AL ATARDECER DE LA VIDA
Acabo de jubilarme, he decidido trasladarme a la
aldea en la que he nacido y disfrutado la mayor parte de mi juventud, situada
en la parte suroeste del Pico Sacro. Montaña emblemática y casi sagrada para
los gallegos, no por ser la más alta, sino por la historia que encierran sus
rocas. Paseo diariamente hasta agotarme por los montes de las faldas del cerro,
en medio de una frondosa vegetación.
Por la tarde acudo al bar a jugar una partida de
cartas. Aun así, desde que he dejado a mis pacientes sufro una severa
depresión, que me obliga a tomar gran cantidad de ansiolíticos y
antidepresivos, esperando que calmen mi inquietud y eleven mi estado anímico.
Llevo veinte días jubilado y se me han hecho más largos, que veinte años de mi
vida activa.
La soledad de estos parajes me produce cierto
desasosiego. Hoy me he levantado temprano, el insomnio es el culpable de que la
noche sea mi enemiga, decido subir al collado con el fin de fatigarme
físicamente, e intentar dormir por agotamiento muscular.
En el interior de esta montaña existe una sima con
dos bocas: la cueva del Pico Sacro, cuyo origen se desconoce. Sobre la cueva se
generaron leyendas de tipo simbólico-mitológico y también hechos reales, pues
hay quien opina que se trata de una antigua mina romana. Se le conoce con el
nombre de”os boratos dos mouros” (Los agujeros de los moros). En la antigüedad
se creía que comunicaban con el río Ulla, y con una gruta situada en su
vertiente izquierda, conocida como la cueva de “San Xoan da Cova” (el pozo de
San Juan de la cueva) a través de túneles subterráneos. Ahora bien, estos
corredores jamás se encontraron. Se consideran fruto de fantasías creadas
alrededor de la cueva y de la montaña.
En la antigüedad fue considerada como la montaña
sagrada de los dioses, ya que para los celtas y nativos gallegos de la antigua
Gallaecia, allí tenían su morada los “mouros”, palabra gallega que en el idioma
castellano podía significar moro, sin embargo no tenía nada que ver con los
árabes islámicos. Se trataba de dioses simbólicos imaginarios, que adoraban
estos habitantes varios siglos antes de Cristo. Poseían sus palacios de cristal
bajo tierra, en las entrañas del Pico Sacro al final de las simas, y a través
de pasadizos subterráneos secretos, llevaban a beber a sus caballos al río
Ulla, a un pozo cuya profundidad se desconoce, localizado al norte de la
población de Puente Ulla.
Durante varios siglos antes de Cristo, condicionaron
de tal manera la vida religiosa de celtas y nativos gallaecios, que igual que
en la antigua Grecia, fueron sus dioses hasta que la población fue adquiriendo
conciencia de si misma. Entonces tomaron por diosa-reina a un personaje celta:
la reina Lupa, que tenía su castillo en la cumbre de la montaña. Posteriormente
llegaron los romanos e implantaron su religión politeísta con sus diversos
dioses asimilados de los griegos. Después de Cristo, sus discípulos poco a poco
fueron imponiendo el cristianismo.
Este era el espacio en el que me desenvolvía en mi
aldea. El Pico Sacro al noroeste, el río Ulla al sureste y en medio la casa de
mi amigo Antonio, situada al norte de la aldea en medio de una impresionante
vegetación, en donde podíamos contemplar la mayoría de los árboles que crecen
en las húmedas tierras gallegas. Este va a ser el campo de acción, en donde
lleve a cabo la idea que fluye por mi mente, desde que me he jubilado: intentar
quitarme la vida.
En primer lugar subo a la montaña para estudiar el
terreno, por si en alguna crisis depresiva, decido lanzarme de cabeza por una
de las aberturas de la sima. Camino por los senderos que me conducen a las
cuevas. Reflexiono y pienso que no es el lugar más apropiado para llevar a cabo
el evento programado. Puede suceder que llegue al final de la sima con vida,
multifracturado y con inmensos dolores, sufriendo una agonía que además de
dolorosa puede ser lenta., sin tener a quien recurrir si no fallezco en el
intento. Además cuando mis vecinos me echen en falta, si es que el suicidio se
consume, no se le pasará por la cabeza buscarme en el interior de la sima, temo
pudrirme allí para siempre; y que una montaña que me hizo pasar grandes
momentos de felicidad en mi juventud, se convierta en mi sepulcro.
A media tarde, siguiendo las sendas transitadas
durante siglos, inicio el camino de regreso a mi casa, abro la puerta de la
cerca y paso al interior de mi propiedad. No se oye ruido alguno, ni siquiera
el canto de un pájaro, seguro que ya se han recogido para pasar la noche; igual
que yo, que ante la inminente oscuridad, entro en la cocina, preparo un poco de
cena y subo a la habitación para intentar dormir y esperar otro día de
angustia.
Gracias a los somníferos, conseguí dormir hasta las
cinco de la mañana. Al despertar encendí la radio a ver si se me cerraban los
ojos dos o tres horas más. Al abandonarme Morfeo, me levanté a las nueve y me
encaminé hacia el cuarto de baño, para someterme a una ducha fría que me dejó
relajado y reanimado. A continuación bajé al garaje, saqué el coche y me dirigí
hacia el pueblo, había decidido desayunar fuera de casa, en uno de los bares -
cafeterías allí existentes.
