domingo, 22 de julio de 2012

Relato: EL TREN DE MEDIANOCHE




por Florentino F. Botana


Cuando recibí la nota del examen final del curso pre-universitario (8,8), no paré de correr desde la Universidad hasta la pensión en donde vivía, para comunicárselo a la patrona y a los demás pupilos. Fue la mayor alegría que me llevé, desde siete años atrás que había aprobado el ingreso en el Instituto.
Me fui al pueblo de vacaciones de verano. Ya me podía matricular en el primer curso de la carrera de medicina, como era mi deseo.
Satisfecho por finalizar el bachillerato. Aquel verano recorrí todos los bailes de las numerosas romerías que dedicadas a varios santos que se celebraban en la comarca.
En una de aquellas fiestas, vi por primera vez a Elisa, una adolescente de unos dieciséis o diecisiete años. Para mí la muchacha más bella de cuantas había conocido. Desde el primer momento su hermosura y simpatía me dejó totalmente prendado: sus ojos gris azulados contrastaban con su cabello rubio-rojizo, y en su cara angelical se podía adivinar su virginidad.
Desde que la pude observar con detenimiento, sentí unos deseos enormes de sacarla a bailar, pero la timidez y el nerviosismo me lo impedían, pues mi corazón latía fuerte y rápido, y un cierto temblor se apoderó de mi cuerpo.
Fruto de mis humildes estudios, y por experiencia propia sabía que el alcohol mitigaba la timidez, así que entré en el bar, me tomé tres o cuatro vinos, y mientras hacían efecto un cosquilleo subía hacia mi cabeza, dotándome de seguridad.
Ya más tranquilo, me acerqué donde estaba y le pregunté si quería bailar conmigo. Ella asintió
Cuando acabó la canción, le pedí que me concediera otro baile.
-¿Por qué no? – me respondió.-
En la segunda romería, antes de que bailara con otro, la saqué yo a la pista y le comenté que si no tenía compromiso, podíamos bailar algunas piezas más durante la noche.
-No tengo compromiso alguno –me dijo-, a mi edad no quiero atarme con un chico determinado, prefiero bailar con todos.
-Bueno, pues entonces bailaremos un baile más y te dejaré para que cumplas con todos los demás.
-En tu caso es distinto –me indicó.-
-¿Por qué?
-Porque a ti te gusta bailar conmigo y a mi hacerlo contigo.
En la tercera romería, al verla entre sus amigas, me dirigí hacia ella –y le dije.-
-Vamos a bailar, deseo decirte una cosa muy importante.
Al terminar el baile, Elisa disimuladamente tomó mi mano y me llevó hacia el atrio de la ermita. Allí   nos sentamos en el podio que lo cercaba ¿que era eso tan importante que me ibas a decir? -Me recordó.-
-Quiero que seas mi novia.
La muchacha me miró emocionada. Yo bajé la cabeza, y al levantar la mirada, pude observar que de sus hermosísimos ojos, brotaban dos grandes lágrimas.
Desde ese momento Elisa me llenó de paz y de amor. Pero esa felicidad se multiplicó al decidir llevármela a vivir conmigo a una pequeña casa que había alquilado en la Capital gallega.
Me entregó su virginidad a cambio de mi fidelidad, que me impedía no solo acostarme con chicas, sino también besarlas, acompañarlas al cine e incluso tocarles una simple uña.
Nos juramos amor eterno, y le dije que tan pronto terminase medicina, nos casaríamos. Seis años más tarde al licenciarme, y para cumplir el juramento que le había hecho, solicité una plaza de APD. (Asistencia Pública Domiciliaria) Y me destinaron a un pueblo lejos de donde vivíamos.
Por una inesperada enfermedad de su madre, Elisa no pudo acompañarme al pueblo.
- Cuando tu madre se ponga bien y yo disponga de una vivienda digna, venís las dos al pueblo; pues allí, dado su clima, tu madre se recuperará mejor que en este ambiente húmedo de Galicia.
Llegó el día de acudir a la estación, subir al tren y dirigirme al pueblo que me habían destinado. No quise que Elisa viniese a despedirme. Deseaba evitar un triste y doloroso adiós, y hacer luego un viaje angustiado.
Subí al tren, recorrí unos metros del pasillo, y entré en un departamento en donde se sentaban a la izquierda un anciano, y a la derecha una joven muchacha. Coloqué mis maletas en la repisa y me acomodé al lado de la chica.
Al momento el hombre se acostó al darse cuenta que disponía de todos los asientos para él solo. A los pocos minutos de su seca faringe salían fuertes ronquidos.
-¡Qué feliz duerme el abuelo! –Le dije a la chica.-
-¡Ya lo creo! Supongo que lo avisarán al final de su destino, sino seguiría durmiendo toda la noche.
¡Que! ¿De vacaciones? ¿Eres estudiante?-Me preguntó para romper el hielo.
-No; soy médico, acabo de terminar la carrera y de cumplir el Servicio militar. Me han destinado a un pueblo de Zamora.
-Siendo médico y tan guapo, ¿Tendrías muchas mujeres hermosas locas por ti en tu facultad?-Me preguntó con toda naturalidad.
-Gracias por el cumplido. En relación a las mujeres no he tenido tiempo siquiera de observarlas. Me dediqué solo a estudiar, sacando muy buenas notas, que me vendrán muy bien para la calificación final de las oposiciones, que pienso presentarme el verano que viene. De la belleza no debes de preocuparte demasiado, ya que depende de los ojos que la miran.
Aquel anciano debía de ser el demonio reencarnado, ya que el instinto del mal se apoderó de mí, perturbando mi cerebro, dominando al instinto del bien, y arrastrando mi comportamiento hacia la maldad.
Sin acordarme para nada de Elisa, algo maligno me hizo perder la razón y me empujó hacia la muchacha. Tomé con mi mano derecha su mano izquierda pensando que me la rechazaría; no solo no me la rechazó, sino que entrelazando sus dedos con los míos, me la apretó suavemente. Se acurrucó en mi hombro, me miró a la cara y de su boca salieron bonitas palabras alabando mis ojos, mis labios etc.
Al oír sus palabras, mi cuerpo comenzó a temblar como las hojas de un árbol, intenté apartarme de ella pero su perfume penetró en mí profundamente, y el hechizo de sus ojos y su boca, me envolvieron en un torbellino de pasión que no pude resistir. Una nube no solo cegó mi visión, sino también mi mente, haciéndome enloquecer y perder el sentido de la realidad, que me impedía controlar mis actos. Medio aturdido busqué su boca y la besé suavemente, pero la muchacha hizo que el beso se prolongara por más tiempo.
Al dejar de besarme, colocó su cabeza sobre mi pecho, entonces sentí el calor de su cuerpo en el mío y el olor de sus cabellos que acaricié con dulzura, me volvieron a enloquecer, y así quedamos adormilados no sé por cuanto tiempo.
Sacó un cigarrillo del paquete y salió al pasillo a fumar. Volvió a entrar, e intentado saber algo de su vida, le pregunté su nombre. Me llamo Laura, -me dijo- y sacando un bloc del bolso, me escribió sus direcciones repetidas cuatro o cinco veces. Supongo que te darás cuenta por qué las repito- ¿no?
-Si, ¡pero explícate mejor!
-Que siento una ansiedad loca de pasar un fin de semana contigo.
Al bajar la muchacha del tren y quedar solo en el departamento, pensaba que había echado por tierra, tanto mi vida sentimental del pasado como la del futuro. Elisa tal vez se muera de pena, y yo quedaré condenado a vegetar en un mundo, que ya no deseo vivir.
Tenía razón Jorge Manrique, en las famosas coplas a la muerte de su padre,”cual presto se va el placer, como después de acordado, da dolor”.
Con mi actuación en el tren, le había hecho un daño irreparable a mi novia. La culpa tal vez fuese de mis hormonas que no me impidieron seguir adelante. Sabía que sería el fin de nuestro futuro amoroso. Ya no podría ser feliz jamás. He traicionado todas las promesas que le había hecho a Elisa, y desde ahora sería incapaz de mirarle a los ojos .Mal si se lo comunico y peor si no lo hago. El remordimiento de conciencia me atormentará toda mi vida.
Debí de haber perdido el juicio, para hacerle a mi amada semejante canallada.

Atraco a media noche




Por Florentino F. Botana.

