penales, con el objeto de que se los enviasen al Consolado de La
Coruña, y le preparasen los documentos necesarios que le permitiesen emigrar a
la Argentina.
Sin que sepa yo
la causa, tal vez relacionada con entrega de los papeles, o por lo que fuese.
Hasta las diez de la noche no pudo volver a montar en su caballería, e iniciar
el camino de regreso a su casa. Pensaba que podía recorrerlo en dos horas y
media aproximadamente.
Cuando solo le
faltaban unos dos o tres kilómetros para llegar a su domicilio. De repente
salieron de un sombrío y misterioso bosque, que flanqueaba un tramo del
trayecto, dos individuos conocidos de José o probablemente amigos suyos y lo
atracaron. Sujetándole las bridas del animal, le indicaron que le diese todo el
dinero que llevaba encima.
En principio José
creyó que se trataba de una broma. Ahora bien, dándose cuenta de la hora que
era -cerca de la una de la madrugada-, y que los asaltantes no desistían de su
demanda; picando con la espuela a la yegua, pudo desembarazarse de los
salteadores y a todo galope llegar a su domicilio, con tal grado de
nerviosismo, tan alterado y furioso, que no se daba cuenta de lo que ocurría a
su alrededor. Solo persistía en su mente, acudir a matar a los bandidos.
Al llegar dejó la
caballería en la puerta. A toda velocidad subió las escaleras de dos en dos,
entró en su habitación a recoger la escopeta, e intentó de nuevo montar sobre
el animal. Con la intención de volver al lugar del atraco y dar muerte a los
ladrones, que después de robarle seguramente lo matarían, para que no los
delatase y quedarse con la yegua.
Fue preciso que
sus tres hermanas le sujetaran los brazos e impidiesen que pudiese subir sobre
la caballería, para que desistiese de llevar a cabo lo que su mente le indicaba.
Observando el
sufrimiento y los lamentos de su madre. José se fue tranquilizando y haciendo
caso a su madre - que le dijo-, que si los mataba, su destino no sería
Argentina sino la cárcel para toda su vida. Le prepararon unas tilas y de mala
gana por no poder hacer la justicia por su mano, se fue a la cama a dormir.
Por mucho que
insistió la familia, se fue a la Argentina sin descubrir quienes habían sido
los individuos que aquella noche intentaron matarle.
Yo acudía casi
todos los días a su casa, que estaba situada muy cerca de la mía, aunque
pertenecía a otra aldea. Mi tío sentía hacia mí un gran cariño, tal vez por ser
el único sobrino estudiante. Le gustaba mucho la cultura, tenía en su casa gran
cantidad de de periódicos y revistas para enterarse de lo que pasaba en el
mundo, de ahí la decisión de cruzar el charco. Yo venía a ser su sobrino
favorito, hablaba mucho conmigo, y todos los días le rogaba que me dijera el
nombre de los que lo asaltaron, nunca llegué a conseguirlo.
-Ya sabes –me
decía-, que los gallegos no olvidamos nunca las ofensas, ni los daños que sin
motivo alguno, nos puedan causar otras personas solo por fastidiarnos. Este
agravio deseo olvidarlo, una vez en la Argentina, no me acordaré más de lo que
me han hecho esos sinvergüenzas.
-Dígame por lo
menos en donde tuvo lugar el atraco- insistí-.
-Eso no me
importa decírtelo. Fue en el término de “Busacos”, los atracadores salieron del
camino que pasa por el testero de la finca de tu tío Faustino, que desde el
interior del bosque sale a la carretera.
Aquel era un
lugar tenebroso. Al correr por sus cercanías las aguas de un río, hacía que
dicho lugar estuviese de noche constantemente cubierto de nieblas espesas, y
las sombras de las ramas de los árboles que crecían en su entorno creaban imágenes
imaginarias fantasmagóricas, hasta tal punto que transitar por aquel sombrío
lugar, le encogía el corazón al transeúnte.
Era tan
misteriosa toda aquella extensión del bosque, que sobre él se generaron una
serie de leyendas negras. Allí habían ocurrido robos, atracos y hasta crímenes
en tiempos de la guerra civil. Si alguien te atacaba por la noche, por mucho
que gritaras no te oían en ninguna aldea. Si uno escuchaba gritos, lo que hacía
era huir a toda velocidad.
