domingo, 7 de diciembre de 2014

AL ATARDECER DE LA VIDA



Acabo de jubilarme, he decidido trasladarme a la aldea en la que he nacido y disfrutado la mayor parte de mi juventud, situada en la parte suroeste del Pico Sacro. Montaña emblemática y casi sagrada para los gallegos, no por ser la más alta, sino por la historia que encierran sus rocas. Paseo diariamente hasta agotarme por los montes de las faldas del cerro, en medio de una frondosa vegetación.

Por la tarde acudo al bar a jugar una partida de cartas. Aun así, desde que he dejado a mis pacientes sufro una severa depresión, que me obliga a tomar gran cantidad de ansiolíticos y antidepresivos, esperando que calmen mi inquietud y eleven mi estado anímico. Llevo veinte días jubilado y se me han hecho más largos, que veinte años de mi vida activa.

La soledad de estos parajes me produce cierto desasosiego. Hoy me he levantado temprano, el insomnio es el culpable de que la noche sea mi enemiga, decido subir al collado con el fin de fatigarme físicamente, e intentar dormir por agotamiento muscular.

En el interior de esta montaña existe una sima con dos bocas: la cueva del Pico Sacro, cuyo origen se desconoce. Sobre la cueva se generaron leyendas de tipo simbólico-mitológico y también hechos reales, pues hay quien opina que se trata de una antigua mina romana. Se le conoce con el nombre de”os boratos dos mouros” (Los agujeros de los moros). En la antigüedad se creía que comunicaban con el río Ulla, y con una gruta situada en su vertiente izquierda, conocida como la cueva de “San Xoan da Cova” (el pozo de San Juan de la cueva) a través de túneles subterráneos. Ahora bien, estos corredores jamás se encontraron. Se consideran fruto de fantasías creadas alrededor de la cueva y de la montaña.

En la antigüedad fue considerada como la montaña sagrada de los dioses, ya que para los celtas y nativos gallegos de la antigua Gallaecia, allí tenían su morada los “mouros”, palabra gallega que en el idioma castellano podía significar moro, sin embargo no tenía nada que ver con los árabes islámicos. Se trataba de dioses simbólicos imaginarios, que adoraban estos habitantes varios siglos antes de Cristo. Poseían sus palacios de cristal bajo tierra, en las entrañas del Pico Sacro al final de las simas, y a través de pasadizos subterráneos secretos, llevaban a beber a sus caballos al río Ulla, a un pozo cuya profundidad se desconoce, localizado al norte de la población de Puente Ulla.

Durante varios siglos antes de Cristo, condicionaron de tal manera la vida religiosa de celtas y nativos gallaecios, que igual que en la antigua Grecia, fueron sus dioses hasta que la población fue adquiriendo conciencia de si misma. Entonces tomaron por diosa-reina a un personaje celta: la reina Lupa, que tenía su castillo en la cumbre de la montaña. Posteriormente llegaron los romanos e implantaron su religión politeísta con sus diversos dioses asimilados de los griegos. Después de Cristo, sus discípulos poco a poco fueron imponiendo el cristianismo.

Este era el espacio en el que me desenvolvía en mi aldea. El Pico Sacro al noroeste, el río Ulla al sureste y en medio la casa de mi amigo Antonio, situada al norte de la aldea en medio de una impresionante vegetación, en donde podíamos contemplar la mayoría de los árboles que crecen en las húmedas tierras gallegas. Este va a ser el campo de acción, en donde lleve a cabo la idea que fluye por mi mente, desde que me he jubilado: intentar quitarme la vida.

En primer lugar subo a la montaña para estudiar el terreno, por si en alguna crisis depresiva, decido lanzarme de cabeza por una de las aberturas de la sima. Camino por los senderos que me conducen a las cuevas. Reflexiono y pienso que no es el lugar más apropiado para llevar a cabo el evento programado. Puede suceder que llegue al final de la sima con vida, multifracturado y con inmensos dolores, sufriendo una agonía que además de dolorosa puede ser lenta., sin tener a quien recurrir si no fallezco en el intento. Además cuando mis vecinos me echen en falta, si es que el suicidio se consume, no se le pasará por la cabeza buscarme en el interior de la sima, temo pudrirme allí para siempre; y que una montaña que me hizo pasar grandes momentos de felicidad en mi juventud, se convierta en mi sepulcro.

A media tarde, siguiendo las sendas transitadas durante siglos, inicio el camino de regreso a mi casa, abro la puerta de la cerca y paso al interior de mi propiedad. No se oye ruido alguno, ni siquiera el canto de un pájaro, seguro que ya se han recogido para pasar la noche; igual que yo, que ante la inminente oscuridad, entro en la cocina, preparo un poco de cena y subo a la habitación para intentar dormir y esperar otro día de angustia.

Gracias a los somníferos, conseguí dormir hasta las cinco de la mañana. Al despertar encendí la radio a ver si se me cerraban los ojos dos o tres horas más. Al abandonarme Morfeo, me levanté a las nueve y me encaminé hacia el cuarto de baño, para someterme a una ducha fría que me dejó relajado y reanimado. A continuación bajé al garaje, saqué el coche y me dirigí hacia el pueblo, había decidido desayunar fuera de casa, en uno de los bares - cafeterías allí existentes.