Por aquellos tiempos, entre los años sesenta y setenta, aprovechando que por los alrededores de Compostela, se estaba rodando una película de ambiente gallego. El director o tal vez su ayudante, solicitó a través de los medios de comunicación de Santiago, personas para hacer de extras, más bien gente joven y de ambos sexos. Por entonces los jóvenes debían de leer poco los periódicos, ya que solo nos presentamos unos diez o quince. El Sr. nos dio una charla de cómo se hacían las películas, como se escogían los actores etc. Al final se entabló una conversación sobre temas de cine.
Yo por entonces, modestia aparte, era un joven bastante guapo, mi cabello era rubio y mis ojos azules, daba el prototipo de un descendiente de los celtas, cuyo origen hay que situarlo en la zona suroriental de Alemania, entre los ríos Rin y Danubio, que fue seguramente el área primitiva de su hábitat.
Entre los años 2.000 y l.700 antes de Cristo invadieron la Galia y Gran Bretaña, y hacia los años 800 y 600 a. de Cristo arribaron en la península Ibérica, ocupando su parte noroccidental (Galicia, Asturias, Cantabria y parte alta de la provincia de León). Según los historiadores y por los conocimientos históricos que disponemos, se trataba de personas altas con el pelo rubio y los ojos azules.
En la tertulia se comentó, que como los actores escogidos eran morenos, serían más autenticas las escenas, con protagonistas rubios como la mayoría de los gallegos, cuyos genes no solo los heredaron de los celtas, sino también de los suevos y visigodos, ya el origen de todos ellos estaba en la Germanía.
 Mi única ilusión por entonces era ir al cine. Los fines de semana estrenaban dos o tres películas en los mejores cines de la ciudad. Luego los martes las pasaban a los cines de barrio en donde por la módica cantidad de una peseta, desde lo alto de la cazuela podías ver todos los estrenos
Comencé a vivir las escenas de las películas, interpretando a mi manera delante del espejo del salón de la pensión. Entró en mí tal obsesión por ser artista de cine, que el día que acudí a visitarlos por el asunto de los extras, me llevé una gran decepción al decirme el productor: “usted daría la imagen de protagonista de cualquier película, pero su acento gallego no le ayudaría nada a conseguirlo”.
Comenzó manifestándonos, que si a un actor había que doblarle la voz, perdía mucho de su personalidad, debido a que no siempre es posible hacerlo con el mismo doblador, y quedaría muy mal ante los espectadores en una película con una voz y en otras con voces distintas.
Le pedí que me diesen una oportunidad, y actué de extra especial en la película, lo que se conoce como doble de posición, sin hablar una sola palabra en las escenas que actuaba. Mi sorpresa fue aún mayor cuando vi la película y pude comprobar que solo aparecía de espaldas en dos tomas por las calles de Santiago.
De todas las maneras, para quedar bien conmigo y que le dejara en paz, me dio su tarjeta, por si algún día se me ocurría acudía a Madrid a probar suerte en el celuloide.
Pasaron varios años, y en cierta ocasión me desplacé a Madrid a participar en un concurso. Y se me dio por visitarlo. Se disculpó diciéndome que tenía que residir por un tiempo en Alemania, participando en una superproducción hispano-alemana, y que no disponía de tiempo para hacerme una prueba, y saber si tenía actitudes y talento para el cine. Al final me mandó a “freír espárragos”.
Viendo que en el cine no me daban oportunidades, me dediqué a lo mío: a estudiar y conseguir licenciarme en alguna carrera, esperando que aunque menos remunerado, en el futuro el trabajo fuese más seguro.
 Durante el invierno estudiaba intentando sacarme el bachillerato, y en el verano me desplazaba a la aldea para ayudar en las faenas del campo a mis padres y a mis tíos, tanto en la agricultura como con la ganadería.
Aquel verano acababa de cumplir diecisiete años, terminada la siega, y una vez bien curados tanto el grano como la paja, después de estar varios días bajo el calor del sol, mis padres así como los demás vecinos, traían de las fincas a la era, carros de manojos de mies con el objeto de iniciar la trilla. Un día de repente se presentó una tormenta que nos obligó a resguardarlos de la lluvia, metiéndolos dentro de los cobertizos situados alrededor de la casa.
Al terminar la labor y quedando el grano protegido de las inclemencias atmosféricas. Allí me quedé yo al lado de los manojos, observando el cielo gris oscuro que barruntaba tormenta. Cuando me disponía a abandonar el cobertizo, apareció sin saber de donde, la hija de uno de mis vecinos, que tras hablar un rato conmigo, de repente me empujó y me arrojó sobre la paja. Dándome cuenta de lo que deseaba, la cogí de las piernas y la acosté a mi lado, me puse sobre ella e hicimos el amor. Fue la primera vez que sentí el placer del sexo, aunque ya lo conocía por las frecuentes masturbaciones que venía practicando. La chica que se llamaba Adela, como pude comprobar, perdió en aquel momento la virginidad.
Durante un cierto tiempo hasta que la chica tuvo de nuevo la menstruación, viví preso de la angustia, por temor de que hubiese quedado embarazada. Mi trastorno mental era tal que no me enteraba ni prestaba atención a la mayoría de las cosas, que me comunicaban mis vecinos y la familia. Mi mente estaba tan ocupada pensando en las repercusiones de un posible embarazo de la chica, que al verme tan preocupado y tan ausente de las conversaciones, muchos me preguntaban si tenía algún disgusto o me pasaba algo grave; yo los tranquilizaba diciéndoles que estaba esperando la nota de una asignatura muy difícil.
Todo cambió cuando un día estando solos, la muchacha al intentar besarla, me dijo:
-No me hagas nada, que estoy con el período.
Fue tanta la alegría y el estado eufórico, que salí pitando de allí y no paré hasta haber recorrido cuatro o cinco Km., intentando olvidar las torturas psíquicas de la pesadilla.
Adela vivía con sus padres y dos hermanos, estos durante el día acudían al campo a realizar las labores agrícolas, mientras que ella se quedaba en casa haciendo la comida, desde que había dejado de asistir a la escuela.
Yo con la disculpa de que en el campo, lejos de los ruidos de los animales, se estudiaba mejor que en casa; le decía a mi madre que iba a estudiar bajo los pinos, y lo que hacía era acudir a casa de mi amiga. Al entrar en su interior, nos besábamos con tanta pasión, que sin soltarnos nos dirigíamos hacia la cama de sus padres, en donde la mayoría de los días hacíamos el amor, teniendo la precaución de no dejarla embarazada. ¡Bastante angustia había pasado la primera vez por su posible embarazo!
Todas las veces que realizábamos el acto en la cama, lo hacíamos vestidos por lo que pudiese ocurrir: la presencia de algún familiar de improvisto, o por cualquier otra circunstancia. Solo cuando lo hacíamos en el campo lejos del pueblo, nos desnudábamos.
Un día estando acostados, me cayó al suelo debajo de la cama una navaja que llevaba en el bolsillo: Al recogerla pude observar entre el colchón duro como una tabla, y el somier de alambres enroscados, un revólver del treinta y ocho niquelado y en buen estado de conservación, y a su lado una pequeña caja de cartón conteniendo en su interior seis balas, que probablemente su padre había dejado allí tiempos atrás. Tal vez el arma estuviese depositada en aquel lugar desde la terminación de la guerra, ya que los colchones en las aldeas de Galicia por entonces, no se majaban prácticamente durante toda la vida.
Sin que Adela se diese cuenta, recogí el revólver y las balas, los metí por dentro de la camisa y al llegar a mi casa los oculté en la bodega.
Una tarde, uno de mis hermanos -el que llevaba a los animales a pastar al monte-, se puso enfermo. Entonces mis padres me dijeron que fuera yo el que condujese al ganado hasta una finca no muy alejada de la aldea. Recogí el arma y dos balas de la caja con la intención de probarla. La parcela estaba situada al lado de un barranco, en donde existían varias canteras de granito. Por un momento dejé solos a los animales, me dirigí a una cantera y saqué el arma. La observé con detenimiento, por si pudiese existir la posibilidad de que me reventase en la mano y me la destrozara. Sin pensarlo mucho me decidí llevar a cabo el experimento: probar el funcionamiento del revólver, así que cerré los ojos y apreté dos veces el gatillo. Sin saber que dirección habían tomado las balas, solo pude observar al abrir los ojos, que por la boca del cañón salía humo. El arma había aguantado como si fuera nueva la presión interior de la pólvora.
Ustedes se preguntarán ¿Para que precisa un joven de diecisiete años un arma de fuego?
Hasta aquella fecha, al ser el único estudiante de la parroquia, me pedían que investigase pérdidas de animales y otras cosas sin importancia, sin necesidad de emplear la violencia. La investigación que tenía pensado llevar a cabo ahora, por una cuestión de honor; no la hubiese podido realizar, sin llevar un arma de fuego sujeta al cinturón.
Antes de relatar los hechos, debo decir que Adela y yo, seguimos haciendo el amor en la cama de sus padres, sin que jamás me insinuara una sola palabra del revólver. Lo mismo sucedió con su padre, hablamos más de cien veces y no me nombró para nada el arma. Supuse que no sabía o no se acordaba de que la había ocultado debajo del colchón. O tal vez fuese de algún pariente de la familia, que lo escondió allí durante la guerra.
Un año después de iniciar las relaciones con mi amiga. Un tío mío, hermano de mi madre, José, montado en su yegua, acudió a Santiago a presentar los certificados de buena conducta y de penales, con el objeto de que se los enviasen al Consolado de La Coruña, y le preparasen los documentos necesarios que le permitiesen emigrar a la Argentina.
Sin que sepa yo la causa, tal vez relacionada con entrega de los papeles, o por lo que fuese. Hasta las diez de la noche no pudo volver a montar en su caballería, e iniciar el camino de regreso a su casa. Pensaba que podía recorrerlo en dos horas y media aproximadamente.
Cuando solo le faltaban unos dos o tres kilómetros para llegar a su domicilio. De repente salieron de un sombrío y misterioso bosque, que flanqueaba un tramo del trayecto, dos individuos conocidos de José o probablemente amigos suyos y lo atracaron. Sujetándole las bridas del animal, le indicaron que le diese todo el dinero que llevaba encima.
En principio José creyó que se trataba de una broma. Ahora bien, dándose cuenta de la hora que era -cerca de la una de la madrugada-, y que los asaltantes no desistían de su demanda; picando con la espuela a la yegua, pudo desembarazarse de los salteadores y a todo galope llegar a su domicilio, con tal grado de nerviosismo, tan alterado y furioso, que no se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Solo persistía en su mente, acudir a matar a los bandidos.
Al llegar dejó la caballería en la puerta. A toda velocidad subió las escaleras de dos en dos, entró en su habitación a recoger la escopeta, e intentó de nuevo montar sobre el animal. Con la intención de volver al lugar del atraco y dar muerte a los ladrones, que después de robarle seguramente lo matarían, para que no los delatase y quedarse con la yegua.
Fue preciso que sus tres hermanas le sujetaran los brazos e impidiesen que pudiese subir sobre la caballería, para que desistiese de llevar a cabo lo que su mente le indicaba.
Observando el sufrimiento y los lamentos de su madre. José se fue tranquilizando y haciendo caso a su madre - que le dijo-, que si los mataba, su destino no sería Argentina sino la cárcel para toda su vida. Le prepararon unas tilas y de mala gana por no poder hacer la justicia por su mano, se fue a la cama a dormir.
Por mucho que insistió la familia, se fue a la Argentina sin descubrir quienes habían sido los individuos que aquella noche intentaron matarle.
Yo acudía casi todos los días a su casa, que estaba situada muy cerca de la mía, aunque pertenecía a otra aldea. Mi tío sentía hacia mí un gran cariño, tal vez por ser el único sobrino estudiante. Le gustaba mucho la cultura, tenía en su casa gran cantidad de de periódicos y revistas para enterarse de lo que pasaba en el mundo, de ahí la decisión de cruzar el charco. Yo venía a ser su sobrino favorito, hablaba mucho conmigo, y todos los días le rogaba que me dijera el nombre de los que lo asaltaron, nunca llegué a conseguirlo.
-Ya sabes –me decía-, que los gallegos no olvidamos nunca las ofensas, ni los daños que sin motivo alguno, nos puedan causar otras personas solo por fastidiarnos. Este agravio deseo olvidarlo, una vez en la Argentina, no me acordaré más de lo que me han hecho esos sinvergüenzas.
-Dígame por lo menos en donde tuvo lugar el atraco- insistí-.
-Eso no me importa decírtelo. Fue en el término de “Busacos”, los atracadores salieron del camino que pasa por el testero de la finca de tu tío Faustino, que desde el interior del bosque sale a la carretera.
Aquel era un lugar tenebroso. Al correr por sus cercanías las aguas de un río, hacía que dicho lugar estuviese de noche constantemente cubierto de nieblas espesas, y las sombras de las ramas de los árboles que crecían en su entorno creaban imágenes imaginarias fantasmagóricas, hasta tal punto que transitar por aquel sombrío lugar, le encogía el corazón al transeúnte.
Era tan misteriosa toda aquella extensión del bosque, que sobre él se generaron una serie de leyendas negras. Allí habían ocurrido robos, atracos y hasta crímenes en tiempos de la guerra civil. Si alguien te atacaba por la noche, por mucho que gritaras no te oían en ninguna aldea. Si uno escuchaba gritos, lo que hacía era huir a toda velocidad.
En mi aldea, se hacían apuestas a ver quien era capaz de cruzar aquel término de una a tres de la madrugada. Yo les hubiese ganado la apuesta a mis jóvenes vecinos, con el revólver sujeto al cinturón, hubiese cruzado el lugar sin miedo ni problema alguno. El arma con las cuatro balas en la recámara, me proporcionaba tanta tranquilidad, que hubiese podido cruzar toda la selva del Pico Sacro, sin miedo alguno a los atracadores. Nunca aposté nada por temor a que se dieran cuenta de que poseía dicha arma.
José, al mes y medio aproximadamente embarcó en Vigo para la Argentina, lo acompaño mi tío Faustino. Por entonces en el muelle de Vigo se producían escenas dramáticas: hombres que dejaban esposa y varios hijos, teniendo que emigrar por no tener trabajo en Galicia. Yo lloré a la hora de marchar de casa como un niño pequeño. Los primeros días lo recordaba con frecuencia, pero seguí adelante en mis estudios, y poco a poco me fui olvidando de su presencia.
Al año siguiente aprobé el curso, y pude disfrutar de las vacaciones durante todo el verano.
Seguía con Adela aunque cada vez la veía menos. Al no tener que estudiar; acudía a casa de mi tío a sacarle el ganado al monte, así me sacaba unas pesetas, que me venían muy bien para los gastos de las romerías que se celebraban por toda la redonda. Pasaba el día en su casa y después de cenar a eso de las diez de la noche, regresaba a mi domicilio a dormir.