En mi aldea, se
hacían apuestas a ver quien era capaz de cruzar aquel término de una a tres de
la madrugada. Yo les hubiese ganado la apuesta a mis jóvenes vecinos, con el
revólver sujeto al cinturón, hubiese cruzado el lugar sin miedo ni problema
alguno. El arma con las cuatro balas en la recámara, me proporcionaba tanta
tranquilidad, que hubiese podido cruzar toda la selva del Pico Sacro, sin miedo
alguno a los atracadores. Nunca aposté nada por temor a que se dieran cuenta de
que poseía dicha arma.
José, al mes y
medio aproximadamente embarcó en Vigo para la Argentina, lo acompaño mi tío
Faustino. Por entonces en el muelle de Vigo se producían escenas dramáticas:
hombres que dejaban esposa y varios hijos, teniendo que emigrar por no tener
trabajo en Galicia. Yo lloré a la hora de marchar de casa como un niño pequeño.
Los primeros días lo recordaba con frecuencia, pero seguí adelante en mis
estudios, y poco a poco me fui olvidando de su presencia.
Al año siguiente
aprobé el curso, y pude disfrutar de las vacaciones durante todo el verano.
Seguía con Adela
aunque cada vez la veía menos. Al no tener que estudiar; acudía a casa de mi
tío a sacarle el ganado al monte, así me sacaba unas pesetas, que me venían muy
bien para los gastos de las romerías que se celebraban por toda la redonda.
Pasaba el día en su casa y después de cenar a eso de las diez de la noche,
regresaba a mi domicilio a dormir.
En el trayecto
del camino desde la casa de mis tíos hasta la de mis padres, existía una
taberna, muchos días solía quedarme allí en compañía de otros jóvenes a jugar
una partida de cartas, a veces hasta media noche e incluso hasta la una de la
madrugada. Al ir bien en los estudios y ganar para mis gastos, mis padres no me
controlaban la hora nocturna de llegada a mi casa. Me dejaban la puerta sin
cerrojo, se echaban a dormir y al día siguiente no me preguntaban nada al
respecto.
Por otro lado, en
el lugar en donde habían intentado atracar a José, se seguían produciendo de
vez en cuando robos nocturnos. Así que decidí llevarme el revólver una mañana a
casa de mi tío Faustino y esconderlo en un cobertizo que tenía en las afueras
de la vivienda. Por la noche iría a por él, y en vez de dirigirme a la taberna
a jugar a las cartas, acudiría a “Busacos” y me acostaría tras el muro sur que
flanqueaba el fatídico camino.
Durante mes y
medio aproximadamente permanecí allí tumbado, desde las diez y media de la
noche hasta la una de la madrugada, esperando oír voces de personas. Sin
embargo, los únicos ruidos que percibía eran de los jabalís, o de algún que
otro zorro, que aprovechaban la oscuridad de la noche para llevarse algo a la
boca; otras veces era el vuelo de alguna lechuza dejándose caer en picado sobre
pequeños roedores.
De vez en cuando
sin soltar el arma de mi mano derecha, me quedaba dormido. Era un sueño tan ligero
que el más mínimo murmullo me despertaba.
Una noche por fin
me pareció escuchar la conversación de dos hombres. Levanté un poco la cabeza,
y pude comprobar que estaban sentados en el muro oriental que flanqueaba el
camino, enfrente en donde yo me encontraba oculto. Orienté el pabellón
auricular izquierdo hacia el lugar de donde procedían las voces. Le oí comentar
en gallego, que en la actualidad solo pasaban coches por la carretera, a pesar
que más se parece a un camino que a una carretera. Por cada persona que pasa
sobre una caballería, transitan decenas de coches.
Hoy en día –dijo
uno-, el oficio de atracador nocturno está en crisis, tenemos que ir pensando
en dejarlo. Una vez que reúna el dinero para comprar la finca que el tío Antón
tiene puesta en venta, no volveré a pisar estos lugares.
-Sobre todo ahora,
que según dicen van a traer la guardia civil a “Lestedo”, creo que ya están
construyendo el cuartel -contestó el otro-.
-Si eso es cierto,
se nos acabó el negocio.