Al llegar pedí un café con leche y unos bollos, que me los sirvió una joven de unos treinta y cinco a cuarenta años. En aquel momento solo disfrutaba de la compañía de otra persona, que al poco de llegar yo, pagó, y salió al exterior. Me quedé solo con la muchacha camarera, sentado en una mesa y terminando de desayunar. Tras unos minutos me levanté, me acerqué al mostrador para abonarle la consumición a la joven, y esta me preguntó.

-No lo he visto nunca por aquí ¿No será usted el médico jubilado, que hace unos días vino a vivir a la aldea de Rodino?

-Sí, el mismo, he venido a vivir a vuestra parroquia no hace mucho. Los gallegos al jubilarnos, sentimos la necesidad de retornar a nuestra tierra, con el objeto de ser sepultados en ella.
-Sí, son costumbres muy arraigadas de muchos siglos atrás, fruto de creencias que hoy en día no tienen fundamento, que gracias a Dios ya se van desterrando. A mí después de muerta me da igual el lugar en donde me entierren. Si el alma es la que lleva a la persona al otro mundo, y si como dicen sale del cuerpo en el momento de la muerte, que más dará que al cuerpo lo incineren, lo sepulten o lo dejen en las aguas del mar.

-Tienes toda la razón, seguro que has tenido buenos maestros de teología. Ahora bien, no conviene perder las antiguas creencias, es muy distinto morir con fe que sin ella, o enterrarte en tu región o en otra. Ten en cuenta que en Jerusalén, muchos judíos pagan grandes sumas de dinero, por ser sepultados en el Valle de Josafat, creen que serán los primeros en resucitar, porque así lo profetizaron algunos profetas.

Muchas de las creencias tienen su origen en la resurrección de los muertos, pero también en la afectividad del que va a morir a su tierra, en donde sus progenitores le trajeron al mundo, y de las vivencias que en ella disfrutó.

-Dejemos esas cosas y hablemos de nosotros ¿Vive usted solo?

-Sí, he tenido la desgracia de perder a mi mujer hace unos dos años, la única hija que tengo, que también es médico, está destinada en un pueblo cerca de Vigo.

-¿Vendrá a visitarlo cada cierto tiempo?

-Por el momento aún no ha podido acercarse por aquí. La profesión de médico es muy sacrificada, y es muy difícil de dejar de trabajar cuando uno quiere, para visitar a algún familiar; tiene que ser por una causa mayor justificada.

-¿Y quien la hace la comida y la cama?

-Me voy arreglando como puedo.

-¿Me equivoco si le digo, que no ha hecho más la cama, desde que vive en esa aldea?

-No te equivocas demasiado, tendré que buscar a una mujer que me haga las labores domésticas. Lo que ocurre es que tengo pensado realizar un viaje, y a lo mejor mi ausencia se prolonga por mucho tiempo.

-¿Se puede saber a donde piensa ir?

-A cualquier parte, tal vez me quede en Galicia para siempre, o aun lugar tan lejano que no se pueda expresar en kilómetros, la distancia que existe hasta allí. Es un misterio que fluye por mi mente que solo Dios conoce. Será mi cerebro el que decida. Entonces sacaré el coche del garaje, lo pondré en marcha, y en donde se pare, allí me quedaré. Ahora bien, seguramente usaré un coche de caballos o un vehículo comunitario sin ventanas, así me ahorro la gasolina.

-Le pregunto esto, porque yo le podía hacer las labores de su casa.

-¿No estás contenta aquí? Ya sabes que los trabajos domésticos son muy pesados y poco agradecidos.

-No me gusta el trabajo de camarera, prefiero servir en una casa como la suya, una persona sola no da mucho trabajo. Usted aún está joven para vivir solo-me manifestó-.

-No sigas por esos derroteros, ya he cumplido los sesenta y cinco años y a las mujeres no les interesan los hombres mayores. Además por la alteración de mi estado anímico, el deseo sexual por las mujeres ya lo he perdido hace tiempo.

-Pues parece que tiene menos –me manifestó-.

- Gracias, me siento halagado, por muy bien conservado que uno esté, los años no hay quien te los quite. Hay que ser realista, si conocieses mi pasado te darías cuenta, que ya no entran en mis planes, relacionarme sentimentalmente con mujeres.

Al no entrar nadie en el bar, la muchacha se encontraba muy a gusto hablando conmigo. Decidí cortar la conversación; le di la mano diciéndole que me alegraba de haberla conocido. Me llamo Carlos y si algún día decides venir por mi aldea, allí tienes tu casa. Me sentiría muy feliz, si te acercas a hacerme una visita, para tomar un café u otra cosa que te apetezca. Desde aquí a mi casa no hay más que un kilómetro o kilómetro y medio, en quince minutos estás en mi humilde hogar.

Muchas gracias, más seguro es que venga usted por aquí; pase a desayunar o a tomar cualquiera otra cosa que desee, que lo atenderé lo mejor que pueda. Mi nombre es Adela y también me alegro de conocerlo.

Al salir del bar, subí al coche, lo puse en marcha y tomé la dirección este, por la carretera general hacia Puente Ulla, para hacer una exploración del posible lugar, que pondría fin a mi desdichada vida.