Al llegar pedí un café con leche y unos bollos, que
me los sirvió una joven de unos treinta y cinco a cuarenta años. En aquel
momento solo disfrutaba de la compañía de otra persona, que al poco de llegar
yo, pagó, y salió al exterior. Me quedé solo con la muchacha camarera, sentado
en una mesa y terminando de desayunar. Tras unos minutos me levanté, me acerqué
al mostrador para abonarle la consumición a la joven, y esta me preguntó.
-No lo he visto nunca por aquí ¿No será usted el
médico jubilado, que hace unos días vino a vivir a la aldea de Rodino?
-Sí, el mismo, he venido a vivir a vuestra parroquia
no hace mucho. Los gallegos al jubilarnos, sentimos la necesidad de retornar a
nuestra tierra, con el objeto de ser sepultados en ella.
-Sí, son costumbres muy arraigadas de muchos siglos
atrás, fruto de creencias que hoy en día no tienen fundamento, que gracias a
Dios ya se van desterrando. A mí después de muerta me da igual el lugar en
donde me entierren. Si el alma es la que lleva a la persona al otro mundo, y si
como dicen sale del cuerpo en el momento de la muerte, que más dará que al
cuerpo lo incineren, lo sepulten o lo dejen en las aguas del mar.
-Tienes toda la razón, seguro que has tenido buenos
maestros de teología. Ahora bien, no conviene perder las antiguas creencias, es
muy distinto morir con fe que sin ella, o enterrarte en tu región o en otra.
Ten en cuenta que en Jerusalén, muchos judíos pagan grandes sumas de dinero,
por ser sepultados en el Valle de Josafat, creen que serán los primeros en
resucitar, porque así lo profetizaron algunos profetas.
Muchas de las creencias tienen su origen en la
resurrección de los muertos, pero también en la afectividad del que va a morir
a su tierra, en donde sus progenitores le trajeron al mundo, y de las vivencias
que en ella disfrutó.
-Dejemos esas cosas y hablemos de nosotros ¿Vive usted
solo?
-Sí, he tenido la desgracia de perder a mi mujer
hace unos dos años, la única hija que tengo, que también es médico, está
destinada en un pueblo cerca de Vigo.
-¿Vendrá a visitarlo cada cierto tiempo?
-Por el momento aún no ha podido acercarse por aquí.
La profesión de médico es muy sacrificada, y es muy difícil de dejar de
trabajar cuando uno quiere, para visitar a algún familiar; tiene que ser por
una causa mayor justificada.
-¿Y quien la hace la comida y la cama?
-Me voy arreglando como puedo.
-¿Me equivoco si le digo, que no ha hecho más la
cama, desde que vive en esa aldea?
-No te equivocas demasiado, tendré que buscar a una
mujer que me haga las labores domésticas. Lo que ocurre es que tengo pensado
realizar un viaje, y a lo mejor mi ausencia se prolonga por mucho tiempo.
-¿Se puede saber a donde piensa ir?
-A cualquier parte, tal vez me quede en Galicia para
siempre, o aun lugar tan lejano que no se pueda expresar en kilómetros, la
distancia que existe hasta allí. Es un misterio que fluye por mi mente que solo
Dios conoce. Será mi cerebro el que decida. Entonces sacaré el coche del
garaje, lo pondré en marcha, y en donde se pare, allí me quedaré. Ahora bien,
seguramente usaré un coche de caballos o un vehículo comunitario sin ventanas,
así me ahorro la gasolina.
-Le pregunto esto, porque yo le podía hacer las
labores de su casa.
-¿No estás contenta aquí? Ya sabes que los trabajos
domésticos son muy pesados y poco agradecidos.
-No me gusta el trabajo de camarera, prefiero servir
en una casa como la suya, una persona sola no da mucho trabajo. Usted aún está
joven para vivir solo-me manifestó-.
-No sigas por esos derroteros, ya he cumplido los
sesenta y cinco años y a las mujeres no les interesan los hombres mayores.
Además por la alteración de mi estado anímico, el deseo sexual por las mujeres
ya lo he perdido hace tiempo.
-Pues parece que tiene menos –me manifestó-.
- Gracias, me siento halagado, por muy bien
conservado que uno esté, los años no hay quien te los quite. Hay que ser
realista, si conocieses mi pasado te darías cuenta, que ya no entran en mis
planes, relacionarme sentimentalmente con mujeres.
Al no entrar nadie en el bar, la muchacha se
encontraba muy a gusto hablando conmigo. Decidí cortar la conversación; le di
la mano diciéndole que me alegraba de haberla conocido. Me llamo Carlos y si
algún día decides venir por mi aldea, allí tienes tu casa. Me sentiría muy
feliz, si te acercas a hacerme una visita, para tomar un café u otra cosa que
te apetezca. Desde aquí a mi casa no hay más que un kilómetro o kilómetro y
medio, en quince minutos estás en mi humilde hogar.
Muchas gracias, más seguro es que venga usted por
aquí; pase a desayunar o a tomar cualquiera otra cosa que desee, que lo
atenderé lo mejor que pueda. Mi nombre es Adela y también me alegro de
conocerlo.
Al salir del bar, subí al coche, lo puse en marcha y
tomé la dirección este, por la carretera general hacia Puente Ulla, para hacer
una exploración del posible lugar, que pondría fin a mi desdichada vida.
Al llegar al pueblo, me desvié por una estrecha
carretera hacia el norte, siguiendo la orilla derecha del río, aguas arriba.
