Por Florentino F. Botana
Me Acerco a la Antigua casa de mis padres,
aparco el coche en el cobertizo, subo a mi habitación de entonces, y a través
de los cristales de la ventana, observo la casa en la que vivió Beatriz.
Han pasado más de cincuenta años, e igual que
los años anteriores cuando regreso a mi tierra a pasar las vacaciones de
verano, no dejo de orar ante su tumba.
Sus restos hoy en día están difíciles de
localizar en un lugar determinado, ya que su sepulcro fue reutilizado para dar
sepultura a sus padres. Me figuro que no han salido del cementerio, a no ser
que algún estudiante de medicina los profanase para estudiar anatomía.
Aprovecho la noche para acudir al camposanto,
cuando los moradores del tenebroso lugar están “dormidos”. A ninguno le
interesa mi conversación con Beatriz; ni tampoco a los que aún gozan de la
vida, pues nadie se acuerda de nuestro trágico romance.
En medio de la oscuridad una sombra se me
acerca, supuse que se trataría de su espíritu, la llamo: ¡Beatriz!, ¡Beatriz!
Al mismo tiempo, la misteriosa figura sigue su camino sin tener en cuenta mi
presencia.
Tal vez sean ilusiones de mi mente que aún
sigue enferma de amor, que intentan aflorar desde mi inconsciente.
Al terminar de orar, con los ojos llenos de
lágrimas y muy triste, cruzo por delante de la puerta principal de la iglesia;
me extrañaba que a aquella hora –diez de la noche- estuviese abierta. Accedí
unos metros en su interior y dirigí mi mirada hacia la Capilla Mayor, para
pedirle al Señor que le dijera a Beatriz, si está en su Reino, que me espere en
el Cielo, que pronto estaré allí con ella.
Al verme, salió del interior de una de las
capillas y se presentó ante mí un sacerdote joven. Como vestía una sotana negra
y por la hora que era, al notar su presencia, la angustia me oprimió el pecho y
el corazón comenzó a latir con fuerza. Pensé que se trataba de un espíritu
nocturno de algún muerto. Pronto me relajé al oír sus amables palabras.
-Buenas noches- me dijo-.
-Muy buenas, hoy la noche está fresca y
agradable-le contesté-.
-Parece ser que los muertos no le asustan.
-Ni a usted tampoco.
-Yo ya estoy acostumbrado a tenerlos ahí al
lado de la iglesia.
-No me ocurre a mí lo mismo, pues mi misión es
intentar que lleguen lo más tarde posible a este lugar.
-¿No será usted médico?
-Sí que lo soy, aunque llevo dos años
jubilado.
-Permítame que le explique –me dijo el
sacerdote-, el encontrarme a esta hora aquí, se debe a que mañana es el primer
día de fiestas. Al hacer tanto calor durante el día, decidí venir a preparar la
iglesia al frescor de la noche.
-A mí también me gusta pasear cuando se acerca
la noche.
-El lugar que ha escogido para hacerlo me
parece un tanto macabro, a no ser que sea usted uno de esos muertos, que de
noche salen de la tumba para recorrer los caminos, como suelen creer en muchas
de las comarcas de la Galicia rural profunda.
-Si se refiere a la “Santa Compaña”, le diré
que se trata de alucinaciones que el miedo nocturno genera de forma pasajera en
el cerebro de algunas personas. No; puede estar seguro de que no soy un muerto.
El motivo de acudir aquí al cementerio, se debe a una triste historia que viví
con una muchacha. Ocurrió por los años setenta, cuando era estudiante de
bachillerato.
-Año tras año, los días que paso las
vacaciones en mi pueblo, suelo venir a orar en su tumba.
Se la contaría, pero temo amargarle la noche.
-Tome un cigarrillo y cuéntemela. Si me deja
con la intriga, entonces la noche será mi enemiga y el insomnio me impedirá
conciliar el sueño.
Comencé mi narración:
“Después de terminar el sexto curso de
bachillerato, me fui a mi aldea de vacaciones de verano, y a los pocos días
conocí a una joven adolescente llamada Beatriz, que me llenaba de amor y de
paz. Dada nuestra edad nos amamos tan apasionadamente que más que pasión se
trataba de una autentica locura. Desde el primer momento ya no podíamos vivir
separados ni un instante. Al principio nos veíamos un poco a escondidas. En la
aldea existían muchos lugares oscuros y al llegar la noche, mientras nuestros
padres se recogían en sus casas, nosotros salíamos hasta donde habíamos quedado
y durante más de una hora no nos cansábamos de querernos.