Al llegar al pueblo, me desvié por una estrecha carretera hacia el norte, siguiendo la orilla derecha del río, aguas arriba. Cuando llevaba un kilómetro y medio aproximadamente recorrido, aparqué el coche en una pequeña explanada que existía al lado oeste de la carretera, enfrente de la cual se situaba el ya mencionado famoso pozo en el curso del río.

Bajé del coche y me dirigí hacia el puente de la vía férrea, que se alza a gran altura sobre el mencionado hoyo. Comencé a transitarlo de oeste a este y cuando me encontraba en su parte media, al echar un vistazo hacia abajo, de repente sentí una fuerte sensación vertiginosa, un miedo horroroso y un escalofrío que me subía por todo el cuerpo, poniéndome los pelos de punta. Ahora bien, arrojándome desde esa altura, tendría la muerte asegurada –pensé para mi mismo-.

Cerré los ojos, me acerqué a la valla de protección, con la intención de lanzarme al vacío, no tuve valor para hacerlo. Así que abrí los ojos, di media vuelta y con la mirada al frente, el corazón latiendo fuertemente no se a cuantas pulsaciones por minuto y caminado con rapidez por la acera sur del puente, llegué al extremo oeste en dirección a la explanada, en donde había aparcado el coche.

Sometida mi mente a un fuerte trauma psíquico por el evento que acababa de vivir, me senté en el banco del mirador de este lado, tardé más de una hora en recuperar el ritmo cardíaco y que las palpitaciones se fuesen normalizando. Mientras me iba relajando observé el cañón formado por las aguas al ir perforando poco a poco durante millones de años la cordillera, que quedó dividida en dos, una a cada lado del río.

Sin mirar atrás, dejé el mirador y me acerqué al coche, saqué las llaves del bolsillo, lo abrí y me introduje en su interior, lo arranqué y di media vuelta para acceder a la carretera en dirección sur. Al llegar a Puente Ulla, entré en la carretera general transitando hacia mi aldea. Mientras conducía un pensamiento fluía por mi mente durante todo el trayecto: no me sería nada fácil suicidarme.

Había pensado en este lugar por la poca profundidad de las aguas del río Ulla, y no le sería difícil al equipo de busca encontrarme, y dar a mi cadáver cristiana sepultura.

Pasé muy cerca de mi casa, no me acerqué, seguí adelante con la idea de llegar a Santiago, comer en algún restaurante e intentar pasar la tarde en alguna sala de cine de sesión continua. Así se me haría más corta que las tardes pasadas, que se habían hecho eternas.

Llegué a Santiago, aparqué el coche y entré en el primer restaurante que vi en la calle del Horno, toda ella dedicada a satisfacer el placer del paladar. De entrada me sirvieron una ración de marisco, regada con una botella de vino albariño que terminé enseguida. De segundo pedí un bistec de ternera gallega y le indiqué al camarero que me trajera media botella de vino tinto del Condado. Mucho vino teniendo en cuenta que por la mañana me había tomado mi ración de antidepresivos y ansiolíticos. Lo pedí a sabiendas de que me podía producir una severa embriaguez, era lo que pretendía para no poder conducir, tener que quedarme en Santiago y no acudir a dormir a mi solitario hogar.

No ocurrió nada de lo que yo esperaba, en vez de sufrir una borrachera, solo me sentí un poco alegre. Salí del restaurante, entré en una cafetería a tomar un café. A continuación seguí por la estrecha y corta calle de la Raiña y llegué a la plaza de las Platerías. Subí las escaleras que salvan el desnivel del terreno y accedí al interior de la catedral a través de la portada que lleva el nombre de la plaza que le precede.

Ya dentro del templo oré ante la tumba del Apóstol. A continuación di una vuelta por la girola saliendo por el lado norte. Caminando por la nave del transepto norte, subiendo una escalinata entré en la capilla denominada Corticela, abierta al este de la nave y presidida por la imagen de la Virgen de los Milagros, con el objeto de agradecerle, lo que había hecho por mí, cuando era estudiante. Siempre que oraba delante de ella antes de un examen, conseguía de los profesores una nota muy alta.

Salí de la Corticela, crucé el transepto y me desvié a la derecha por la nave septentrional del cuerpo de la iglesia hacia el Pórtico de la Gloria, situado a los pies del monumento. El motivo de este recorrido era el de comprobar si existía algún sacerdote dentro de los confesionarios. Al llegar a los pies del templo, caminé hacia el altar por la nave lateral meridional y pude observar a dos sacerdotes dentro de sus correspondientes confesionarios. Según la inscripción situada en lo alto del mueble, se trataba de dos ancianos canónigos, que tendrían gran experiencia teológica, pero también estarían chapados a la antigua. Mi intención al entrar en la catedral y visitar a los confesores, no era otra que la de preguntarle todo lo relacionado con el suicidio, ya que si fuera un pecado mortal y me impedía acudir a donde estaba Elisa, que seguro gozaba en el Reino de Dios, tendría que buscar otra manera de morir.

Di una segunda vuelta por el interior de la catedral, fijándome bien en los cuatro sacerdotes, que aquella tarde como de costumbre, durante todo el mes les correspondería estar de servicio, por si algún creyente deseaba abandonar mentalmente sus pecados, y ponerse a bien con Dios. En la nave del lado norte en sus correspondientes confesionarios estaban dos sacerdotes: uno mayor y el otro joven, y en la nave del lado sur los mencionados canónigos de edad avanzada. Tomé una sabia decisión que esperaba me diese buen resultado: primero me confesaría con un sacerdote mayor y luego lo haría con el joven, cuyo nombre figuraba en lo alto del mueble, se llamaba D. Benito.