Cuando llevaba un kilómetro y medio aproximadamente recorrido, aparqué el coche
en una pequeña explanada que existía al lado oeste de la carretera, enfrente de
la cual se situaba el ya mencionado famoso pozo en el curso del río.
Bajé del coche y me dirigí hacia el puente de la vía
férrea, que se alza a gran altura sobre el mencionado hoyo. Comencé a
transitarlo de oeste a este y cuando me encontraba en su parte media, al echar
un vistazo hacia abajo, de repente sentí una fuerte sensación vertiginosa, un
miedo horroroso y un escalofrío que me subía por todo el cuerpo, poniéndome los
pelos de punta. Ahora bien, arrojándome desde esa altura, tendría la muerte asegurada
–pensé para mi mismo-.
Cerré los ojos, me acerqué a la valla de protección,
con la intención de lanzarme al vacío, no tuve valor para hacerlo. Así que abrí
los ojos, di media vuelta y con la mirada al frente, el corazón latiendo
fuertemente no se a cuantas pulsaciones por minuto y caminado con rapidez por
la acera sur del puente, llegué al extremo oeste en dirección a la explanada,
en donde había aparcado el coche.
Sometida mi mente a un fuerte trauma psíquico por el
evento que acababa de vivir, me senté en el banco del mirador de este lado,
tardé más de una hora en recuperar el ritmo cardíaco y que las palpitaciones se
fuesen normalizando. Mientras me iba relajando observé el cañón formado por las
aguas al ir perforando poco a poco durante millones de años la cordillera, que
quedó dividida en dos, una a cada lado del río.
Sin mirar atrás, dejé el mirador y me acerqué al
coche, saqué las llaves del bolsillo, lo abrí y me introduje en su interior, lo
arranqué y di media vuelta para acceder a la carretera en dirección sur. Al
llegar a Puente Ulla, entré en la carretera general transitando hacia mi aldea.
Mientras conducía un pensamiento fluía por mi mente durante todo el trayecto:
no me sería nada fácil suicidarme.
Había pensado en este lugar por la poca profundidad
de las aguas del río Ulla, y no le sería difícil al equipo de busca
encontrarme, y dar a mi cadáver cristiana sepultura.
Pasé muy cerca de mi casa, no me acerqué, seguí
adelante con la idea de llegar a Santiago, comer en algún restaurante e intentar
pasar la tarde en alguna sala de cine de sesión continua. Así se me haría más
corta que las tardes pasadas, que se habían hecho eternas.
Llegué a Santiago, aparqué el coche y entré en el
primer restaurante que vi en la calle del Horno, toda ella dedicada a
satisfacer el placer del paladar. De entrada me sirvieron una ración de
marisco, regada con una botella de vino albariño que terminé enseguida. De
segundo pedí un bistec de ternera gallega y le indiqué al camarero que me
trajera media botella de vino tinto del Condado. Mucho vino teniendo en cuenta
que por la mañana me había tomado mi ración de antidepresivos y ansiolíticos.
Lo pedí a sabiendas de que me podía producir una severa embriaguez, era lo que
pretendía para no poder conducir, tener que quedarme en Santiago y no acudir a
dormir a mi solitario hogar.
No ocurrió nada de lo que yo esperaba, en vez de
sufrir una borrachera, solo me sentí un poco alegre. Salí del restaurante,
entré en una cafetería a tomar un café. A continuación seguí por la estrecha y
corta calle de la Raiña y llegué a la plaza de las Platerías. Subí las
escaleras que salvan el desnivel del terreno y accedí al interior de la
catedral a través de la portada que lleva el nombre de la plaza que le precede.
Ya dentro del templo oré ante la tumba del Apóstol.
A continuación di una vuelta por la girola saliendo por el lado norte.
Caminando por la nave del transepto norte, subiendo una escalinata entré en la
capilla denominada Corticela, abierta al este de la nave y presidida por la imagen
de la Virgen de los Milagros, con el objeto de agradecerle, lo que había hecho
por mí, cuando era estudiante. Siempre que oraba delante de ella antes de un
examen, conseguía de los profesores una nota muy alta.
Salí de la Corticela, crucé el transepto y me desvié
a la derecha por la nave septentrional del cuerpo de la iglesia hacia el
Pórtico de la Gloria, situado a los pies del monumento. El motivo de este
recorrido era el de comprobar si existía algún sacerdote dentro de los
confesionarios. Al llegar a los pies del templo, caminé hacia el altar por la
nave lateral meridional y pude observar a dos sacerdotes dentro de sus
correspondientes confesionarios. Según la inscripción situada en lo alto del
mueble, se trataba de dos ancianos canónigos, que tendrían gran experiencia
teológica, pero también estarían chapados a la antigua. Mi intención al entrar
en la catedral y visitar a los confesores, no era otra que la de preguntarle
todo lo relacionado con el suicidio, ya que si fuera un pecado mortal y me impedía
acudir a donde estaba Elisa, que seguro gozaba en el Reino de Dios, tendría que
buscar otra manera de morir.
Di una segunda vuelta por el interior de la catedral,
fijándome bien en los cuatro sacerdotes, que aquella tarde como de costumbre,
durante todo el mes les correspondería estar de servicio, por si algún creyente
deseaba abandonar mentalmente sus pecados, y ponerse a bien con Dios. En la
nave del lado norte en sus correspondientes confesionarios estaban dos
sacerdotes: uno mayor y el otro joven, y en la nave del lado sur los
mencionados canónigos de edad avanzada. Tomé una sabia decisión que esperaba me
diese buen resultado: primero me confesaría con un sacerdote mayor y luego lo
haría con el joven, cuyo nombre figuraba en lo alto del mueble, se llamaba D.