Me arrastré por el
suelo hacía donde estaban sentados, con la intención de dispararle, tal vez no
tuviese otra ocasión. De repente se levantaron dirigiéndose hacia la carretera;
habían observado la figura de un hombre que se acercaba, montado sobre una
bicicleta en dirección este.
-Es el hijo del
herrero de Lestedo, viene de cortejar, su novia es de la aldea de Deseiro,
seguro que no lleva en los bolsillos una sola peseta.
-Seguro,-le
contestó el otro-.
Lo dejaron pasar
sin incordiarlo, y una vez que se alejó, decidieron retirarse a su casa por
aquella noche.
Arrastrándome de
nuevo silenciosamente, intentaba saber hacia donde se dirigían. Puesto en pie,
fui observando sus bultos hasta perderlos de vista en dirección sur.
Seguí acudiendo a
“Busacos”, acostándome como venía haciéndolo anteriormente tras el muro oeste
del camino. Sabía que un día u otro volverían al lugar, intentando robar a los
viajeros nocturnos, por lo menos hasta que consiguiesen el dinero necesario
para comprar la finca del tío Antón.
Mis
presentimientos no tardaron en cumplirse, como era de esperar, cuando llevaba
ocho o nueve noches allí, oí voces de personas. Deslizándome por el suelo
conseguí situarme enfrente de donde se encontraban: sentados en el muro opuesto
del camino. Comprobando que se trataba de dos hombres de mediana edad, que
vestían chaquetas y pantalones muy deteriorados, con remiendos en las rodillas
y en las mangas. Hablaban en gallego, y por mucho que me esforcé no pude
entender bien el tema de la conversación.
Cuando los tuve a
tiro, decidí dispararles para que pagasen la ofensa que le habían hecho a mi
tío. Al no existir justicia por entonces que los pudiese juzgar, creí
conveniente castigarlos por mi cuenta, para que pagasen por el acto cometido.
Mi idea no era
matarlos sino hacerles sufrir. Así que decidí apuntarles hacia las piernas, con
la intención de producirles alguna fractura o una herida severa en alguno de
los miembros inferiores, que les obligase a recapacitar y olvidarse de atracar
y robar a las personas honradas.
Apoyé el arma
sobre el muro, y disparé un tiro con dirección a las piernas de uno de los
individuos. A contención dirigí el cañón del arma hacia las piernas del
segundo, este tiro lo debí de fallar, pues el hombre con gran rapidez bajó del
muro y salió pitando por el camino, atravesó la carretera a tal velocidad que
pronto lo perdí de vista.
El herido gritando
y quejándose del dolor, siguió a su compañero cojeando visiblemente; cada vez
que pisaba con la pierna lesionada, se le escuchaba un juramento contra su
amigo. Le pedía que le ayudase a huir, y le criticaba de intentar salvarse el
solo, olvidándose del compañero.
Pude rematarlo con
las dos balas que me quedaban en la recámara, como mi intención no era
matarlos, lo dejé que se fugase.
A mí no me
interesaba que me viesen, así que no los perseguí, al observar que solo se
preocupaban de correr y ponerse a salvo, sin mirar atrás para saber quien les
había disparado. Seguro que pensaron que se trataría de la guardia civil.
Al día siguiente
acudí a casa de mi tío para decirle, que este día no le podía sacar el ganado
al monte. Tengo que acercarme al Ayuntamiento por un certificado para llevarlo
al instituto.
-No importa, como
no tengo nada urgente que hacer, lo llevaré a pacer yo.
Me despedí de mi
tío y me desplacé sin perder tiempo al lugar del tiroteo, para seguir el rastro
de sangre que iba perdiendo la noche anterior el atracador herido, e intentar
saber a que aldea había huido.
Fui siguiendo las
gotas de sangre en el suelo, cada vez de mayor tamaño formando una línea
continua en el camino que nos conducía a la aldea muy pobre de “Vilar”. Con lo
poco productivas que eran aquellas tierras, que cultivaban los ocho o diez
vecinos que convivían el ella. No es de extrañar que algunos se dedicaran a
robar y a atracar por la noche.
Todas las aldeas
por muy pequeñas que sean, como en tiempos del Imperio romano, disponen de
cuatro calles o caminos para salir y entrar de sus viviendas. El rastro de
sangre del herido llegaba hasta la aldea y continuaba entre sus dos primeras
casas; no seguí rastreando dentro del casco urbano, debido a que no tenía el
más mínimo interés que me observasen y me reconocieran como el autor del
tiroteo de la noche anterior.