En el trayecto del camino desde la casa de mis tíos hasta la de mis padres, existía una taberna, muchos días solía quedarme allí en compañía de otros jóvenes a jugar una partida de cartas, a veces hasta media noche e incluso hasta la una de la madrugada. Al ir bien en los estudios y ganar para mis gastos, mis padres no me controlaban la hora nocturna de llegada a mi casa. Me dejaban la puerta sin cerrojo, se echaban a dormir y al día siguiente no me preguntaban nada al respecto.
Por otro lado, en el lugar en donde habían intentado atracar a José, se seguían produciendo de vez en cuando robos nocturnos. Así que decidí llevarme el revólver una mañana a casa de mi tío Faustino y esconderlo en un cobertizo que tenía en las afueras de la vivienda. Por la noche iría a por él, y en vez de dirigirme a la taberna a jugar a las cartas, acudiría a “Busacos” y me acostaría tras el muro sur que flanqueaba el fatídico camino.
Durante mes y medio aproximadamente permanecí allí tumbado, desde las diez y media de la noche hasta la una de la madrugada, esperando oír voces de personas. Sin embargo, los únicos ruidos que percibía eran de los jabalís, o de algún que otro zorro, que aprovechaban la oscuridad de la noche para llevarse algo a la boca; otras veces era el vuelo de alguna lechuza dejándose caer en picado sobre pequeños roedores.
De vez en cuando sin soltar el arma de mi mano derecha, me quedaba dormido. Era un sueño tan ligero que el más mínimo murmullo me despertaba.
Una noche por fin me pareció escuchar la conversación de dos hombres. Levanté un poco la cabeza, y pude comprobar que estaban sentados en el muro oriental que flanqueaba el camino, enfrente en donde yo me encontraba oculto. Orienté el pabellón auricular izquierdo hacia el lugar de donde procedían las voces. Le oí comentar en gallego, que en la actualidad solo pasaban coches por la carretera, a pesar que más se parece a un camino que a una carretera. Por cada persona que pasa sobre una caballería, transitan decenas de coches.
Hoy en día –dijo uno-, el oficio de atracador nocturno está en crisis, tenemos que ir pensando en dejarlo. Una vez que reúna el dinero para comprar la finca que el tío Antón tiene puesta en venta, no volveré a pisar estos lugares.
-Sobre todo ahora, que según dicen van a traer la guardia civil a “Lestedo”, creo que ya están construyendo el cuartel -contestó el otro-.
-Si eso es cierto, se nos acabó el negocio.
Me arrastré por el suelo hacía donde estaban sentados, con la intención de dispararle, tal vez no tuviese otra ocasión. De repente se levantaron dirigiéndose hacia la carretera; habían observado la figura de un hombre que se acercaba, montado sobre una bicicleta en dirección este.
-Es el hijo del herrero de Lestedo, viene de cortejar, su novia es de la aldea de Deseiro, seguro que no lleva en los bolsillos una sola peseta.
-Seguro,-le contestó el otro-.
Lo dejaron pasar sin incordiarlo, y una vez que se alejó, decidieron retirarse a su casa por aquella noche.
Arrastrándome de nuevo silenciosamente, intentaba saber hacia donde se dirigían. Puesto en pie, fui observando sus bultos hasta perderlos de vista en dirección sur.
Seguí acudiendo a “Busacos”, acostándome como venía haciéndolo anteriormente tras el muro oeste del camino. Sabía que un día u otro volverían al lugar, intentando robar a los viajeros nocturnos, por lo menos hasta que consiguiesen el dinero necesario para comprar la finca del tío Antón.
Mis presentimientos no tardaron en cumplirse, como era de esperar, cuando llevaba ocho o nueve noches allí, oí voces de personas. Deslizándome por el suelo conseguí situarme enfrente de donde se encontraban: sentados en el muro opuesto del camino. Comprobando que se trataba de dos hombres de mediana edad, que vestían chaquetas y pantalones muy deteriorados, con remiendos en las rodillas y en las mangas. Hablaban en gallego, y por mucho que me esforcé no pude entender bien el tema de la conversación.
Cuando los tuve a tiro, decidí dispararles para que pagasen la ofensa que le habían hecho a mi tío. Al no existir justicia por entonces que los pudiese juzgar, creí conveniente castigarlos por mi cuenta, para que pagasen por el acto cometido.
Mi idea no era matarlos sino hacerles sufrir. Así que decidí apuntarles hacia las piernas, con la intención de producirles alguna fractura o una herida severa en alguno de los miembros inferiores, que les obligase a recapacitar y olvidarse de atracar y robar a las personas honradas.
Apoyé el arma sobre el muro, y disparé un tiro con dirección a las piernas de uno de los individuos. A contención dirigí el cañón del arma hacia las piernas del segundo, este tiro lo debí de fallar, pues el hombre con gran rapidez bajó del muro y salió pitando por el camino, atravesó la carretera a tal velocidad que pronto lo perdí de vista.
El herido gritando y quejándose del dolor, siguió a su compañero cojeando visiblemente; cada vez que pisaba con la pierna lesionada, se le escuchaba un juramento contra su amigo. Le pedía que le ayudase a huir, y le criticaba de intentar salvarse el solo, olvidándose del compañero.
Pude rematarlo con las dos balas que me quedaban en la recámara, como mi intención no era matarlos, lo dejé que se fugase.
A mí no me interesaba que me viesen, así que no los perseguí, al observar que solo se preocupaban de correr y ponerse a salvo, sin mirar atrás para saber quien les había disparado. Seguro que pensaron que se trataría de la guardia civil.
Al día siguiente acudí a casa de mi tío para decirle, que este día no le podía sacar el ganado al monte. Tengo que acercarme al Ayuntamiento por un certificado para llevarlo al instituto.
-No importa, como no tengo nada urgente que hacer, lo llevaré a pacer yo.
Me despedí de mi tío y me desplacé sin perder tiempo al lugar del tiroteo, para seguir el rastro de sangre que iba perdiendo la noche anterior el atracador herido, e intentar saber a que aldea había huido.
Fui siguiendo las gotas de sangre en el suelo, cada vez de mayor tamaño formando una línea continua en el camino que nos conducía a la aldea muy pobre de “Vilar”. Con lo poco productivas que eran aquellas tierras, que cultivaban los ocho o diez vecinos que convivían el ella. No es de extrañar que algunos se dedicaran a robar y a atracar por la noche.
Todas las aldeas por muy pequeñas que sean, como en tiempos del Imperio romano, disponen de cuatro calles o caminos para salir y entrar de sus viviendas. El rastro de sangre del herido llegaba hasta la aldea y continuaba entre sus dos primeras casas; no seguí rastreando dentro del casco urbano, debido a que no tenía el más mínimo interés que me observasen y me reconocieran como el autor del tiroteo de la noche anterior.
Intentaba averiguar, para estar seguro de que los atracadores habían cruzado la aldea para despistar y siguieran caminando hacia otra cercana. Era preciso por lo tanto que recorriera las cuatro salidas del pueblo y observar si por alguna de ellas continuaba el rastro de sangre.
Tomando toda clase de precauciones y con el revólver sujeto al cinturón, esperé a que fuese la hora de comer para recorrer los mencionados caminos, sin hallar restos de sangre por ninguna parte.
Esto me daba la casi total seguridad de que los atracadores de mí tío, fuesen de aquella aldea, la más cercana al lugar de los hechos. El reconocerlos sería cuestión de tiempo.
Entre las costumbres de la Galicia rural de entonces, estaban las fiestas patronales de cada parroquia con sus romerías correspondientes. El día de la fiesta terminaba con un baile al aire libre en una pista destinada para ello, solía comenzar sobre las siete de la tarde y terminar a las once o doce de la noche.
Los jóvenes sabíamos muy bien a que aldea pertenecía una determinada chica, y las muchachas le pasaban lo mismo si les interesaba un determinado chico. Yo era bastante conocido para las chicas. Me contaba Adela que le oía contar cosas de mí: si era de la aldea de Tomiño, que estudiaba en Santiago etc.
En el baile, las jóvenes de una determinada aldea se situaban en grupo, si te gustaba alguna de ellas la sacabas a bailar y mientras bailabas, le preguntabas se estaba o no comprometida con otro para la noche. Si te aceptaba, bailabas toda la noche con ella, que llevaba consigo el tener que acompañarla hasta su casa al final del baile.
En la aldea de “Vilar”residian tres o cuatro chicas (la aldea tenía solo unos treinta habitantes), una de ellas más o menos de mi edad, la conocía de sacarla a bailar en varias romerías. Por mi timidez, hasta que se hacía de noche no solía pedirle un baile a ninguna, me daba vergüenza bailar ante la gente que nos estaba observando.
Con Maria Pilar, que así se llamaba la muchacha, era distinto, la sacaba de día por miedo a que se me adelantase otro chico, y me quedase sin el placer de tenerla en mis brazos durante la noche.
La chica además de simpática era muy guapa, presentaba un cabello de color rubio cobrizo, ojos azul claros y una cara angelical en la que se podía observar su virginidad.
En las romerías que no estaba presente Adela, intentaba estar toda la noche con ella y luego la acompañaba hasta su casa.
Al cabo de cierto tiempo el romance sentimental seguía adelante y considerándose mi novia, me insinuó que los sábados que pasaba en la aldea, la fuese a cortejar a su casa, como era costumbre por toda aquella comarca. Se comenzaba por estar los dos sentados en sillas delante de la puerta durante la tarde. Al acercarse la noche se pasaba al pasillo o a la cocina, y se hablaba también con los padres y con sus hermanos pequeños si es que los tenía.
Me llevé una gran sorpresa cuando me presentó a su padre. Al instante lo reconocí como el individuo al que le había disparado y fallado en el intento. Como ya he dicho, salió pitando de allí a toda velocidad, olvidándose de su compañero herido.
Por un tiempo seguí galanteando a Maria Pilar, por el simple hecho de enterarme de todo lo que me interesaba. Así pude saber que el compañero de su padre en los atracos, era un hermano suyo, tío de la muchacha. La versión que me dio la chica, tal vez desconocedora de los hechos. Que su tío se había quedado cojo, al sufrir una fractura de los huesos de la pierna derecha, debido a la caída de un roble, al subir a cortar sus ramas para convertirlas en leña, para quemar en la estufa durante el invierno.
Una vez conocida la identidad de los atracadores de mí tío, dejé de cortejar a la chica, aunque ella no tenía culpa alguna. También dejé de acudir a los bailes de las romerías, comencé a salir con chicas estudiantes en Santiago, y a la guapísima Maria Pilar, no la volví a ver en mi vida. Fue lo que más sentí, olvidarla me costó poco menos que una enfermedad.
Por otro lado, Adela, al darse cuenta que la quería para hacer el amor, se marchó a trabajar con unos señores a una parroquia alejada de la mía a unos veinte kilómetros. Tampoco la volví a ver jamás.
Mientras tanto, yo tras un tiempo estudiando el bachillerato, y ejerciendo de investigador privado después, conseguí matricularme en la facultad de medicina. Desde ese momento hasta que terminé la carrera, no tuve relación con mujer alguna.
Me faltaba por saber lo más importante: si al hombre que había dejado cojo de su pierna derecha, era el auténtico atracador de mi tío.
Estando ejerciendo años más tarde el la población de Santa Lucía, tuve la ocasión de realizar una excursión de grupo a la Argentina. Yo era un enamorado de la cultura y el arte de las civilizaciones antiguas y había recorrido Grecia, Egipto, Israel etc. así que por fin iba a conocer un país de la Edad Contemporánea, que lo estaba deseando desde hacía mucho tiempo. El motivo era doble: Despedirme de mi tío José, de su hermano Jesús y del hermano de mi padre, Rafael, que también habían emigrado a aquel país. Y conocer in situ los grandes fósiles que se encontraron al sur en el entorno de la Tierra de Fuego y del cabo de Hornos.
En relación al primer motivo, que en realidad era el que me interesaba, estuvimos tres días en Buenos Aires y me desplacé al espacioso barrio de Avellaneda, en donde residen la mayoría de los españoles que emigraron a la ciudad del Río de la Plata.
Al primero que visité fue a José. Aunque se había casado con una nativa medio india, daba la imagen de un señor culto, pues vestía traje, corbata y sombrero. Estaba jubilado y me quedé atónito cuando me enteré de la mísera pensión que le había quedado, teniendo en cuenta además el bajo valor de la moneda argentina. Lo mismo me dijeron los otros dos tíos, que tenían aún pensiones mas bajas que la de José. Los tres me dijeron que les daba para comer sin hacer ninguna clase de excesos.
El primer día que visité a José, le expliqué todo el acontecimiento vivido con los atracadores. Lo hice –le dije-, intentando saldar la cuenta que usted tenía con ellos. Aunque los deseaba matar aquella noche del atraco, creí que con dejar a uno inválido era suficiente para reparar el honor.
No se a ciencia cierta –usted nunca lo descubrió-, si al que dejé cojo, fue o no el culpable de intentar robarle aquella noche. No estoy seguro si hice lo que debía o cometí un error, y tengo miedo de que haya pagado un justo por un pecador.
-Mal no has hecho, me contestó.
No le pude sacar otra palabra relacionada con el evento.
Al día siguiente acudí a un banco de Buenos aires y saque de mi cuenta nuevecientas mil pesetas, con la idea de repartírselas a los tres y que las gastarán en lo que les apeteciese.
Al primero que se las llevé fue a José, para que pudiese hacer uso de ellas para algún capricho o que las agregara a su diminuta pensión y las fuera gastando mensualmente.
Fuera por el dinero que le entregué o porque deseaba aclarar lo del atraco -me comentó-.
-Al que has dejado cojo, que se llama Justino, era el mejor amigo que tenía, cortejábamos con dos hermanas, como no había secretos entre los dos, sabía la hora de regreso de Santiago aquella noche. Que lo hiciera un extraño pasa, que intente robarte un amigo, no se lo perdonaré nunca; si no fuera por la familia, lo hubiese matado aquel día con la escopeta.
Al tercer día de estar en la ciudad, antes de embarcar fui a sus casas a despedirme. Con lágrimas en los ojos salí de Buenos Aires. En el avión vine pensando para mí, lo duro que era la vida para unos pobres gallegos, que por nacer en una época de hambre, tuvieron que emigrar y morir lejos de su tierra, que para un gallego es muy duro.
Espero que en el otro mundo. Tengan la recompensa y encuentren la felicidad, que le negaron los ineptos gobernantes de su patria, que inmersos en luchas políticas a ver cual de ellos sacaba mejor tajada, no se preocuparon jamás de dar trabajo a sus súbditos. Para encontrarlo no les quedó otra opción que emigrar al extranjero.    