Primero pasé al canónigo, por la simple razón de que no había nadie esperando. Me arrodillé delante de él y como no me decía nada, esperando que yo le indicara mis pecados, le expuse:

Padre, me acuso de que hace unas horas intenté suicidarme, si estoy aquí para confesarlo es porque no tuve valor para hacerlo. Para simplificarle las cosas, le diré, que fui el culpable indirecto de la muerte de la mujer que más me amó en mi vida. Soy médico y hace poco que me he jubilado, nunca me he preparado para ”el  dulce encanto de no hacer nada”, y acostumbrado a estar todo el día con mis pacientes, al jubilarme, sufrí una depresión mayor que me ha llevado a dos intentos de suicidio.

Quiero morir para acudir al lugar en donde se encuentra mi amada, que por sus actos no dudo de que esté gozando en el Cielo junto al Señor. Vivir ya no tiene objeto para mí, estoy seguro que al lado de Elisa, volveré a ser feliz.

-¿Puede el suicidio impedir que me reúna con Elisa en El Cielo?-Le pregunté al confesor-.
-La vida nos la ha dado Dios, y solo Él le corresponde elegir el momento de que una persona abandone este mundo- me contestó-.

Si se suicida, ya no podrá arrepentirse y muere en pecado mortal. En estas condiciones, dudo mucho, aunque será Dios el que lo juzgue, que pueda usted reunirse con la mujer que tanto le ha amado, para que le perdone el daño que le ha hecho, que la llevó a la muerte.

-Entonces si es como usted dice, rogaré a Dios -le dije al confesor-, que me lleve cuanto antes al más allá al lado de Elisa con una muerte natural y cristiana. Hasta que eso ocurra, intentaré vivir sufriendo la soledad fruto del aislamiento en la aldea y la depresión y la angustia por mi perturbación mental.

El sacerdote me aconsejó que resistiera mis impulsos hacia la muerte y que no se me ocurriese suicidarme, que así me sería muy difícil encontrarme con Elisa. Recibí la absolución, cumplí la penitencia impuesta y salí de la catedral por donde había entrado: la portada de las Platerías.

Ya en dicha plaza seguí de frente por la calle de la Rua del Villar, esperando que en la sala de cine allí presente, que ya existía en mi época de estudiante, proyectaran alguna película en sesión continua, que me entretuviesen hasta la hora de cenar. Como ya no funcionaba como sala de cine. Dejé dicha calle y entré en la plaza de los Torales, caminé hacia el este unos metros y accedí a la calle Rua Nueva; que en mi época de universitario hace ya muchos años, en las dos salas de cine allí existentes, una de ellas se dedicaba solo a proyectar películas en sesión continua. De las dos salas de cine, solo subsistía una: el teatro Principal, que aún seguía ofreciendo algún día de la semana películas en función continua. Saqué la entrada, y al contrario de cuando era estudiante, que veía las películas desde los asientos de una tribuna alta, conocida por entonces como la “cazuela”, me acomodé en una de las butacas y pude comprobar que se percibían las imágenes mejor desde lo alto que desde las butacas bajas, a pesar de que el precio era tres veces superior. Desde mi posición había que dirigir la mirada hacia arriba, mientras que situado en lo alto la visión era perfecta, por estar a la misma altura enfrente de la pantalla.

Después de ver las dos películas, salí de la sala sobre las diez de la noche. Totalmente desorientado, sin saber que dirección tomar, decidí dirigirme por la calle hacia la derecha y pronto me vi en medio de la plaza de la Quintana. Esto indicaba que el itinerario que había tomado era el correcto para llegar a donde yo deseaba, y comencé a orientarme. Subí las escaleras del lado norte de la plaza, crucé un estrecho callejón entre “la Casa de la Parra” y el muro norte de la capilla de la Corticela de la catedral, y llegué a la plaza de la Azabachería. De aquí me desvié hacia el este, subiendo por una calle que me condujo a la plaza de Cervantes.

Pasé a la primera pensión que me encontré, no tenían camas libres aquella noche para quedarme a dormir. Me orientaron hacia las calles de las Galias, indicándome que en esas calles existían varios restaurantes con camas. Era lo que yo andaba buscando: poder cenar y luego acostarme y pasar así la noche en la ciudad.

Tenía que volver a la catedral, y hacerle una visita al padre Benito, que confesaba en su confesionario particular, situado en la nave lateral septentrional. Deseaba saber algunas cosas en relación al suicidio por boca de un joven sacerdote, que seguramente pensaría de forma diferente a los sacerdotes mayores, que interpretaban la religión a la antigua usanza. Pensando como en la Edad Media.

A los veinte metros aproximadamente de acceder por la entrada sur de una de las mencionadas calles, “la Galia de Arriba” me encontré con el primer restaurante, observé un letrero sobre la puerta de acceso que indicaba claramente, que había camas para pasar la noche. Accedí al interior y le pregunté a un camarero que servía en la barra, si podía cenar y si quedaba alguna cama libre para aquella noche; me dijo que le quedaban varias y que me sentara en una de las mesas libres.