Benito.
Primero pasé al canónigo, por la simple razón de que
no había nadie esperando. Me arrodillé delante de él y como no me decía nada,
esperando que yo le indicara mis pecados, le expuse:
Padre, me acuso de que hace unas horas intenté
suicidarme, si estoy aquí para confesarlo es porque no tuve valor para hacerlo.
Para simplificarle las cosas, le diré, que fui el culpable indirecto de la muerte
de la mujer que más me amó en mi vida. Soy médico y hace poco que me he
jubilado, nunca me he preparado para ”el
dulce encanto de no hacer nada”, y acostumbrado a estar todo el día con
mis pacientes, al jubilarme, sufrí una depresión mayor que me ha llevado a dos
intentos de suicidio.
Quiero morir para acudir al lugar en donde se
encuentra mi amada, que por sus actos no dudo de que esté gozando en el Cielo
junto al Señor. Vivir ya no tiene objeto para mí, estoy seguro que al lado de
Elisa, volveré a ser feliz.
-¿Puede el suicidio impedir que me reúna con Elisa
en El Cielo?-Le pregunté al confesor-.
-La vida nos la ha dado Dios, y solo Él le
corresponde elegir el momento de que una persona abandone este mundo- me
contestó-.
Si se suicida, ya no podrá arrepentirse y muere en
pecado mortal. En estas condiciones, dudo mucho, aunque será Dios el que lo
juzgue, que pueda usted reunirse con la mujer que tanto le ha amado, para que
le perdone el daño que le ha hecho, que la llevó a la muerte.
-Entonces si es como usted dice, rogaré a Dios -le
dije al confesor-, que me lleve cuanto antes al más allá al lado de Elisa con
una muerte natural y cristiana. Hasta que eso ocurra, intentaré vivir sufriendo
la soledad fruto del aislamiento en la aldea y la depresión y la angustia por
mi perturbación mental.
El sacerdote me aconsejó que resistiera mis impulsos
hacia la muerte y que no se me ocurriese suicidarme, que así me sería muy
difícil encontrarme con Elisa. Recibí la absolución, cumplí la penitencia
impuesta y salí de la catedral por donde había entrado: la portada de las Platerías.
Ya en dicha plaza seguí de frente por la calle de la
Rua del Villar, esperando que en la sala de cine allí presente, que ya existía
en mi época de estudiante, proyectaran alguna película en sesión continua, que
me entretuviesen hasta la hora de cenar. Como ya no funcionaba como sala de
cine. Dejé dicha calle y entré en la plaza de los Torales, caminé hacia el este
unos metros y accedí a la calle Rua Nueva; que en mi época de universitario
hace ya muchos años, en las dos salas de cine allí existentes, una de ellas se
dedicaba solo a proyectar películas en sesión continua. De las dos salas de
cine, solo subsistía una: el teatro Principal, que aún seguía ofreciendo algún
día de la semana películas en función continua. Saqué la entrada, y al
contrario de cuando era estudiante, que veía las películas desde los asientos
de una tribuna alta, conocida por entonces como la “cazuela”, me acomodé en una
de las butacas y pude comprobar que se percibían las imágenes mejor desde lo
alto que desde las butacas bajas, a pesar de que el precio era tres veces
superior. Desde mi posición había que dirigir la mirada hacia arriba, mientras
que situado en lo alto la visión era perfecta, por estar a la misma altura
enfrente de la pantalla.
Después de ver las dos películas, salí de la sala
sobre las diez de la noche. Totalmente desorientado, sin saber que dirección
tomar, decidí dirigirme por la calle hacia la derecha y pronto me vi en medio
de la plaza de la Quintana. Esto indicaba que el itinerario que había tomado
era el correcto para llegar a donde yo deseaba, y comencé a orientarme. Subí
las escaleras del lado norte de la plaza, crucé un estrecho callejón entre “la
Casa de la Parra” y el muro norte de la capilla de la Corticela de la catedral,
y llegué a la plaza de la Azabachería. De aquí me desvié hacia el este, subiendo
por una calle que me condujo a la plaza de Cervantes.
Pasé a la primera pensión que me encontré, no tenían
camas libres aquella noche para quedarme a dormir. Me orientaron hacia las
calles de las Galias, indicándome que en esas calles existían varios restaurantes
con camas. Era lo que yo andaba buscando: poder cenar y luego acostarme y pasar
así la noche en la ciudad.
Tenía que volver a la catedral, y hacerle una visita
al padre Benito, que confesaba en su confesionario particular, situado en la
nave lateral septentrional. Deseaba saber algunas cosas en relación al suicidio
por boca de un joven sacerdote, que seguramente pensaría de forma diferente a
los sacerdotes mayores, que interpretaban la religión a la antigua usanza.
Pensando como en la Edad Media.
A los veinte metros aproximadamente de acceder por
la entrada sur de una de las mencionadas calles, “la Galia de Arriba” me
encontré con el primer restaurante, observé un letrero sobre la puerta de
acceso que indicaba claramente, que había camas para pasar la noche. Accedí al
interior y le pregunté a un camarero que servía en la barra, si podía cenar y
si quedaba alguna cama libre para aquella noche; me dijo que le quedaban varias
y que me sentara en una de las mesas libres.