             


     








sábado, 7 de julio de 2012

TEODORO Y LA REINA LUPA



Florentino Fernández Botana
                                                                                     
 Durante los dos últimos siglos fue pasando de generación en generación, la creencia de que en las faldas del Pico Sacro existía una cueva en donde Teodoro, el discípulo mas querido del apóstol Santiago, había dejado oculto un pequeño tesoro tras su muerte, ocurrida precisamente sobre la emblemática y sagrada montaña, conocida en toda Galicia con el nombre de Pico Sacro (Montaña sagrada).
Un día un muchacho de mi aldea, situada al suroeste de las laderas del cerro, estando de guardián apacentando su ganado, vio entrar al interior de una cueva, protegida por una gran roca, a un animal. Como yo era el único licenciado del pueblo, y sabedor el chico, de que me dedicaba en mi tiempo libre a la busca de restos arqueológicos, me lo comunicó.
Acudimos al lugar y pudimos comprobar que el animal se introducía en su interior por una muy estrecha hendidura abierta en la roca, que casi se nos hacía difícil acceder a nosotros, suponemos que también tendrían los mismos problemas los antiguos, ya que como pudimos probar posteriormente, la cueva estuvo habitada. Observando desde fuera pudimos comprobar que se trataba de una loba que protegía a sus tres lobeznos. No pudo escoger mejor sitio ya que la roca al ser de cuarzo como toda la montaña, impedía que se filtrase una sola gota de agua a la parte de dentro, excepto cuando el viento del sur empujaba un poco de lluvia por la abertura, situada hacia el suroeste,
Esperamos que saliera el mamífero al exterior y teniendo cuidado de no pisar a los cachorros, accedimos a su interior y nos quedamos completamente absortos de lo que allí pudimos observar: sesenta y dos monedas de la república romana y de la primera época del Imperio. La colección la componían denarios de plata de La república y de los primeros césares; ases, dupondios y sestercios, también de los primeros emperadores, desde Octavio a Antonino Pío; así como algunas figuras geométricas de bronce de tipo celta; mas cuatro manuscritos sobre papiro y pergamino, enrollados en rodillos de madera, en bastante mal estado de conservación, de valor incalculable una vez que los entendidos los consideraron auténticos del siglo I después de Cristo.
No hay duda que la cueva estuvo habitada en la antigüedad, pues en la base de todo su perímetro se sitúa una repisa baja para sentarse y acostarse, y sobre ella corre otra repisa para sostener los utensilios propios de la vivienda: de caza y pesca ya que no lejos de allí corren las aguas de un río.
Las monedas las metí en los bolsillos de la americana y aún las conservo hoy en día en mi poder.
Los manuscritos que recogimos con mucho cuidado, estaban escritos en latín, y una vez traducidos pudimos comprobar, que en dos de ellos narran la historia de Teodoro; desde que debe cumplir el mandato de su maestro el apóstol Santiago, de dar sepultura a su cadáver, que traído desde la Galilea, espera dentro de un sepulcro de piedra en el puerto de Iría Flavia; hasta que Teodoro encuentra su muerte en la cima del Pico Sacro.

Como luego diré, de los cuatro manuscritos dos se han perdido, suponemos que narrarían la odisea que tuvieron que vivir Teodoro y Atanasio, para trasladar el cadáver del Apóstol desde Palestina en donde lo embarcaron hasta la antigua Gallaecia. Y el viaje que inicia Santiago a la Galilea por la muerte de su madre, partiendo de Artúrica (Astorga) hasta Betsaida su tierra natal.

Llevábamos una temporada trabajando normalmente, y como todos los años asistí a un congreso que se celebraba en Barcelona. Cuando llegó la hora de partir para dicha ciudad, decidí llevarme los manuscritos y buscar a algún profesor de latín que pudiese traducírmelos.

 En relación a los rollos parte escritos en papiro y parte en cuero, me indicó mi amigo Emilio, que se podían traducir en Santiago, existían muchos profesores de latín, capacitados para hacerlo.

El problema radicaba en mi persona, ya que desde que hallé los rollos en el Pico Sacro, tenía la obsesión de que la traducción se debía de llevar a cabo lejos de Galicia. No deseaba bajo ningún pretexto que se enterasen en Santiago de su existencia. Darlos a conocer en Santiago, me hubiesen dejado inquieto, y no era para menos, ya que unos escritos tan antiguos no se encuentran todos los días. ¿Qué mejor idea que llevarlos al otro extremo de la Península y que los tradujera una persona anónima? Que hiciera el trabajo, cobrara sus honorarios, sin preguntar nada al respecto.

Me costó bastante encontrar a esa persona. Me hospedé en un mesón situado en el Paseo de Bonanova. Por un asunto relacionado con el congreso, pasé a hablar con el Secretario y le pregunté si conocía a alguna persona que se dedicara a traducir escritos en latín.
-Aquí- le dije-, con lo grande que es esta ciudad, tienen que existir muchas personas que se dediquen a ello.
-Conozco a uno que nos traduce a nosotros algunas revistas extranjeras, posee grandes conocimientos. Tenía una plaza de profesor de lenguas clásicas en la Universidad Autónoma, pero el alcohol y la droga hicieron que no cumpliese el horario y que fuese expulsado. Desde entonces se dedica a traducciones particulares. Vive muy cerca de aquí, en una bohardilla de la calle Montaner. Yo mismo le acompaño, pues como nos hace muchos trabajos, si voy con usted le atenderá mejor.

Tanto del hombre como del lugar en donde vivía, saqué muy mala impresión. Se llamaba Esteban Flotast y parecía un auténtico mendigo: cara demacrada, ojos hundidos, mal vestido etc., en la casa todo estaba en desorden, con los papeles tirados por todos los lados; y si eso fuera poco, la cama parecía la de un oso, la basura olía mal y la suciedad imperaba por todas partes, tanto en las paredes como en el suelo.