Cené a gusto y dormí bastante bien, después de tomarme mi inseparable pastilla del somnífero.

Me levanté por la mañana sobre las nueve. Al terminar de asearme bajé al comedor para desayunar; a continuación pagué la cuenta y salí de allí. Me encaminé hacia la catedral, transitando hacia el sur por la calle Cervantes. Al llegar a la plaza de la Azabache ría, decidí acceder al interior del templo por este lado norte, por la portada de la Azabache ría, hoy reconstruida en barroco, pero en la Edad Media fue una muy bella portada románica. Ya dentro del templo recorrí la nave norte del transepto, al llegar al crucero me desvié a la derecha transitando por la nave septentrional del cuerpo de la iglesia, para observar si el padre Benito estaba dentro de su confesionario. Me alegré al verlo dentro del mueble leyendo un libro que sostenía en sus manos ya que en aquel momento no tenía nadie esperando, para confesarle sus pecados.

Me puse delante del confesionario y le indiqué por señas si me podía confesar. Dejó el libro sobre una pequeña repisa, y me contestó también por señas, que me arrodillase en el lugar indicado para ello enfrente del sacerdote.

Ave Maria Purísima -me dijo-.

-Sin Pecado Concebida –le contesté-.

Mentalmente mi sorpresa fue grande, los sacerdotes jóvenes ya no empleaban este saludo antes de iniciar la confesión, sino el de buenos días o buenas tardes. Rápidamente pensé que este sacerdote sería más clásico que los mayores. Gracias a Dios pronto pude comprobar que aquel saludo a la antigua usanza no era más que una simple costumbre tradicional.

Así que tomé aliento y con calma, le dije:

-Padre me acuso de que ayer intenté suicidarme, estuve al borde del suicidio y si no lo hice fue porque no tuve valor para ello, aunque la idea de quitarme la vida sigue fluyendo por mi mente.

-El querer quitarse la vida, por no hacerle frente a los problemas que constantemente nos acechan, no deja de ser una cobardía –me contestó-.

-No se trata de que a mi edad y en este periodo de mi existencia se me acumulen los problemas, sino que deseo indicarle, que fui el culpable indirecto de la muerte de la mujer que me amó con toda su alma. Desde que falleció Elisa, ya no puedo ser consecuente conmigo mismo, en medio de esta sociedad y en el mundo en que vivo. Y siento la necesidad de acudir al más allá, en donde ella esté, para pedirle perdón y volver a ser feliz a su lado. Por sus actos en este mundo estoy seguro que estará gozando al lado de Cristo en el Reino de Dios.

-Del más allá sabemos muy poco, si crees que la vas a encontrar con el mismo cuerpo y alma que gozaba cuando estaba entre nosotros, creo que estás equivocado- me indicó-.

-Eso no me importa, por algún detalle la reconoceré. Lo que yo quería saber y que usted como sacerdote me lo asegure ¿Si el suicidio me puede impedir llegar hasta donde ella está?

Aunque llegaras a ella, temo, te repito, que no la vas a encontrar con un cuerpo somático como en la tierra, sino con un cuerpo contra distinto del alma espiritualmente transformado o mejor como dicen los semitas con un cuerpo neumático, un espíritu dinámico, gozando de una felicidad, muy superior a la que pueda tener un hombre y una mujer que se han querido toda su vida. En el Cielo la felicidad será tan inmensa que ninguna alma se acordará si fue feliz con este o aquel hombre o viceversa.

Además no sabemos como actuará Dios, que nos ha de juzgar a todos. Ante un pecado como el suicidio, por muy grave que sea; teníamos que preguntarnos ¿Si por un solo pecado no puedas alguna vez alcanzar la Gloria de Dios, aunque tengas que pasar por el purgatorio para pagar por ello? Como no ha vuelto ninguno del más allá para contarlo, la iglesia no le puede dar una respuesta satisfactoria. Solo nos queda la fe.

-¿Y si otra persona me mata solicitándoselo yo?

-Es lo mismo, pueda que exista algún atenuante, porque nadie puede matar a otra persona, aunque ésta se lo pida, se convertiría en un homicida y tendría que pagar por ello, puede que se trate de un pecado compartido- me insinuó-.

De todas las maneras, debe de copiar de los egipcios: coja una balanza; en un plato coloque mentalmente sus actos buenos, que como médico deben de ser muchos; en el otro sus pecados mortales incluyendo el futuro suicidio; acuda a una autoridad importante de la iglesia para que se los “pese”, él le dirá hacia que lado se inclina la balanza.

De las confesiones solo me  quedó una cosa clara: que si le pido a un amigo que me mate con mi permiso correspondiente, debidamente firmado, alguna de las responsabilidad pasaba al homicida, sería un pecado un poco compartido y algo atenuado.

Yo no podré pedirle a un amigo que me asesine, de todas formas hablaré con uno de ellos, por si no le importa hacerlo. De lo contrario tendré que comprar a una persona desconocida, que tenga necesidades económicas y que lo haga por dinero.

Dejé la catedral saliendo por la puerta principal de los pies del templo, bajé la escalinata y me encontré en medio de la plaza de España, conocida también con el nombre de plaza del “Obradoiro”, situada al oeste de la catedral. Mi intención era comer en el hostal de los Reyes Católicos, no quisiera morir sin antes comer y dormir un día en dicho hotel, considerado como uno de los más lujosos de España.