Cené a gusto y dormí bastante bien, después de
tomarme mi inseparable pastilla del somnífero.
Me levanté por la mañana sobre las nueve. Al
terminar de asearme bajé al comedor para desayunar; a continuación pagué la
cuenta y salí de allí. Me encaminé hacia la catedral, transitando hacia el sur
por la calle Cervantes. Al llegar a la plaza de la Azabache ría, decidí acceder
al interior del templo por este lado norte, por la portada de la Azabache ría,
hoy reconstruida en barroco, pero en la Edad Media fue una muy bella portada
románica. Ya dentro del templo recorrí la nave norte del transepto, al llegar
al crucero me desvié a la derecha transitando por la nave septentrional del
cuerpo de la iglesia, para observar si el padre Benito estaba dentro de su
confesionario. Me alegré al verlo dentro del mueble leyendo un libro que
sostenía en sus manos ya que en aquel momento no tenía nadie esperando, para
confesarle sus pecados.
Me puse delante del confesionario y le indiqué por
señas si me podía confesar. Dejó el libro sobre una pequeña repisa, y me
contestó también por señas, que me arrodillase en el lugar indicado para ello
enfrente del sacerdote.
Ave Maria Purísima -me dijo-.
-Sin Pecado Concebida –le contesté-.
Mentalmente mi sorpresa fue grande, los sacerdotes
jóvenes ya no empleaban este saludo antes de iniciar la confesión, sino el de
buenos días o buenas tardes. Rápidamente pensé que este sacerdote sería más
clásico que los mayores. Gracias a Dios pronto pude comprobar que aquel saludo
a la antigua usanza no era más que una simple costumbre tradicional.
Así que tomé aliento y con calma, le dije:
-Padre me acuso de que ayer intenté suicidarme,
estuve al borde del suicidio y si no lo hice fue porque no tuve valor para
ello, aunque la idea de quitarme la vida sigue fluyendo por mi mente.
-El querer quitarse la vida, por no hacerle frente a
los problemas que constantemente nos acechan, no deja de ser una cobardía –me
contestó-.
-No se trata de que a mi edad y en este periodo de
mi existencia se me acumulen los problemas, sino que deseo indicarle, que fui
el culpable indirecto de la muerte de la mujer que me amó con toda su alma.
Desde que falleció Elisa, ya no puedo ser consecuente conmigo mismo, en medio
de esta sociedad y en el mundo en que vivo. Y siento la necesidad de acudir al
más allá, en donde ella esté, para pedirle perdón y volver a ser feliz a su
lado. Por sus actos en este mundo estoy seguro que estará gozando al lado de
Cristo en el Reino de Dios.
-Del más allá sabemos muy poco, si crees que la vas
a encontrar con el mismo cuerpo y alma que gozaba cuando estaba entre nosotros,
creo que estás equivocado- me indicó-.
-Eso no me importa, por algún detalle la reconoceré.
Lo que yo quería saber y que usted como sacerdote me lo asegure ¿Si el suicidio
me puede impedir llegar hasta donde ella está?
Aunque llegaras a ella, temo, te repito, que no la
vas a encontrar con un cuerpo somático como en la tierra, sino con un cuerpo
contra distinto del alma espiritualmente transformado o mejor como dicen los
semitas con un cuerpo neumático, un espíritu dinámico, gozando de una
felicidad, muy superior a la que pueda tener un hombre y una mujer que se han
querido toda su vida. En el Cielo la felicidad será tan inmensa que ninguna
alma se acordará si fue feliz con este o aquel hombre o viceversa.
Además no sabemos como actuará Dios, que nos ha de
juzgar a todos. Ante un pecado como el suicidio, por muy grave que sea;
teníamos que preguntarnos ¿Si por un solo pecado no puedas alguna vez alcanzar
la Gloria de Dios, aunque tengas que pasar por el purgatorio para pagar por
ello? Como no ha vuelto ninguno del más allá para contarlo, la iglesia no le
puede dar una respuesta satisfactoria. Solo nos queda la fe.
-¿Y si otra persona me mata solicitándoselo yo?
-Es lo mismo, pueda que exista algún atenuante,
porque nadie puede matar a otra persona, aunque ésta se lo pida, se convertiría
en un homicida y tendría que pagar por ello, puede que se trate de un pecado
compartido- me insinuó-.
De todas las maneras, debe de copiar de los
egipcios: coja una balanza; en un plato coloque mentalmente sus actos buenos,
que como médico deben de ser muchos; en el otro sus pecados mortales incluyendo
el futuro suicidio; acuda a una autoridad importante de la iglesia para que se
los “pese”, él le dirá hacia que lado se inclina la balanza.
De las confesiones solo me quedó una cosa clara: que si le pido a un
amigo que me mate con mi permiso correspondiente, debidamente firmado, alguna
de las responsabilidad pasaba al homicida, sería un pecado un poco compartido y
algo atenuado.
Yo no podré pedirle a un amigo que me asesine, de
todas formas hablaré con uno de ellos, por si no le importa hacerlo. De lo
contrario tendré que comprar a una persona desconocida, que tenga necesidades
económicas y que lo haga por dinero.
Dejé la catedral saliendo por la puerta principal de
los pies del templo, bajé la escalinata y me encontré en medio de la plaza de
España, conocida también con el nombre de plaza del “Obradoiro”, situada al
oeste de la catedral. Mi intención era comer en el hostal de los Reyes Católicos,
no quisiera morir sin antes comer y dormir un día en dicho hotel, considerado
como uno de los más lujosos de España.