Me lo presentó el Secretario, el cual pasó cierta vergüenza ajena por el aspecto del hombre y por el lugar en donde habitaba. Quedé de llevarle los escritos al día siguiente por la mañana, al llegar me comentó que para la semana que viene (era sábado), tenía muchos escritos para traducir.
-Así que los tendrá usted traducidos dentro de quince días,-afirmó.
-El problema -le dije-, es que mañana yo me voy a Navarra y a lo mejor tardo unos días en regresar a Barcelona.
-Es igual, usted los tendrá traducidos dentro de quince días, si tarda más en venir a recogerlos, aquí estarán ¡No creo que me los roben! A veces se me olvida cerrar la puerta, pero nunca me han llevado nada. Los ladrones lo que buscan es dinero y ya saben que en mi casa no lo van a encontrar, es igual que entren de día que de noche.
-Bueno, dinero no tendrá usted dentro de la bohardilla, pero mis rollos guárdelos en lugar seguro, tienen un gran valor; aún no los tengo del todo documentados, ni se lo que pueden valer. Ahora bien, por su antigüedad y por el autor, son auténticos tesoros.
-No está demás saberlo, ¿Los tiene asegurados?
-No, tengo el acta notarial de que son de mi propiedad.
-Mañana me los trae y una vez que yo los vea, acordamos el precio de lo que le cuesta traducirlos.
A la mañana siguiente, saqué del armario la bolsa de viaje tipo mochila, en donde los tenía guardados y me dirigí a la casa del tal Esteban. Debía de estar dormido ya que me abrió después de varias llamadas a la puerta con los nudillos de la mano, el timbre brillaba por su ausencia.
Entré al interior, abrí la bolsa y fui sacando uno a uno los cuatro rollos, los observó con detenimiento y me dijo:
Que podían ser fáciles o difíciles de traducir, intentaré hacerlo lo mejor que pueda.
-Están escritos en latín, antiguamente igual que ahora, los que escribían en latín, le sucedía lo mismo que los que escriben en castellano: Pueden ser cultos y escribirlo bien o incultos y hacerlo con faltas de ortografía; con ello quiero decir que pueden ser fáciles o difíciles de traducir. Intentaré hacerlo lo mejor que pueda. Después de decirme que me cobraría cien euros por cada rollo, nos despedimos. Regresé al hotel, preparé la maleta, llamé a un taxi para que me llevara a la estación del tren e inicié el viaje de regreso a Navarra.

Totalmente atareado con las consultas de mañana y tarde, no encontraba un fin de semana libre para acudir a Barcelona a recoger los rollos y los folios traducidos. Como Esteban no me llamaba y sin tener la seguridad de que había hecho el trabajo, no quise exponerme a realizar un viaje de más de trescientos kilómetros sin saber nada del encargo: así que lo fui dejando un poco más de un mes, al final del cual decidí acercarme a Barcelona.

Al bajar del tren paré el primer taxi que pasó a mi lado, le di la dirección a donde tenía que llevarme: me subió por la avenida de Sarriá, se desvió hacia la derecha por el Paseo de Bonanova, y llegamos al inicio de la calle Montaner. Le indiqué al taxista que me dejara allí.

Lentamente caminé unos seiscientos metros y llegué al edificio en donde en lo alto, se hallaba la sucia casa de Esteban. El ascensor no llegaba hasta el final, así que salí de la cabina a la altura de la planta trece y subí hasta la puerta de su buhardilla. Después de varias llamadas, me abrió el hombre, con barba de varios días, con un aspecto sucio y desorientado. Pronto me di cuenta que estaba ebrio y bajo los efectos de la cocaína. No se acordaba de mí para nada ni de mi nombre.

Tenía que haberle hecho una visita al Secretario para que me acompañara, así tendría un testigo de que le había dejado cuatro rollos. No lo hice, decidí acudir yo solo, acompañado de mi arma del nueve corto con su correspondiente silenciador.
Al verme comenzó a moverse inquieto por la habitación, y al rato me dijo:
-¡Ah Sí!, ahora me acuerdo. Primero me entregó cuatro folios traducidos de los rollos, que me parecían muy pocos, dada la extensión de los papiros escritos alrededor de los cuatro rollos que los sujetaban; luego abrió el armario y sacó la bolsa con solo dos manuscritos dentro.
-Ahí los tiene traducidos, su trabajo me costó.
-Eran cuatro rollos, vuelva a mirar dentro del armario que faltan dos rollos. Le dejé cuatro, no dos.
-No me dejó más que dos.
-Le repito que eran cuatro- le grité muy enfadado-.
Como el hombre se empeñaba en que le había dejado solo dos, saqué la pistola de la cartuchera y el silenciador del bolsillo de la americana y me dispuse a unir ambas piezas. Esteban, que no se tenía de pie por el estado de embriaguez que llevaba encima, se sentó en un viejo taburete no percatándose de la presencia de mi arma. Volví a repetirle que quería los dos rollos que me faltaban y que no estaba dispuesto a perderlos. Al oír mis gritos me miró y al observar el arma intentó huir. No le di tiempo, actuando todo lo rápido que pude, me lancé sobre él y le puse el cañón del arma en la nuca.
-Dime en donde están los otros dos rollos o no traduces más escritos. Canta cuanto sepas o te meto las seis balas del cargador en el cerebro, que nadie oirá y en menos de un minuto te ves en el infierno.

Comenzó a llorar, rogándome que no le matara; se tiró al suelo retorciéndose como una serpiente. Me tiró delante de mí quinientos euros, diciéndome, que se los había vendido a un anticuario de la calle Diagonal por ese dinero.

Le di un puntapié al dinero, hacia donde él se encontraba, con la pistola en la mano recogí los folios traducidos y la bolsa con los dos rollos y le advertí antes de salir, que si llamaba a su comprador y le decía que yo me dirigía hacia allí, no viviría para contarlo.

Lo dejé llorando como un niño. Con un humor de perros cerré la puerta con un gran estruendo, la volví a abrir y fui hacia donde él se hallaba. Por cierto, no te aconsejo que te muevas de aquí hasta que yo vuelva. Si no recupero los dos rollos y al volver no te encuentro en la buhardilla, te buscaré y te mataré como a un cerdo.

Entre en el ascensor, salí de la cabina en la planta cero, bajé las escaleras de acceso, abrí la puerta y me encontré en la calle. Tomé la dirección sur hacia la Diagonal para intentar hablar con el anticuario, el comprador de los rollos.

Su tienda ya la conocía, pus delante de esas tiendas suelen poner las ferias del mueble, entré en su interior y me encontré con un hombre de mediana edad, pequeña estatura, flaco de cara con un bigotillo que le proporcionaba el aspecto de un judío de la Edad Media de Toledo, y aunque no se lo pregunté, seguramente fuese judío.

Después del correspondiente saludo, me interesé por alguno de los objetos antiguos que tenía a la vista. En realidad- le dije-, me interesan más dos rollos antiguos escritos en papiro o en pergamino, que usted ha comprado no hace mucho a un traductor de la calle Montaner, iguales a estos que llevo yo dentro de esta bolsa; espero que me pueda demostrar que son de su propiedad. En otras palabras, si los tiene documentados y si el que se los vendió era su dueño.

Lo observé con detenimiento y lo aprecié muy nervioso. Así que antes de que pudiese poner en funcionamiento algún sistema de alarma, o que echase mano al teléfono; saqué la pistola con el silenciador puesto, y apuntándole, le ordené que cerrase la puerta con cuidado, que no hiciese ningún movimiento raro; y si quería conservar la vida, que me entregase la llave y que se arrimara a la pared.
-¿Quién es usted? –Me preguntó-.
-Un detective privado, que intenta recuperar esos dos rollos, igual que he recuperado estos que llevo aquí; le ruego que vaya desembuchando todo lo referente a los rollos que compró, si es que aprecia la vida.
-Donde tiene instalada la alarma y el botón de su control.
-No tengo alarma, me contestó.
-No le hubiese valido de nada, si viniese la policía, yo con enseñarle mi documentación lo tendría todo arreglado y usted iría a la cárcel por ladrón. El que se los vendió, Esteban, cantaría igual que un ruiseñor. Le saqué el móvil de su bolsillo y la corté el cable del teléfono fijo. Le volví a repetir en voz alta, que me dijera todo lo que sabía de los rollos y en donde los guardaba.
-Se los compré a un traductor de la calle Montaner. Un alcohólico y drogadito, que yo conozco desde hace tiempo. Cuando yo fui a visitarlo, me dijo que se los había comprado a un cliente, que necesitaba el dinero y que no sabía como se llamaba.
-¿Se los compró sin saber que eran suyos, y sin exigirle ningún documento de que él era su propietario? En una palabra quiso usted aprovecharse de las circunstancias del individuo.
-Me pidió por ellos quinientos euros, por ese precio no se le podía exigir nada.
-Y usted se aprovechó de un alcohólico para hacerse con unos documentos que sabía que no podían ser suyos, sino de alguna persona que se los había llevado para que se los tradujera.
-Saqué del bolsillo interior de la americana, el acta notarial que indicaba que los manuscritos tenían dueño. Le ruego que me los devuelva y retiraré el arma, le doy los quinientos euros que pagó por ellos y todo arreglado
-No los tengo en mi poder, se los vendí hace unos días a un anticuario judío de Alejandría.
-Cogí un cuaderno de notas y un bolígrafo que estaban sobre la mesa, con la punta del cañón de la pistola sobre su nuca, le indiqué que escribiese el nombre y la dirección del judío de Alejandría, al que se los había vendido.
Escribió que se llamaba Benjamín Shalit, y que tenía la tienda en la plaza de la República.
Una vez que lo escribió, guardé la libreta con los datos en el bolsillo de la americana, y le dije:
-Si me engaña, solo vivirá el tiempo que me lleve en acudir y regresar de Alejandría, porque a la vuelta, le juro que lo mataré. ¿Por cuánto se los vendió?
-Por tres mil euros.
-Démelos, por el robo que ha cometido.
-No dispongo aquí de esa cantidad.
Le ordené que abriese la boca, le introduje el cañón de la pistola y sin sacárselo, el hombre como pudo abrió con su mano izquierda un cajón de su mesa y sacó una llave, con la cabeza me indicó que le llevara hacia el armario, situado detrás de la mesa, abrió una caja fuerte portátil y sacó el dinero que guardaba.

Con un golpe seco se lo quité de la mano y lo metí en un bolsillo de los pantalones.
-Se lo devolveré cuando recupere los rollos, descontando por supuesto los gastos que usted me ha ocasionado, y si no hay suficiente volveré por el resto.