Al hacérseme temprano para comer, me dediqué a dar una vuelta por la plaza y observar los monumentos que la enmarcan: al este la fachada de los pies del templo, con las dos torres que componen el conjunto, aunque se construyeron casi un siglo la una antes de la otra, no fue obstáculo para que esté considerada como la gran obra del barroco hispano. Al oeste el Palacio de Rajoy, una gran obra monumental del barroco. Al norte la bellísima fachada renacentista del hostal de los Reyes católicos y al sur la fachada románica del colegio de San Jerónimo.

Siendo las catorce horas decidí ir acercándome al afamado hotel: me introduje en el interior y di una vuelta por sus dependencias abiertas al público, en donde se exponen diversas obras artísticas de escultura y de orfebrería compostelanas. A continuación pasé al comedor del restaurante, prácticamente vacío, por lo que no tuve inconveniente alguno en que me sirvieran nada más sentarme; comí un riquísimo menú acorde con lo que me cobraron.

Sobre las quince horas y treinta minutos, salí del hotel y me dirigí hacia donde tenía aparcado el coche, un poco lejos del lugar en el extremo suroeste de la ciudad. Pagué el ticket y tomé la carretera que me conducía a mi casa. Me recibieron un par de gatos, que allí estaban cuando fui a vivir a la casa y ya nunca me abandonaron.

Al llegar y entrar en mi solitaria morada, me entró tal soledad, que de inmediato cerré la puerta con llave, y salí a dar un paseo por los caminos, que rodeaban a las verdes praderas cercanas. Cuando llevaba unos dos kilómetros recorridos, decidí acercarme a la casa de mi amigo Antonio. Al llegar nos saludamos como de costumbre, llamó a su mujer Inés, a la que también saludé y le indicó que hiciese cena para tres personas, Carlos se quedará a cenar con nosotros.

Mientras su mujer preparaba la cena, me propuso si me parecía bien, darnos un paseo por los alrededores de la aldea, hace una tarde expendida – me dejó entrever-.

-Como no me va a parecer bien, hablar contigo es para mí un auténtico placer, además de entretenerme y pasar la tarde, ya que la soledad se me hace cada vez más insoportable. Tendré que contratar a una mujer para que me cocine, me limpie la casa y sobre todo que me haga compañía.

-Es la primera cosa sensata que te oigo decir esta tarde, no te queda otra opción si quieres vivir como una persona normal, me lo repitió varias veces Antonio.

Hablamos un poco de todo mientras caminábamos por la aldea, aunque nuestra conversación giró en torno a los recuerdos de los felices tiempos pasados, cuando ambos trabajábamos en el mismo Centro de Salud.

-Ya han pasado algo más de diecisiete años desde que nos conocemos –le dije-, y para mí todo este tiempo fue maravilloso, hasta hace dos años que falleció mi mujer ¡No sabes como la hecho de menos!

-Yo también sentí mucho que falleciera, más aún lo lamentó mi mujer; no hace falta que te diga la gran amistad que se profesaban entre ellas.

-¿No te he contado, que estos últimos días he estado por dos veces al borde del suicidio? La primera vez intenté lanzarme por la boca de la sima del Pico Sacro, y la segunda precipitándome al pozo de Gundian del río Ulla, desde el temeroso puente, que como sabes cruza el río a gran altura.

-¿No me lo dirás en serio?- Me preguntó-.

-Totalmente en serio,-le contesté-.

_Tendrás que acudir a un psiquiatra, para que te revise el tratamiento médico que llevas, y a un psicólogo para que te ayude a superar este delicado momento por el que estás pasando.

-No creo que ninguno de los dos me puedan aliviar mi desasosiego, la idea de suicidarme sigue fluyendo por mi mente ¿Supongo que seguirás siendo mi amigo?- Le pregunté-.

-Siempre fui tu amigo, desde que nos conocimos hace ya diecisiete años, no voy a
 dejar de serlo ahora cuando más me necesitas –me contestó-.

-Pues sí que te necesito, tal vez fui un mal amigo, y te pido perdón por ello, por no contarte mi atormentado y no menos complicado pasado, que viví antes de conoceros. El caso es que tuve una novia que me amaba con locura y yo fui en culpable indirecto de su muerte. Me porté tan mal con ella que no te quise hablar nunca de ello. Los remordimientos de conciencia se han propuesto no dejar vivir en paz a mi cerebro hasta que me suicide. Además deseo con toda mi alma y mi corazón ir a su encuentro en donde ella esté, que supongo será en el Cielo, gozando de la presencia de Cristo.

No deseo esperar una muerte natural por alguna enfermedad, que puede tardar años en llegar y siento unas ganas enormes de estar al lado de Elisa, que así se llamaba la chica, para pedirle perdón y volver a ser feliz con ella. Por eso te necesito y te voy a pedir un favor.
Sí puedo hacértelo y depende de mí, cuenta con ello.

-Te lo agradeceré desde el otro mundo –le manifesté-.

-No te entiendo ¿De que favor se trata?-Me preguntó-.