Al hacérseme temprano para comer, me dediqué a dar
una vuelta por la plaza y observar los monumentos que la enmarcan: al este la
fachada de los pies del templo, con las dos torres que componen el conjunto,
aunque se construyeron casi un siglo la una antes de la otra, no fue obstáculo
para que esté considerada como la gran obra del barroco hispano. Al oeste el
Palacio de Rajoy, una gran obra monumental del barroco. Al norte la bellísima
fachada renacentista del hostal de los Reyes católicos y al sur la fachada
románica del colegio de San Jerónimo.
Siendo las catorce horas decidí ir acercándome al
afamado hotel: me introduje en el interior y di una vuelta por sus dependencias
abiertas al público, en donde se exponen diversas obras artísticas de escultura
y de orfebrería compostelanas. A continuación pasé al comedor del restaurante,
prácticamente vacío, por lo que no tuve inconveniente alguno en que me
sirvieran nada más sentarme; comí un riquísimo menú acorde con lo que me
cobraron.
Sobre las quince horas y treinta minutos, salí del
hotel y me dirigí hacia donde tenía aparcado el coche, un poco lejos del lugar
en el extremo suroeste de la ciudad. Pagué el ticket y tomé la carretera que me
conducía a mi casa. Me recibieron un par de gatos, que allí estaban cuando fui
a vivir a la casa y ya nunca me abandonaron.
Al llegar y entrar en mi solitaria morada, me entró
tal soledad, que de inmediato cerré la puerta con llave, y salí a dar un paseo
por los caminos, que rodeaban a las verdes praderas cercanas. Cuando llevaba
unos dos kilómetros recorridos, decidí acercarme a la casa de mi amigo Antonio.
Al llegar nos saludamos como de costumbre, llamó a su mujer Inés, a la que
también saludé y le indicó que hiciese cena para tres personas, Carlos se
quedará a cenar con nosotros.
Mientras su mujer preparaba la cena, me propuso si
me parecía bien, darnos un paseo por los alrededores de la aldea, hace una tarde
expendida – me dejó entrever-.
-Como no me va a parecer bien, hablar contigo es
para mí un auténtico placer, además de entretenerme y pasar la tarde, ya que la
soledad se me hace cada vez más insoportable. Tendré que contratar a una mujer
para que me cocine, me limpie la casa y sobre todo que me haga compañía.
-Es la primera cosa sensata que te oigo decir esta
tarde, no te queda otra opción si quieres vivir como una persona normal, me lo
repitió varias veces Antonio.
Hablamos un poco de todo mientras caminábamos por la
aldea, aunque nuestra conversación giró en torno a los recuerdos de los felices
tiempos pasados, cuando ambos trabajábamos en el mismo Centro de Salud.
-Ya han pasado algo más de diecisiete años desde que
nos conocemos –le dije-, y para mí todo este tiempo fue maravilloso, hasta hace
dos años que falleció mi mujer ¡No sabes como la hecho de menos!
-Yo también sentí mucho que falleciera, más aún lo
lamentó mi mujer; no hace falta que te diga la gran amistad que se profesaban
entre ellas.
-¿No te he contado, que estos últimos días he estado
por dos veces al borde del suicidio? La primera vez intenté lanzarme por la
boca de la sima del Pico Sacro, y la segunda precipitándome al pozo de Gundian
del río Ulla, desde el temeroso puente, que como sabes cruza el río a gran
altura.
-¿No me lo dirás en serio?- Me preguntó-.
-Totalmente en serio,-le contesté-.
_Tendrás que acudir a un psiquiatra, para que te
revise el tratamiento médico que llevas, y a un psicólogo para que te ayude a
superar este delicado momento por el que estás pasando.
-No creo que ninguno de los dos me puedan aliviar mi
desasosiego, la idea de suicidarme sigue fluyendo por mi mente ¿Supongo que
seguirás siendo mi amigo?- Le pregunté-.
-Siempre fui tu amigo, desde que nos conocimos hace
ya diecisiete años, no voy a
dejar de
serlo ahora cuando más me necesitas –me contestó-.
-Pues sí que te necesito, tal vez fui un mal amigo,
y te pido perdón por ello, por no contarte mi atormentado y no menos complicado
pasado, que viví antes de conoceros. El caso es que tuve una novia que me amaba
con locura y yo fui en culpable indirecto de su muerte. Me porté tan mal con
ella que no te quise hablar nunca de ello. Los remordimientos de conciencia se
han propuesto no dejar vivir en paz a mi cerebro hasta que me suicide. Además
deseo con toda mi alma y mi corazón ir a su encuentro en donde ella esté, que
supongo será en el Cielo, gozando de la presencia de Cristo.
No deseo esperar una muerte natural por alguna
enfermedad, que puede tardar años en llegar y siento unas ganas enormes de
estar al lado de Elisa, que así se llamaba la chica, para pedirle perdón y
volver a ser feliz con ella. Por eso te necesito y te voy a pedir un favor.
Sí puedo hacértelo y depende de mí, cuenta con ello.
-Te lo agradeceré desde el otro mundo –le
manifesté-.
-No te entiendo ¿De que favor se trata?-Me
preguntó-.
-De que me inyectes una ampolla de estricnina. He
hablado con dos sacerdotes y me han dicho que si me suicido, no veré nunca a
Elisa. Sí otro lo hace por mí, cortándome él la vida, mis posibilidades de
encontrarme con ella en el otro mundo, serían mayores, pues el pecado
resultaría más atenuado. No temas, dejaré escrito un certificado de que fui yo
el que te lo requirió, y dos testigos que declararan que el certificado es auténtico.