Retiré el cañón de la pistola de su boca y pude observar que se le habían relajado los esfínteres. Abrí del todo la puerta exterior, le miré con desprecio y le dije:
Por su bien, le sugiero que no cuente nada de lo ocurrido. Lo dejo vivo porque no tiene usted mucha culpa como para matarlo. Comprenderá que mi obligación es recuperarlos ya que a mi cliente le costó mucho dinero encontrarlos y no está dispuesto a perderlo.

Cerré la puerta, salí a la calle y paré el primer taxi libre que pasaba por allí para que me trasladara a la estación del tren. No tuve ni tiempo de sacar el billete, pues arrancaba en ese momento. En el interior hablé con el acomodador para que me proporcionara uno; me indicó el departamento que me correspondía y me vine a Navarra con solo dos rollos traducidos.

Al llegar a Tudela, por las noches después de acostarme, ya que de día no me quedaba tiempo, emprendí la tarea de leer lo traducido por Esteban. Tenía la sospecha de que me podía haber engañado o que los hubiese confundido con otros, puesto que estaba todo el día bebido. Cuando llevaba leído la primera página del texto, aunque mi conocimiento del latín solo se limitaba a lo aprendido en el bachillerato, me fui dando cuenta que la traducción se adaptaba a lo escrito en los dos rollos que me había traído de Barcelona.

Para más certeza de que lo que yo pensaba era cierto, acudí a un hermano de un amigo mío, monje y profesor de latín del colegio que la Orden tenía en Navarra, quien me certificó que la traducción correspondía a lo escrito en latín en los dos manuscritos que le había dejado.

También me dijo que la historia que el autor nos quería narrar estaba incompleta, seguramente sería el final de una leyenda, que pudo ocurrir en la antigua Gallaecia en relación con la Doctrina de Cristo. Por entonces -me manifestó-, ya existía literatura fruto de la imaginación como en la actualidad. Lo más curioso del caso fue, de que no me habló una sola palabra de los personajes que aparecían en los textos, a pesar de que era monje y por lo tanto debía de saber que Teodoro era el discípulo mas querido del apóstol Santiago. Se limitó a revisar lo escrito y ni una palabra de su contenido.

Saqué la conclusión de que tampoco este monje creía mucho en la venida a Galicia del Apóstol a predicar la Doctrina de Jesús, y por supuesto tampoco de que sus discípulos habían traído su cuerpo a sepultar a la Gallaecia como era su deseo.

Para no quedar con las dudas, me interesaba mucho hablar con este monje, más que nada por conocer otra opinión más de la hipotética presencia de Santiago entre los gallegos. Así que un domingo me aproximé al pueblo de Marcilla que es en donde está situado el colegio de dicha Orden. Lo invité a comer en un pueblo cercano, como el monje no iba vestido con el hábito sino como los seglares, no tuvo problema para aceptar mi invitación.

Durante la comida me dijo que tenía muchas dudas de que los restos que se conservan dentro del sepulcro de la cripta de la catedral de Santiago, fuesen los del apóstol Santiago
-Más controversias genera -le indiqué yo-, entre los versados en la historia antigua cristiana, que sean los de Prisciliano, debido a lo siguiente:

En el siglo I después de Cristo, la creencia en la resurrección de los muertos, trajo consigo la construcción de los cementerios, situados en la afueras de los castros y ciudades celta-romanas. En un principio eran privados, pero a medida que iba en aumento el número de cristianos, se fueron haciendo públicos. Por cuestión de higiene, lo más normal sería que Prisciliano, fuese sepultado en un camposanto de una de las múltiples ciudades de entonces.
-Es una hipótesis -me manifestó el monje-, pero los partidarios de que el cadáver decapitado de Prisciliano es el que ocupa el sarcófago, se apoyan en que por tratarse de un hereje, los ortodoxos cristianos no permitirían enterrarlo en un Huerto del Señor. Entonces a sus discípulos no les quedaría otra opción que depositar el cuerpo dentro de un sepulcro bajo tierra en un campo (Compostela), y levantar sobre la tumba un pequeño templo funerario, construcción muy frecuente en tiempos de los primeros cristianos sobre sepulturas de personas importantes.  
Al tardar tres o cuatro siglos en encontrar la tumba (año 8l8 d.C.), el templo al deteriorarse se convirtió en un simple edículo, cuyos restos afloraban en lo que era por entonces el bosque de Libretón.
Después de discutir dos o tres horas, lo dejamos, y basándome en lo que me dijo el monje de la traducción, llegué a la conclusión de que Esteban, había vendido los otros dos rollos antes de iniciar la traducción, y que no se preocupó para nada que parte de la historia componían, si era la primera parte, la última o la central. Le interesaría tanto el dinero que sacó de la bolsa al azar dos rollos para vendérselos al comprador.
Los dos manuscritos que me devolvió Esteban, describían los acontecimientos más importantes de la estancia en la Gallaecia de Teodoro, tras la muerte de su maestro Santiago, continuando y evangelizando su doctrina hasta su muerte. Esto indicaría que para completar la historia, quedaba dos partes importantes por describir. Desde que Santiago inicia el viaje a la Galilea por la muerte de su madre, partiendo de “Artúrica” (Astorga) hasta Betsaida; y el regreso de sus restos una vez decapitado, traídos en una barca por sus discípulos hasta Iría Flavía. Que como es de suponer se narrarían en los dos rollos que vendió Esteban.
Aproveché la primera ocasión para desplazarme a Alejandría, con la intención de recuperar los dos rollos que desde Barcelona suponíamos que aún estarían en aquella ciudad. Yo de ningún modo estaba dispuesto a perderlos, después de de la suerte que había tenido para encontrarlos.
Tomé un vuelo en Madrid con rumbo a Egipto, aterricé en el aeropuerto del Cairo, allí me subí al tren y al amanecer llegaba en Alejandría a la Plaza de la República. Rápidamente localicé la tienda y pude comprobar que estaba cerrada por enfermedad. Seguramente el judío había recibido un chivatazo desde Barcelona y decidió cerrarla por un tiempo para librarse de un acoso similar al que recibió el judío de Barcelona.
Estuve en Alejandría unos quince días, hasta que decidí por aborrecimiento abandonar la ciudad, con la intención de volver de nuevo más adelante cuando el judío ya no se acordase de mí, y se le diese por abrir la tienda. Estaba convencido que tarde o temprano me haría con los manuscritos.
Durante ese tiempo no pude hacerme con los rollos; pero si conocer a una hermosa muchacha egipcia, que me la traje a Navarra y la hice mi compañera sentimental. Mi idea era que por medio de su familia, podía saber con seguridad cuando el hombre se le diese ya por abrir la tienda, para poder acudir yo a rescatar los manuscritos.
La muchacha que se llamaba Samira, era cristiana ortodoxa. Debía de ser muy practicante, pues en Navarra acudía a todos los actos religiosos, a pesar de ser católicos. A ella le daba igual con tal de que siguieran la Doctrina de Cristo.
La chica al principio se sentía muy feliz a mi lado, y le prometí llevarla a Galicia para que pudiese orar ante la tumba del Apóstol. Como por el momento tenía libre solo los fines de semana,- le dije.
-¡Lo siento cariño! Pero dos días son insuficientes para recorrer Galicia. Este tiempo se precisa solo para el viaje de ida y vuelta; te prometo que cuando tenga ocho o diez días de vacaciones te llevaré hasta allí. Así podrás rezar al Apóstol y visitar el Pico Sacro, un lugar emblemático y maravilloso en donde Teodoro conoció a la “reina” Lupa y encontró su muerte.
-¡Pues cuéntame otra vez la historia de Teodoro y Lupa-
-Te la voy a contar, pero puedes leerla tú en la traducción que me han hecho de los manuscritos que encontré. Los tienes en un armario del cuarto de estar.
-No, ¡Cuéntamela tú!
Todas las noches al acostarnos le tenía que contar la historia de Teodoro y Lupa; como cuando iba por la mitad, se quedaba dormida, al día siguiente no me quedaba otra opción que volver a repetírsela.
La traducción que me han hecho de los manuscritos, dice así:
“Al llegar a Iría Flavía, Teodoro dejó bien atada la barca en su pequeño puerto con el sarcófago de piedra, en cuyo interior descansaba el cuerpo del Apóstol, custodiado por sus amigos: Atanasio y Torcuato, que le habían ayudado a conducir la embarcación desde que los dejó Jasón hasta este lugar.
Teodoro salió de Padrón siguiendo la orilla derecha del río Ulla, en contra de la corriente aguas arriba, buscando un par de bueyes para poder transportar el sarcófago hasta donde los condujera la estrella que los guiaba.
Llegó a la población actual de Puente Vea, en donde se levantaba un pequeño castro. Por desgracia para Teodoro, sus habitantes vivían de la pesca y de la caza, y al no trabajar la tierra, no poseían los animales que Teodoro necesitaba. Le aconsejaron que siguiera adelante, tal vez en el castro de Teo pudiese alquilar un carro y dos bueyes para unos días. Aquí lo único que pudieron hacer por él, fue indicarle nuevamente que se dirigiera más al norte.
-¿Ve usted aquella montaña en forma de cono?
-Sí, la veo perfectamente.
-Pues es allí adonde tiene que acudir si precisa un par buenos bueyes. La reina Lupa cuenta con varias decenas de esos animales, paciendo sueltos en las faldas del Pico Sacro. No creemos que le sirvan para tirar de un carro, se trata de ganado bravo que nunca llevó un yugo sobre su cuello ni tiró de un arado. Los tienen para criar terneros que le suministren carne fresca a la tribu asentada en un castro al otro lado del río. De aquí tendrá usted que pasar por el castro de Sarandon, luego por el de Puente Ulla y se acerca a uno situado en lo alto de un cerro al que llaman Castro del Río. Allí le indicarán el camino hasta el Pico sacro, siguiendo la ladera sur de la Sierra, hasta llegar a su cumbre.
Cuando llegó al castro alto (la aldea que se construyó sobre sus ruinas, se le conoce desde la Edad Media hasta la fecha, con el nombre de San Miguel de Castro), situado en la orilla izquierda del río, lo encontro´desierto. Los hombres habían acudido al frente de batalla a luchar contra los romanos; las mujeres y los niños para más seguridad fueron trasladados al Pico Sacro, instalándose en tiendas construidas con pieles de animales. Esto fue lo que le dijo un pastor que cuidaba de su rebaño en las orillas del río Ulla, al norte de dicho castro. Le indicó también el camino a seguir, y Teodoro se dirigió por las laderas de la montaña en busca de Lupa. Necesitaba que esta le proporcionara los cabestros que tirasen del carro, para trasladar el cuerpo de Santiago, hasta el lugar elegido para ser sepultado, conocido como el Campo de la Estrella (Compostela)
Al llegar a la montaña sagrada, se encontró con una niña de unos diez años, que jugaba en los alrededores del provisional castro, que le indicó la tienda de la mujer por la que preguntaba: la “reina” de la tribu, Lupa. Se acercó a su tienda y encontró a Lupa sentada a la entrada de su “casa”; una hermosa mujer de unos veintiocho –treinta años, con cabello del color del oro recogido en una trenza a su espalda. En aquel momento estaba hilando con su roca y su fusa, intentando confeccionar una capucha (abolla) y probablemente, por los hilos y resto del material allí presente, un manto largo. Se aproximaba el invierno y había que abrigarse, ya que en la montaña el frío se comenzaba a notar. Así se lo hizo saber a Teodoro, una vez que este la saludó amablemente.
-¿Usted con esa túnica no tendrá frío? Supongo que será un sacerdote de la nueva religión que quiere que adoptemos y vendrá a hablarnos de ella.
-Sí, soy un discípulo del desaparecido apóstol Santiago, que como debe saber, se dedicó a evangelizar la religión a la que usted se refiere. Se le conoce con el nombre de Cristianismo y nuestra intención es que la conozcan por ser la verdadera, y no se la queremos imponer a nadie, sino darla a conocer y que la practique el que lo desee.
Ella había oído hablar de dicha religión, y le indicó que su tribu practicaba otro culto: adoraban a los dioses de los ríos, de las fuentes termales y a un sin fin de de deidades que Lupa le fue nombrando al sacerdote, sin que le hablase para nada del druidismo, cosa que le extrañó a nuestro protagonista. Tal vez Lupa pensaba que Teodoro era romano, pues el emperador Claudio al subir al poder el año cuarenta y uno después de C., abolió esta religión tribal en toda la Gallaecia.
(La religión conocida con el nombre de druidismo estaba muy extendida por el territorio ocupado por los celtas. Giraba en torno a un dios único, de ahí que los romanos de los tres primeros siglos después de C., politeístas, la persiguieran hasta su desaparición).
-¿De donde vienes?- Le preguntó Lupa-.
-De Iría Flavia, siguiendo el río, busco alguna tribu que entre sus manadas de animales cuenten con bueyes. Las indicaciones de los habitantes de otros castros, me han conducido hasta aquí, pues me han dicho que entre tus rebaños pastaban decenas de bueyes.
-¿Para que los necesitas?
-Mi maestro Santiago, que estoy seguro que has oído hablar de Él, estando en la Gallaecia, por la muerte de su madre hizo un viaje a su tierra, la Galilea, allí en donde vivió y predicó su Doctrina el Maestro de Nazaret. Por ser su discípulo y por satisfacer a judíos y romanos que odiaban a los cristianos, el rey de los judíos Herodes Agripa, le mandó decapitar. Era su deseo ser sepultado aquí en la Gallaecia, en donde realizó una gran labor evangelizadora, llevando la Doctrina de Cristo por todo su territorio. Para eso estoy yo aquí, en busca de una pareja de bueyes, para que me puedan transportar desde Iría Flavia su sarcófago hasta un lugar determinado, que nos lo indicará una estrella que nos viene guiando desde su tierra. En donde ella se pare, allí lo sepultaremos.
-¿Supongo que no habrás comido desde que saliste de allí?
-Me dieron algo de comer en los castros, por los que he pasado desde Iría Flavia hasta aquí. Desde la última comida ya ha pasado mucho tiempo.
-Pasa al interior de la tienda para que comas de lo que tengo cocinado: un poco de carne a la brasa.
Teodoro al observar de cerca aquella mujer, quedó impresionado de su belleza, además le agradaba su comportamiento con un hombre extraño que no había visto jamás.
Lupa admiraba la seriedad y lo bien que se expresaba aquel hombre, la fidelidad y los sentimientos hacia su Maestro, que decían mucho a favor de su persona, dispuesto costase lo que le costase a cumplir la promesa de sepultarlo en la tierra que deseaba.
-Los bueyes están en el campo, no veo problema alguno para que los lleves por unos días para que te puedan trasladar el cadáver de tu Maestro hasta el lugar del enterramiento. Tengo que decirte, que se trata de ganado bravo y se te hará difícil de apresar. ¿Has traído alguna cuerda para que los puedas atar?
-No señora, esperaba que usted me la proporcionara.
-Toma este hilo que acabo de hilar, si los puedes prender con él, te los puedes llevar para siempre.
-Gracias, voy a intentar apresarlos.
Teodoro, se dirigió hacia donde estaban pastando los animales, ante el asombro de Lupa se dejaron coger y atar con el hilo sin violencia alguna.
Cuando observó Lupa a Teodoro conducir los bueyes, siguiéndole como si fueran dos mansos corderos, solo pudo pensar que se trataba de cosas de meigas (brujas), o que el sacerdote estaba iluminado pos sus dioses.
Desde ese momento deseaba saber más de ese hombre, y le rogó a sus dioses que se lo devolvieran una vez terminada la promesa de dar sepultura a su Maestro.
Teodoro condujo el ganado hacia el sur camino de Iría Flavia. Sus discípulos una vez crucificado su Maestro, para dejar constancia del hecho, dejaron plasmados en los muros del trayecto, inscripciones en donde hacían constar, que por allí por mandato divino, los bueyes bravos siguieron mansamente a Teodoro.
Estas inscripciones al ir deteriorándose con el tiempo, fueron sustituidas en los siglos VI y VII por otras similares, algunas aún persisten en la actualidad.
Al llegar a su destino, su amigo Atanasio se alegró por la presencia de los bueyes, y le manifestó:
Nos hace falta un yugo para enyugar a los bueyes, el carro para poder colocar el sarcófago, mientras estuviste fuera, lo hemos buscado nosotros, pero solo hemos podido encontrar uno construido hace muchos años; esperemos que pueda soportar el peso del sarcófago hasta su destino. Nos lo han dejado con la condición de que se lo devolvamos a la vuelta del viaje.
Los dos amigos se fueron en busca de un yugo, no tardaron en encontrarlo. Regresaron al lugar en donde habían dejado la caja mortuoria y los bueyes, y se dispusieron a cargarlo e iniciar el camino hacia el lugar del enterramiento.
La estrella que los guiaba se detuvo en un campo conocido con el nombre de Arca Marmórica, allí excavaron la tumba y lo sepultaron. Según nos cuenta Teodoro, sus amigos Atanasio y Torcuato levantaron en el lugar un pequeño templo funerario sobre sus reliquias.
Ese templo con el tiempo fue derribado por los árabes, quedando convertido en un edículo en medio de un montón de escombros, que afloraba en lo que por entonces (cuando se encontró la tumba), se conocía como el bosque de Libretón.
Teodoro, nos viene a decir, que la estrella que los guiaba dejó de moverse sobre el campo. Los bueyes que tiraban del carro, se quedaron quietos y no había manera de hacerlos andar; entonces los discípulos que transportaban el cadáver, interpretaron que aquel campo era el escogido para dar sepultura al Apóstol, de ahí el nombre de Campo de la Estrella, del que derivó más tarde Compostela.
Una ves que sepultaron a Santiago, Teodoro, aunque los bueyes se los había regalado Lupa, estaba deseando llegar a Iría Flavia, dejar el carro y el yugo, atar a los animales y devolvérselos a Lupa. Sería una buena razón para volver a verla. Desde el momento que habían estado solos en la tienda y pudo comprobar su belleza, no pensaba en otra cosa que estar a su lado.