-De que me inyectes una ampolla de estricnina. He hablado con dos sacerdotes y me han dicho que si me suicido, no veré nunca a Elisa. Sí otro lo hace por mí, cortándome él la vida, mis posibilidades de encontrarme con ella en el otro mundo, serían mayores, pues el pecado resultaría más atenuado. No temas, dejaré escrito un certificado de que fui yo el que te lo requirió, y dos testigos que declararan que el certificado es auténtico. También me la puedes inyectar en mi casa y así todos creerán que fui yo el que me auto suicidé. A ti no te va a pasar nada.

-¡Estas loco! Por nada del mundo haría una cosa así, y menos a un amigo, me convertiría en un homicida, y me quedaría tal remordimiento que entonces el que tenía que suicidarme sería yo. No podría vivir un solo minuto pensando lo que había hecho.

-Perdona si te he ofendido. (Acuden a mi mente malos presagios en relación a que Antonio se prestara a hacerme el favor que le pedía).

-Lo que me extraña es que tu le pidas a un amigo de muchos años, que te haga una cosa así ¿No te das cuenta que el trauma que se crearía en mi cerebro no se me curaría nunca?

-Tómalo por el lado de que me hacías un gran favor

-Cuando se trata de segar la vida de una persona, no existe favor que valga –Me contestó-.

-Me regocijo no encontrar un amigo leal –pensaba para mi mismo-.

Ya veníamos subiendo hacia el chalet, y al llegar, la primera cosa que hizo, fue contarle a su mujer Inés, lo que le había pedido.

Su mujer se me acercó y me recomendó:

 -¡Carlos! Estás muy enfermo de los nervios, debes de acercarte al ambulatorio a que te vea un psiquiatra para que te instaure un tratamiento adecuado, que te quite de la cabeza las ideas del suicidio. La vida es muy bella y hay que vivirla hasta que Dios quiera.

-A mí ya no me sirve aquello de: “¡que bello es vivir!” Me he cansado de esta vida y deseo con toda mi alma, saber lo que me espera en el más allá.

-Déjate del más allá –me dijo Inés-, tu lo que tienes que hacer es buscar una mujer, de las muchas que existen y casarte, como aún estás de buen ver, mujeres no te faltarán.

-Si conocieras mi fracasada y triste vida sentimental, no me hablarías de volver a casarme, ni siquiera me lo insinuarías, mi pasado me amenazaría de tal manera que nuestra relación sería un continuo tormento para los dos cónyuges.

Pasamos al comedor y hablamos de todo menos del tema del suicidio, no quise amargarle la cena. Le comenté lo bonito que había dejado el entorno de la vivienda. Al sur un amplio especio con césped bajo toda clase de árboles ornamentales, en donde predominan las camelias, los rosales y las adelfas, cercado a su alrededor por un muro de setos, componiendo el bellísimo jardín. En el centro el chalet; a su derecha un comedor cubierto situado al aire libre, construido de granito y sostenido su techo por cuatro columnas angulares; al norte un pequeño huerto en donde cosechaba: pimientos, tomates, cebollas y judías; mas hacia el norte hasta el límite de la alambrada: castaños, acebos y toda clase de árboles frutales.

El solar estaba todo cercado por una valla metálica de metro y medio de altura, y por su parte interna se extendía por toda su extensión, una viña alta de dos metros y medio de ancho. Un auténtico palacete gallego.

Mientras cenábamos, recordamos algunos momentos felices, de cuando ambos trabajábamos en el Centro de Salud, antes de fallecer mi mujer.

Así íbamos pasando la velada, al terminar nos sentamos en el sofá y cuando llevábamos allí una hora aproximadamente, les dije que me encontraba cansado, me levanté del asiento y les manifesté:

-Lo de quitarme la vida lo tengo decidido, si no encuentro un amigo que esté dispuesto a inyectarme la estricnina o darme un vaso de agua con cianuro, tendré que buscarme un sicario, le pagaré lo que me pida y así podré vivir en el más allá al lado de mi amadísima Elisa.

-¿Tan aburrido estás de la vida?- Me preguntó Antonio-.

-Bueno, el aburrimiento y la soledad, son los que me indican que la vida sin aliciente, no tiene objeto vivirla, así que de una manera o de otra la decisión está tomada. Seguramente no nos volvamos a ver. Al observar que Inés lloraba, me despedí y salí de su “Pazo”camino de mi casa.

Al llegar, saqué el coche del garaje y me dirigí al pueblo, que no era mas que una aldea que al estar situada en el centro de la parroquia, con los edificios situados a ambos lados de la carretera general Santiago-Orense, se fue generando una pequeña población, en donde se instalaron, no solo bares sino también algún que otro restaurante, un supermercado, una caja de Ahorros, panaderías, comercios de ropas, ferreterías etc.

En el pueblo parqué el coche, entré en un bar en donde me encontré con los pocos amigos de la infancia, que más que vivir, malvivían, pues casi todos estaban alcoholizados. Recorrimos todos los bares y en ninguno les dejé pagar. Permitirme que os invite yo esta noche, que tal vez no lo pueda hacer más. Bebimos hasta saciarnos y a las dos horas había cogido una “trompa” que me impedía mantenerme en pie.