También me la puedes inyectar en mi casa y así todos creerán que fui yo el que
me auto suicidé. A ti no te va a pasar nada.
-¡Estas loco! Por nada del mundo haría una cosa así,
y menos a un amigo, me convertiría en un homicida, y me quedaría tal
remordimiento que entonces el que tenía que suicidarme sería yo. No podría
vivir un solo minuto pensando lo que había hecho.
-Perdona si te he ofendido. (Acuden a mi mente malos presagios en
relación a que Antonio se prestara a hacerme el favor que le pedía).
-Lo que me extraña es que tu le pidas a un amigo de
muchos años, que te haga una cosa así ¿No te das cuenta que el trauma que se
crearía en mi cerebro no se me curaría nunca?
-Tómalo por el lado de que me hacías un gran favor
-Cuando se trata de segar la vida de una persona, no
existe favor que valga –Me contestó-.
-Me regocijo no encontrar un amigo leal –pensaba para mi mismo-.
Ya veníamos subiendo hacia el chalet, y al llegar,
la primera cosa que hizo, fue contarle a su mujer Inés, lo que le había pedido.
Su mujer se me acercó y me recomendó:
-¡Carlos!
Estás muy enfermo de los nervios, debes de acercarte al ambulatorio a que te
vea un psiquiatra para que te instaure un tratamiento adecuado, que te quite de
la cabeza las ideas del suicidio. La vida es muy bella y hay que vivirla hasta
que Dios quiera.
-A mí ya no me sirve aquello de: “¡que bello es
vivir!” Me he cansado de esta vida y deseo con toda mi alma, saber lo que me
espera en el más allá.
-Déjate del más allá –me dijo Inés-, tu lo que
tienes que hacer es buscar una mujer, de las muchas que existen y casarte, como
aún estás de buen ver, mujeres no te faltarán.
-Si conocieras mi fracasada y triste vida
sentimental, no me hablarías de volver a casarme, ni siquiera me lo
insinuarías, mi pasado me amenazaría de tal manera que nuestra relación sería
un continuo tormento para los dos cónyuges.
Pasamos al comedor y hablamos de todo menos del tema
del suicidio, no quise amargarle la cena. Le comenté lo bonito que había dejado
el entorno de la vivienda. Al sur un amplio especio con césped bajo toda clase
de árboles ornamentales, en donde predominan las camelias, los rosales y las
adelfas, cercado a su alrededor por un muro de setos, componiendo el bellísimo
jardín. En el centro el chalet; a su derecha un comedor cubierto situado al
aire libre, construido de granito y sostenido su techo por cuatro columnas
angulares; al norte un pequeño huerto en donde cosechaba: pimientos, tomates,
cebollas y judías; mas hacia el norte hasta el límite de la alambrada: castaños,
acebos y toda clase de árboles frutales.
El solar estaba todo cercado por una valla metálica
de metro y medio de altura, y por su parte interna se extendía por toda su
extensión, una viña alta de dos metros y medio de ancho. Un auténtico palacete
gallego.
Mientras cenábamos, recordamos algunos momentos
felices, de cuando ambos trabajábamos en el Centro de Salud, antes de fallecer
mi mujer.
Así íbamos pasando la velada, al terminar nos
sentamos en el sofá y cuando llevábamos allí una hora aproximadamente, les dije
que me encontraba cansado, me levanté del asiento y les manifesté:
-Lo de quitarme la vida lo tengo decidido, si no
encuentro un amigo que esté dispuesto a inyectarme la estricnina o darme un
vaso de agua con cianuro, tendré que buscarme un sicario, le pagaré lo que me
pida y así podré vivir en el más allá al lado de mi amadísima Elisa.
-¿Tan aburrido estás de la vida?- Me preguntó
Antonio-.
-Bueno, el aburrimiento y la soledad, son los que me
indican que la vida sin aliciente, no tiene objeto vivirla, así que de una
manera o de otra la decisión está tomada. Seguramente no nos volvamos a ver. Al
observar que Inés lloraba, me despedí y salí de su “Pazo”camino de mi casa.
Al llegar, saqué el coche del garaje y me dirigí al
pueblo, que no era mas que una aldea que al estar situada en el centro de la
parroquia, con los edificios situados a ambos lados de la carretera general
Santiago-Orense, se fue generando una pequeña población, en donde se
instalaron, no solo bares sino también algún que otro restaurante, un
supermercado, una caja de Ahorros, panaderías, comercios de ropas, ferreterías
etc.
En el pueblo parqué el coche, entré en un bar en
donde me encontré con los pocos amigos de la infancia, que más que vivir,
malvivían, pues casi todos estaban alcoholizados. Recorrimos todos los bares y
en ninguno les dejé pagar. Permitirme que os invite yo esta noche, que tal vez
no lo pueda hacer más. Bebimos hasta saciarnos y a las dos horas había cogido
una “trompa” que me impedía mantenerme en pie.
Cualquier persona sensata, hubiese dejado allí el
coche, dormir en su interior o caminar a pie ya que mi casa no quedaba lejos.
Yo como deseaba que me ocurriese un percance, que me llevara al otro mundo.