El maestro Jesús de Nazaret y alguno de sus discípulos, manifestaban que para dedicarse a la evangelización de la Doctrina Ortodoxa de Cristo, la mujer sería un estorbo; que me perdone Jesús que no esté de acuerdo con ÉL- pensaba Teodoro para si mismo-, yo me siento hombre y el matrimonio con la bendición de Dios, es el estado mas satisfactorio al que puede aspirar un cristiano.
Bien lo sabe el Señor, que mis intenciones con Lupa son honestas, con solo verla un día, ha dejado en mí una huella tan profunda, hasta el extremo de que me casaría con ella si me lo pidiese, y jamás la engañaría con otra mujer.
Inmerso en estos pensamientos caminaba Teodoro con los bueyes a orillas del río Ulla, aguas arriba, deseando llegar cuanto antes a esa montaña, en donde se le había despertado el instinto del amor.
Al llegar a las faldas del Pico Sacro, soltó los bueyes junto con los demás animales y subió hasta la tienda de Lupa. La encontró en sus alrededores preparando la comida, rodeada de unos cuantos niños que observaban su arte culinario preparando el potaje.
Miro hacia el sendero y le extrañó al ver que se acercaba la figura del sacerdote.
-¿A que has venido? Si buscas comida aún no está hecha.
-A devolverte los bueyes y agradecerte tu buena acción de habérmelos dejado.
-No hacía falta, ya te dije que te podías quedar con ellos. Tú fuiste el único que por arte de magia has conseguido domesticarlos, te hubiesen venido bien para desplazarte de un lugar para otro, en la misión de captar adeptos a tu causa religiosa.
El motivo de traerte los bueyes, no es otro que el poder verte otra vez. Desde el día que te conocí, no hago otra cosa que pensar en ti, tu figura se me aparece hasta en sueños. Quiero estar siempre a tu lado, tener hijos contigo y ser felices toda la vida.
Lupa se quedó deslumbrada por la rápida declaración de amor de Teodoro, con solo conversar con él unas horas, no comprendía aquella apasionada muestra de sus sentimientos, y le contestó.
-Eso no puede ser, por un lado soy una mujer casada, y por otro no debo abandonar a mi pueblo, los hombres que han tenido que acudir a la guerra, para defender a nuestra patria, me han confiado la labor de proporcionarle comida a los niños y de que las mujeres cuiden de los mayores.
-Porque yo te ame, no tienes que abandonar a tu pueblo; lo de estar casada no lo sabía, al pasar a tu tienda el otro día. Creí que no tenías marido, eso también se puede arreglar si no lo quieres.
-Te repito que no puede ser. No he sido yo la que te ha invitado a venir, sino que fuiste tu el que regresó de nuevo a la montaña. Me dices que me amas, pero yo soy una mujer casada con un hombre que me han impuesto cuando era una niña. Tu fidelidad a tu Maestro te honra, seguro que si te entregara mi amor también me serías fiel. Es verdad que estoy sola y necesito un hombre, pero si regresara mi marido y me viera unida sentimentalmente a otro, estoy totalmente convencida de que me mataría.
-¿Dónde está tu marido?
-Si estuviste por allí, creo que estarás más enterado que yo de los cambios que se produjeron últimamente en Roma. Ya sabrás que su guardia pretoriana asesinó al emperador Cayo Julio Cesar, más conocido por Calígula. Pues bien, aunque decían que estaba loco, para nosotros fue bueno, ya que nunca nos impidió practicar nuestra religión, ni ordenó a sus legiones destinadas aquí en nuestra tierra que nos castigaran, siempre nos dejó vivir en paz. Los mismos que mataron a Calígula nombraron emperador a su tío Tiberios Claudios Drusos, conocido por Claudio, que dicen que es tartamudo y cojo, pero para nuestro pueblo fue un criminal.
-El concepto que yo tengo de Claudio-le contestó el sacerdote-, es que se trata del mejor emperador que tuvo el Imperio hasta nuestros días. Es el único culto, como no tenía nada que hacer, desde su juventud se dedicó a leer y a escribir, adquiriendo una cultura de la que carecieron los analfabetos y esquizofrénicos emperadores que le precedieron.
-Sí, puede que para Roma sea bueno, pero con nuestro pueblo se está portando muy mal. Según mi marido de las dos legiones que tiene distribuidas en la Gallaecia, mandó río arriba desde el sur, a seis centurias que debían ser dirigidas cada una de ellas por un centurión. Claudio viendo que los centuriones preferían vivir en paz, no entrometiéndose demasiado con nosotros, cuando no le dábamos motivo para ello, envió para ponerse al frente de estas centurias al tribuno más sanguinario de Roma: Cayo Mesala.
A pesar de que el tribuno Mesala era un gran estratega, al contar solo con unos seiscientos legionarios, frente a los cinco mil combatientes que pudieron reunir los celtas, no pudo cruzar el río hacia el oeste. Los celtas por el momento han podido parar el avance de los romanos. Mi marido es uno de esos hombres y ya lleva diez meses en el frente. Sabemos que está vivo por los emisarios que nos envían para tranquilizarnos.
A Teodoro que era un hombre alto, rubio y con los ojos azules, como la mayoría de los celtas, se le unía una gran personalidad y una gran persuasión para conseguir las cosas, a lo que había que unir una cierta atracción que fascinaba a las mujeres. Lupa tampoco pudo librarse de su encanto, su debilidad permitió que entrase en su tienda, y ante la declaración de sacerdote, que no cesaba de manifestarle que era el amor de su vida, cedió a sus pretensiones y al cabo de seis días de vivir plenos de felicidad, decidieron alejarse de la montaña por temor de que apareciese el marido de Lupa, Atala, y los pudiese asesinar.
Como en la vertiente del río Ulla se encontraba el frente de la confrontación entre celtas y romanos, y hasta cerca de Lucus (Lugo) al uno y otro lado del río estaba invadido de legionarios romanos y de guerrilleros celtas por todas partes, los enamorados acordaron dirigirse al oeste hacia las poblaciones situadas al noroeste y suroeste.
Teodoro siguió con la misión de evangelizar la población de los castros y de las ciudades, y encontró en su compañera Lupa, su más fiel colaboradora, que le ayudaba continuamente a imponer a los celtas, a los indígenas y a los paganos romanos, la Doctrina Ortodoxa de Cristo.
Mientras tanto celtas y romanos firmaron un simple tratado de paz: los celtas dejaban de profesar la religión del druidismo (adorar a un solo dios) y aceptan practicar el politeísmo de Roma. En recompensa los romanos les prometen respetar sus castros.
Atala, el marido de Lupa regresa a casa, llega al Pico sacro y se encuentra con la desagradable noticia, de que su mujer se había fugado con un cristiano.
El jefe de la tribu cruza el río y regresa a su castro, asentado en la otra orilla, en la que más tarde se le denominaría San Miguel de Castro. Al no hallar allí tampoco a su mujer, Atala desesperadamente inicia su busca por todo el territorio celta, sabedor de que más tarde o más temprano la encontraría, ya que lo conocía como la palma de su mano, lo había recorrido infinidad de veces en su constante enfrentamiento contra los romanos.
Para no herir el sentimiento de los cristianos, que no veían a los sacerdotes casados o unidos a mujeres, Teodoro dejó de narrar los acontecimientos que tuvieron lugar en su vida a partir de esa fecha, desde que conoce y se une sentimentalmente a Lupa.
A partir de entonces, toma el relevo en la narración de los hechos, su amigo Atanasio, que nos dice que Teodoro y Lupa durante un tiempo, evangelizaron juntos en las poblaciones de Ardobriga (Puentedeume) y Brigantium (La Coruña) al norte. Luego siguiendo el mar fueron bajando hacia el sur, pasando por las poblaciones de Valobriga (Finisterre) al oeste y de aquí al sur en las en las ciudades de Caladunum y Lambriga, alrededor de las rías de Noya y Muros; ya que la idea de la pareja era bajar hasta Bracara (Braga), con el objeto de estar lo más alejados posible de Atala.
Como Atanasio, era un celta natural de una aldea (castro), prácticamente analfabeto, cuenta los eventos de Teodoro y Lupa oralmente, han de ser otros discípulos de santiago, más letrados, los que los dejen impresos desde ahora en los rollos hallados en el Pico sacro.
Después de seis meses de intensa búsqueda, Atala encuentra a la pareja Teodoro y Lupa, cada vez más enamorados e inmersos en la evangelización en Braga. Con el apoyo de los romanos, Atala, recupera a su mujer, y estos capturan al sacerdote cristiano, lo introducen en una jaula de madera, lo suben a un carro, e inician el regreso al Pico Sacro; por ser allí en donde comenzaron sus relaciones, el lugar idóneo para que sufran su castigo: Lupa por violar la fidelidad conyugal, será condenada a ser la sierva de su marido y Teodoro sufrirá el martirio, muriendo crucificado en una cruz.
El gran sacerdote fue trasladado desde Braga en un carro tirado por bueyes, tardaron unos seis días en llegar al destino. Durante el trayecto solo fue alimentado con pan y agua, teniendo que hacer sus necesidades dentro de la jaula.
Al llegar a las cercanías del Pico Sacro, lo sacaron de la jaula y lo encerraron dentro de una celda en un pequeño castro conocido con el nombre de Castrosenande, del que derivó el nombre actual de Cachosenande, situado en las faldas de la montaña a unos tres kilómetros de la cumbre.
Mientras lo mortificaban, su amigo Atanasio y demás discípulos de Santiago, lo seguían a distancia sin atreverse a acercarse a su Maestro, por temor a que ellos también pudiesen ser capturados y castigados.
Varios días después, cuando Teodoro estaba muy debilitado, cortaron un castaño, labraron su tronco con hachas romanas y construyeron una pesada cruz.
Al otro día se la colocaron al hombro y le obligaron a transportarla hasta la cumbre de la montaña. Como cada pocos metros Teodoro se caía al suelo por el peso del verde madero, algunos de sus discípulos viendo sufrir a su Maestro acudieron en su ayuda, sabiendo que también serían martirizados. Atanasio igual que Pedro con Jesús, negó varias veces que lo conocía. Tal vez Dios lo necesitaba para continuar la causa evangelizadora.
Con la ayuda de sus seguidores, Teodoro muy fatigado, solo pudo llegar con la cruz a cuestas hasta donde se asentaba la tienda de Lupa, a la entrada de la Calle de la Reina. Desde allí hasta la cumbre -unos doscientos metros de ascenso-, la cruz la subieron los soldados romanos. Teodoro apenas podía andar y menos subir al lugar en donde iba a ser crucificado. Lo ataron con una cuerda y los soldados tirando de él, lo remontaron hasta la cima.
Dejaron la cruz en el suelo y lo pusieron sobre ella, le ataron las extremidades superiores a los brazos transversales de la cruz y las inferiores y su cuerpo al madero largo. Para que no se desgarrase con su peso y pudiese caer al suelo, colocaron a la altura de sus pies un supedáneo, que impedía que su cuerpo pudiese desplazarse hacia abajo.
Mientras tanto otros soldados construyeron un hoyo en la roca de unos sesenta centímetros de profundidad, llevaron la base del madero hasta el socavón, luego ataron una cuerda a su parte alta, por encima de los brazos transversales y cuatro o cinco soldados tirando de ella, consiguieron levantarla y llevar su base hasta que encajara en el agujero de la roca. Con los pies apoyados en el supedáneo, aguantó dos días, al cabo de los cuales falleció por inanición.
Al día siguiente Teodoro aún permanecía en lo alto de la cruz. Lupa desesperada, observando al sacerdote muerto, tras sufrir un severo castigo, se suicidó, precipitándose por la boca de la sima norte del Pico Sacro. Quiso morir a los pies del único hombre que había amado.
Dos días después de su muerte, cuando ya no quedaba nadie en el lugar, la población abandonó las cercanías y los romanos al comprobar que estaba muerto lo dejaron en la cruz, esperando que los animales carroñeros, diesen buena cuenta de su cuerpo, como había sucedido con tantos otros crucificados.
Antes de que lo despedazaran las alimañas, Atanasio y otros seguidores del Maestro, trajeron una escalera, bajaron su cuerpo, dándole cristiana sepultura en el lado sur de la montaña.
En dicho lugar, sobre sus restos se levantaría una ermita paleocristiana, sustituida por otra dedicada a San Sebastián, construida en el siglo VI; fue reconstruida en varias ocasiones en la Edad Media, tal vez para pedirle clemencia al Santo por los que sufrían la peste.
Es muy probable que los restos de Teodoro descansen bajo el pavimento de la ermita, pues durante quince días, con la ayuda de dos colaboradores: Camilo y Francisco y un detector de metales, por si lo habían sepultado con algún anillo o collar metálico, examinamos detenidamente todas las laderas del Pico Sacro, sin encontrar señal alguna de enterramientos cristianos.
Desde principios del sigo IV, tras dar libertad de culto el emperador Constantino el Grande en todo el Imperio romano, reconociendo a la iglesia cristiana, hasta finales del siglo XX, la cumbre del Pico Sacro estuvo casi siempre coronada con una cruz en recuerdo de Teodoro, que fue crucificado no solo por ser cristiano, sino por amar a una mujer que se autodenominaba REINA, por su belleza y por ser la esposa del jefe de la tribu de un castro Celta.
Durante todo este tiempo, las cruces unas se pudrían por el clima húmedo de Galicia y otras destrozadas y quemadas por los rayos, acababan por desaparecer. Ahora bien, siempre aparecía algún fiel seguidor de Cristo que las reponía.
Durante muchísimas generaciones, la cruz se fue convirtiendo en un símbolo del Pico Sacro, se podía observar desde larga distancia, y al deteriorarse la población cercana ya lo habían tomado por costumbre construir una nueva, y al mediodía a la hora del Ángelus, todos los vecinos de sus alrededores al rezar las tres Aves Marías, dirigían sus miradas a la sagrada montaña.
A finales del primer tercio del siglo XX, los ateos de la recién creada República española, que gobernaba por entonces, la mandaron aserrar por la base. A mediados del siglo, un cristiano de una parroquia de Orense, el veinte de enero, festividad de San Sebastián, apareció por la montaña con una gran cruz, que arrastrada por dos mulos consiguió ascenderla hasta la ermita. Allí veinte hombres voluntarios la subieron hasta la cumbre, y la colocaron en el mismo socavón que las anteriores desde la muerte de Teodoro. Persistió unos treinta años, hasta que sin saber el por qué desapareció. Desde entonces la población actual, la mayoría laica, ni se acuerda de que existió el Santo, a pesar de que su figura aparece esculpida en varias plazas que circundan la gran catedral compostelana.