Cualquier persona sensata, hubiese dejado allí el coche, dormir en su interior o caminar a pie ya que mi casa no quedaba lejos. Yo como deseaba que me ocurriese un percance, que me llevara al otro mundo. Subí al coche, lo puse en marcha, me agarré al volante, y a la altura del barranco de “Ardaris”, como no podía ser de otra manera, dado mi estado de embriaguez, el coche en vez de seguir la pista forestal, se cayó al barranco, dio varias vueltas de campana y allí permanecí en el interior del vehículo hasta la mañana siguiente. Los vecinos que vivían en unos caseríos al lado de la hondonada, dedicados a la ganadería, que solían levantarse al amanecer para alimentar el ganado. Observaron el coche y pudieron comprobar que en el interior del automóvil se encontraba una persona inconsciente. Llamaron al teléfono ll2 de urgencias y una ambulancia me trasladó al hospital.

Llegué al hospital en tan mal estado, que ningún médico de urgencias daba nada por mi vida. Me ingresaron en Servicio de Urgencias y conectaron a mi cuerpo tal número de cables que más que un enfermo parecía un astronauta. Estuve en coma durante siete días, al octavo comencé a dar señales de vida y ocho o diez días después había recuperado totalmente la conciencia.

Mis amigos Antonio e Inés, abandonaron provisionalmente el hospital, al indicarle los médicos que la evolución del traumatismo cráneo-facial era totalmente satisfactoria. Me quedé solo en la habitación, me encontraba tan recuperado, que los médicos traumatólogos ya habían firmado el alta domiciliaria.

A la mañana del día siguiente antes de dejar el hospital, sufrí una severa infección hospitalaria: una invasión de bacterias penetró en mi organismo, pasaron a la circulación sanguínea y la infección se generalizó, produciéndose una bacteriemia. No se trataba de unas bacterias patógenas inespecíficas, sino que de unos microorganismos denominados estafilococos, resistentes a todo tipo de antibióticos conocidos hasta la fecha.

Comenzó la enfermedad con unos días de fiebre alta con escalofríos y una intensa cefalea con delirios. Luego un embotamiento sensorial y un sopor profundo, que terminó en un estado de coma con pérdida de la conciencia.

Desde ese momento pasé a vivir de forma vegetativa, realizando mis funciones vitales sin el concurso de la conciencia.

Ante un empeoramiento de mi estado de salud, Antonio e Inés regresaron a la clínica, que ya no abandonaron hasta el final de mi existencia.

Por cierto tiempo y desde la mas profundo de mi subconsciente, escuchaba las voces de cómo luchaban los médicos para intentar salvarme la vida, y la preocupación de mis amigos que temían que mi muerte fuese inminente.

Se me nubló la mente pero no el espíritu, ya que desde ese momento pasé a situarme en el mundo de las almas. (De aquí en adelante quiero describir los acontecimientos que “viví”en mi camino al más allá, tras mi vida terrestre, cuyo comportamiento con el prójimo y sobre todo con las mujeres con las que me relacioné, no fue un modelo a seguir, con ello pequé también contra Dios).

No fui yo el primero, ni seré el último, como pude comprobar ante la muerte de alguno de mis pacientes, que unas reacciones psico-físicas desconocidas, que se producen en la mente de la persona en el preludio de la muerte, inconscientemente a través del mundo onírico, te envían un aviso no solo para indicarte que te vas a morir de inmediato, sino como va a ser tu tránsito al más allá.

En un principio y por cierto tiempo desde mi subconsciente, escuchaba las voces de los médicos y las de mis amigos, ya que la inconsciencia era parcial Llegó un momento que dejé de percibir toda clase de información desde la habitación del hospital. Pues mi inconsciencia era total De repente me encontré en un lugar tenebroso, en donde no existía fuego ni luz, solo una débil claridad. Presentaba planta rectangular de una extensión ilimitada, flanqueado por dos elevaciones oscuras de color azulado coronadas por frondosas colinas. Una especie de canícula cubría toda la depresión entre las elevaciones.

Tenían razón los estoicos, puesto que desde ese momento mi cuerpo no tenía una extensión terrestre, sino celestial, neumática, semejante al de los espíritus, y mi presencia estaba ligada a un lugar en el más allá, que se me hacía difícil de reconocer, con mis humildes conocimientos que poseía.

Mi presencia en aquel lugar era dinámica, no encontrando nada somático en mí, solo existía en forma de espíritu. Me desplazaba entre aquella niebla en medio de millones de almas dinámicas que como la mía caminaban hacia el Este. No existía día ni noche y como las horas no contaban, no pude calcular el tiempo que anduve errante por aquel espacio infinito.

Por fin llegué a un paredón, que me impedía seguir adelante. Me acerqué y pude divisar una puerta enfrente de donde yo me encontraba. Tras un tiempo indeterminado, la puerta se abrió, y una voz misteriosa como si saliera de una sima, me indicó que pasase. Crucé la puerta y a mi izquierda observé a una figura fantasmagórica. Vestía un hábito morado, y portaba una barba blanca que le llegaba hasta la cintura. Enfrente de mí, tras el paredón se extendía un lugar oscuro, que yo comparé con la noche en la tierra, sin estrellas ni otros astros que me alumbrarán.


Con la mirada fija en la figura, grité con todas mis fuerzas: ¿donde estamos? Al no recibir respuesta, le repetí mi pregunta con más énfasis: ¿Dónde estamos? Tampoco ahora recibí contestación alguna. Ya encolerizado por su silencio que me angustiaba, le cambié la pregunta, y le dije: ¿Qué es esto? Ahora su aterradora voz me contestó: esto es LA ETERNIDAD.

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