Subí al coche, lo puse en marcha, me agarré al volante, y a la altura del
barranco de “Ardaris”, como no podía ser de otra manera, dado mi estado de embriaguez,
el coche en vez de seguir la pista forestal, se cayó al barranco, dio varias
vueltas de campana y allí permanecí en el interior del vehículo hasta la mañana
siguiente. Los vecinos que vivían en unos caseríos al lado de la hondonada,
dedicados a la ganadería, que solían levantarse al amanecer para alimentar el
ganado. Observaron el coche y pudieron comprobar que en el interior del
automóvil se encontraba una persona inconsciente. Llamaron al teléfono ll2 de
urgencias y una ambulancia me trasladó al hospital.
Llegué al hospital en tan mal estado, que ningún
médico de urgencias daba nada por mi vida. Me ingresaron en Servicio de
Urgencias y conectaron a mi cuerpo tal número de cables que más que un enfermo
parecía un astronauta. Estuve en coma durante siete días, al octavo comencé a
dar señales de vida y ocho o diez días después había recuperado totalmente la
conciencia.
Mis amigos Antonio e Inés, abandonaron provisionalmente
el hospital, al indicarle los médicos que la evolución del traumatismo
cráneo-facial era totalmente satisfactoria. Me quedé solo en la habitación, me
encontraba tan recuperado, que los médicos traumatólogos ya habían firmado el
alta domiciliaria.
A la mañana del día siguiente antes de dejar el
hospital, sufrí una severa infección hospitalaria: una invasión de bacterias
penetró en mi organismo, pasaron a la circulación sanguínea y la infección se
generalizó, produciéndose una bacteriemia. No se trataba de unas bacterias
patógenas inespecíficas, sino que de unos microorganismos denominados
estafilococos, resistentes a todo tipo de antibióticos conocidos hasta la
fecha.
Comenzó la enfermedad con unos días de fiebre alta
con escalofríos y una intensa cefalea con delirios. Luego un embotamiento
sensorial y un sopor profundo, que terminó en un estado de coma con pérdida de
la conciencia.
Desde ese momento pasé a vivir de forma vegetativa,
realizando mis funciones vitales sin el concurso de la conciencia.
Ante un empeoramiento de mi estado de salud, Antonio
e Inés regresaron a la clínica, que ya no abandonaron hasta el final de mi
existencia.
Por cierto tiempo y desde la mas profundo de mi subconsciente,
escuchaba las voces de cómo luchaban los médicos para intentar salvarme la
vida, y la preocupación de mis amigos que temían que mi muerte fuese inminente.
Se me nubló la mente pero no el espíritu, ya que
desde ese momento pasé a situarme en el mundo de las almas. (De aquí en
adelante quiero describir los acontecimientos que “viví”en mi camino al más
allá, tras mi vida terrestre, cuyo comportamiento con el prójimo y sobre todo
con las mujeres con las que me relacioné, no fue un modelo a seguir, con ello
pequé también contra Dios).
No fui yo el primero, ni seré el último, como pude
comprobar ante la muerte de alguno de mis pacientes, que unas reacciones
psico-físicas desconocidas, que se producen en la mente de la persona en el
preludio de la muerte, inconscientemente a través del mundo onírico, te envían
un aviso no solo para indicarte que te vas a morir de inmediato, sino como va a
ser tu tránsito al más allá.
En un principio y por cierto tiempo desde mi
subconsciente, escuchaba las voces de los médicos y las de mis amigos, ya que
la inconsciencia era parcial Llegó un momento que dejé de percibir toda clase
de información desde la habitación del hospital. Pues mi inconsciencia era
total De repente me encontré en un lugar tenebroso, en donde no existía fuego
ni luz, solo una débil claridad. Presentaba planta rectangular de una extensión
ilimitada, flanqueado por dos elevaciones oscuras de color azulado coronadas
por frondosas colinas. Una especie de canícula cubría toda la depresión entre
las elevaciones.
Tenían razón los estoicos, puesto que desde ese
momento mi cuerpo no tenía una extensión terrestre, sino celestial, neumática,
semejante al de los espíritus, y mi presencia estaba ligada a un lugar en el
más allá, que se me hacía difícil de reconocer, con mis humildes conocimientos
que poseía.
Mi presencia en aquel lugar era dinámica, no
encontrando nada somático en mí, solo existía en forma de espíritu. Me
desplazaba entre aquella niebla en medio de millones de almas dinámicas que
como la mía caminaban hacia el Este. No existía día ni noche y como las horas no
contaban, no pude calcular el tiempo que anduve errante por aquel espacio
infinito.
Por fin llegué a un paredón, que me impedía seguir
adelante. Me acerqué y pude divisar una puerta enfrente de donde yo me
encontraba. Tras un tiempo indeterminado, la puerta se abrió, y una voz
misteriosa como si saliera de una sima, me indicó que pasase. Crucé la puerta y
a mi izquierda observé a una figura fantasmagórica. Vestía un hábito morado, y
portaba una barba blanca que le llegaba hasta la cintura. Enfrente de mí, tras
el paredón se extendía un lugar oscuro, que yo comparé con la noche en la
tierra, sin estrellas ni otros astros que me alumbrarán.
Con la mirada fija en la figura, grité con todas mis
fuerzas: ¿donde estamos? Al no recibir respuesta, le repetí mi pregunta con más
énfasis: ¿Dónde estamos? Tampoco ahora recibí contestación alguna. Ya
encolerizado por su silencio que me angustiaba, le cambié la pregunta, y le
dije: ¿Qué es esto? Ahora su aterradora voz me contestó: esto es LA ETERNIDAD.
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