Intentaba
averiguar, para estar seguro de que los atracadores habían cruzado la aldea
para despistar y siguieran caminando hacia otra cercana. Era preciso por lo
tanto que recorriera las cuatro salidas del pueblo y observar si por alguna de
ellas continuaba el rastro de sangre.
Tomando toda clase
de precauciones y con el revólver sujeto al cinturón, esperé a que fuese la
hora de comer para recorrer los mencionados caminos, sin hallar restos de
sangre por ninguna parte.
Esto me daba la
casi total seguridad de que los atracadores de mí tío, fuesen de aquella aldea,
la más cercana al lugar de los hechos. El reconocerlos sería cuestión de
tiempo.
Entre las
costumbres de la Galicia rural de entonces, estaban las fiestas patronales de
cada parroquia con sus romerías correspondientes. El día de la fiesta terminaba
con un baile al aire libre en una pista destinada para ello, solía comenzar
sobre las siete de la tarde y terminar a las once o doce de la noche.
Los jóvenes
sabíamos muy bien a que aldea pertenecía una determinada chica, y las muchachas
le pasaban lo mismo si les interesaba un determinado chico. Yo era bastante
conocido para las chicas. Me contaba Adela que le oía contar cosas de mí: si
era de la aldea de Tomiño, que estudiaba en Santiago etc.
En el baile, las
jóvenes de una determinada aldea se situaban en grupo, si te gustaba alguna de
ellas la sacabas a bailar y mientras bailabas, le preguntabas se estaba o no
comprometida con otro para la noche. Si te aceptaba, bailabas toda la noche con
ella, que llevaba consigo el tener que acompañarla hasta su casa al final del
baile.
En la aldea de
“Vilar”residian tres o cuatro chicas (la aldea tenía solo unos treinta
habitantes), una de ellas más o menos de mi edad, la conocía de sacarla a
bailar en varias romerías. Por mi timidez, hasta que se hacía de noche no solía
pedirle un baile a ninguna, me daba vergüenza bailar ante la gente que nos
estaba observando.
Con Maria Pilar,
que así se llamaba la muchacha, era distinto, la sacaba de día por miedo a que
se me adelantase otro chico, y me quedase sin el placer de tenerla en mis
brazos durante la noche.
La chica además de
simpática era muy guapa, presentaba un cabello de color rubio cobrizo, ojos
azul claros y una cara angelical en la que se podía observar su virginidad.
En las romerías
que no estaba presente Adela, intentaba estar toda la noche con ella y luego la
acompañaba hasta su casa.
Al cabo de cierto
tiempo el romance sentimental seguía adelante y considerándose mi novia, me
insinuó que los sábados que pasaba en la aldea, la fuese a cortejar a su casa,
como era costumbre por toda aquella comarca. Se comenzaba por estar los dos
sentados en sillas delante de la puerta durante la tarde. Al acercarse la noche
se pasaba al pasillo o a la cocina, y se hablaba también con los padres y con
sus hermanos pequeños si es que los tenía.
Me llevé una gran
sorpresa cuando me presentó a su padre. Al instante lo reconocí como el
individuo al que le había disparado y fallado en el intento. Como ya he dicho,
salió pitando de allí a toda velocidad, olvidándose de su compañero herido.
Por un tiempo
seguí galanteando a Maria Pilar, por el simple hecho de enterarme de todo lo
que me interesaba. Así pude saber que el compañero de su padre en los atracos,
era un hermano suyo, tío de la muchacha. La versión que me dio la chica, tal vez
desconocedora de los hechos. Que su tío se había quedado cojo, al sufrir una
fractura de los huesos de la pierna derecha, debido a la caída de un roble, al
subir a cortar sus ramas para convertirlas en leña, para quemar en la estufa
durante el invierno.
Una vez conocida
la identidad de los atracadores de mí tío, dejé de cortejar a la chica, aunque
ella no tenía culpa alguna. También dejé de acudir a los bailes de las
romerías, comencé a salir con chicas estudiantes en Santiago, y a la guapísima
Maria Pilar, no la volví a ver en mi vida. Fue lo que más sentí, olvidarla me
costó poco menos que una enfermedad.