Beatriz, ya fuera por ser yo estudiante o
porque me quería de verdad, hizo que durante un tiempo me convirtiese en un
enfermo del amor de la chica: los días se me hacían eternos hasta que llegaba
la noche para sentir el placer de tenerla en mis brazos. Y deseaba con toda mi
alma para que llegasen las fiestas del pueblo, y de las parroquias cercanas.
Poder bailar toda la noche con ella y decirle al oído lo mucho que la amaba.
Nuestro amor a pesar de ser pasional, era
puro, poético y sentimental; las manifestaciones de cariño se reducían a besos
apasionados y hermosas palabras. A ninguno de los dos se nos pasaba por la
cabeza llegar a mayores. Beatriz no sabía una palabra en relación a la
sexualidad; y yo, que algo más sabía, tenía tanto miedo a que la chica se
quedase embarazada, que con sólo pensarlo, me inhibía el deseo sexual. Además
nuestra mentalidad no era otra de que Beatriz debía de llegar virgen al
matrimonio, como nuestras madres y abuelas, tradición aún muy vigente en
nuestra aldea.
La chica era muy guapa, sus cabellos eran
negros como la noche y sus ojos resplandecían como azabaches. En su belleza ya me
había fijado desde hacía tiempo. El problema de la muchacha radicaba en que no
gozaba de muy buena salud: sufría catarros frecuentes e incluso alguna que otra
pulmonía; tal vez le faltara algún elemento en su sistema inmune-defensivo.
Sus padres me aceptaban muy bien como novio de
Beatriz, todo lo contrario que los míos. Pensaban que si terminaba la carrera,
debía de buscarme una novia más culta. Tampoco hacían mucha presión sobre mí,
para que no fuera con ella; reconocían que se trataba de una chica buena y
cariñosa, y además hermosa.
El verano siguiente, como años anteriores,
aparecieron por la aldea a pasar las vacaciones, familias que en su día habían
emigrado a la ciudad. Algunas venían acompañadas de hijas más o menos de mi
edad. Al relacionarme con ellas iniciaron como si de una competición se
tratase, a ver quién de ellas conseguía ser mi novia y me alejaron de Beatriz.
Se trataba de muchachas, que al vivir en un
ambiente más liberal que las de la aldea, traían consigo haber vivido en el
pasado, relaciones sexuales con muchachos de su edad.
En medio de aquel placer, me olvidé por
completo de Beatriz, que cayó en un estado de tristeza, acompañada de astenia
con decaimiento y cansancio general.
Por no encontrarse conmigo o por su enfermedad,
que la iba debilitando a medida que pasaba el tiempo, no volvió a salir de
casa.
De no salir de casa, pasó a quedarse en cama
día y noche. Los médicos que la trataban, con pocos medios, no acertaron con el
diagnóstico de la enfermedad, y a los dos meses la muchacha falleció.
Certificaron que su muerte se la produjo una infección causada por una bacteria
desconocida.
Yo, desde el primer momento no creí para nada
que su muerte fuese originada por una bacteria; tenía la total seguridad de que
la muchacha murió de pena. Su desaparición de esta vida me dejó en un mundo que
ya no tenía interés alguno en transitar por él.
Con los ojos llenos de lágrimas, acudí a casa
de sus padres a darle el último adiós, la noche que descansaba dentro del ataúd
antes de ser sepultada.
Sufrí tal remordimiento de conciencia por considerarme
responsable de su muerte, que allí mismo delante de su cadáver y de todos los
presentes, juré ante un crucificado, que no volvería a hablar con otras chicas
durante toda mi vida.
La muerte de Beatriz repercutió tanto en mi
estado anímico, que me costó muchísimo ponerme de nuevo sobre los libros a
estudiar.
Desde el momento de su muerte hasta que
terminé la carrera, las únicas mujeres con las que me relacioné (no tenía otra
opción), fue con las compañeras de curso; y no dejé de visitar un solo fin de
semana el sepulcro de Beatriz, no solo orando sino también llorando.”
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