Por otro lado,
Adela, al darse cuenta que la quería para hacer el amor, se marchó a trabajar
con unos señores a una parroquia alejada de la mía a unos veinte kilómetros.
Tampoco la volví a ver jamás.
Mientras tanto, yo
tras un tiempo estudiando el bachillerato, y ejerciendo de investigador privado
después, conseguí matricularme en la facultad de medicina. Desde ese momento
hasta que terminé la carrera, no tuve relación con mujer alguna.
Me faltaba por saber
lo más importante: si al hombre que había dejado cojo de su pierna derecha, era
el auténtico atracador de mi tío.
Estando ejerciendo
años más tarde el la población de Santa Lucía, tuve la ocasión de realizar una
excursión de grupo a la Argentina. Yo era un enamorado de la cultura y el arte
de las civilizaciones antiguas y había recorrido Grecia, Egipto, Israel etc.
así que por fin iba a conocer un país de la Edad Contemporánea, que lo estaba
deseando desde hacía mucho tiempo. El motivo era doble: Despedirme de mi tío
José, de su hermano Jesús y del hermano de mi padre, Rafael, que también habían
emigrado a aquel país. Y conocer in situ los grandes fósiles que se encontraron
al sur en el entorno de la Tierra de Fuego y del cabo de Hornos.
En relación al primer
motivo, que en realidad era el que me interesaba, estuvimos tres días en Buenos
Aires y me desplacé al espacioso barrio de Avellaneda, en donde residen la
mayoría de los españoles que emigraron a la ciudad del Río de la Plata.
Al primero que
visité fue a José. Aunque se había casado con una nativa medio india, daba la
imagen de un señor culto, pues vestía traje, corbata y sombrero. Estaba
jubilado y me quedé atónito cuando me enteré de la mísera pensión que le había
quedado, teniendo en cuenta además el bajo valor de la moneda argentina. Lo
mismo me dijeron los otros dos tíos, que tenían aún pensiones mas bajas que la
de José. Los tres me dijeron que les daba para comer sin hacer ninguna clase de
excesos.
El primer día que
visité a José, le expliqué todo el acontecimiento vivido con los atracadores.
Lo hice –le dije-, intentando saldar la cuenta que usted tenía con ellos.
Aunque los deseaba matar aquella noche del atraco, creí que con dejar a uno
inválido era suficiente para reparar el honor.
No se a ciencia
cierta –usted nunca lo descubrió-, si al que dejé cojo, fue o no el culpable de
intentar robarle aquella noche. No estoy seguro si hice lo que debía o cometí
un error, y tengo miedo de que haya pagado un justo por un pecador.
-Mal no has hecho,
me contestó.
No le pude sacar
otra palabra relacionada con el evento.
Al día siguiente
acudí a un banco de Buenos aires y saque de mi cuenta nuevecientas mil pesetas,
con la idea de repartírselas a los tres y que las gastarán en lo que les
apeteciese.
Al primero que se
las llevé fue a José, para que pudiese hacer uso de ellas para algún capricho o
que las agregara a su diminuta pensión y las fuera gastando mensualmente.
Fuera por el
dinero que le entregué o porque deseaba aclarar lo del atraco -me comentó-.
-Al que has dejado
cojo, que se llama Justino, era el mejor amigo que tenía, cortejábamos con dos
hermanas, como no había secretos entre los dos, sabía la hora de regreso de
Santiago aquella noche. Que lo hiciera un extraño pasa, que intente robarte un
amigo, no se lo perdonaré nunca; si no fuera por la familia, lo hubiese matado
aquel día con la escopeta.
Al tercer día de
estar en la ciudad, antes de embarcar fui a sus casas a despedirme. Con
lágrimas en los ojos salí de Buenos Aires. En el avión vine pensando para mí,
lo duro que era la vida para unos pobres gallegos, que por nacer en una época
de hambre, tuvieron que emigrar y morir lejos de su tierra, que para un gallego
es muy duro.
Espero que en el
otro mundo. Tengan la recompensa y encuentren la felicidad, que le negaron los
ineptos gobernantes de su patria, que inmersos en luchas políticas a ver cual
de ellos sacaba mejor tajada, no se preocuparon jamás de dar trabajo a sus
súbditos. Para encontrarlo no les quedó otra opción que emigrar al extranjero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario