lunes, 22 de abril de 2013

LA BODA DE LUCIA





Por Florentino Fernández Botana

 Narro este relato desde Uganda, en donde vengo ejerciendo de médico y misionero desde hace más de treinta años.  Todos los días pienso en regresar a mi tierra, para que cuando llegue el momento de dejar este mundo, me sepulten en ella. Es tanta la escasez de médicos en esta nación africana, que me remuerde la conciencia tener que abandonarla. Temo que estas circunstancias, me obliguen a quedarme en África para siempre y no regrese nunca jamás a Galicia.
Me llamo Pablo y mi historia comienza aún siendo un niño, nací ya hace mucho tiempo, el día que Radio Nacional anunciaba que la guerra civil había terminado, para bautizarme hubo que esperar a que regresase mi tío del frente y fuese mi padrino. Gracias a la leche de una cabra blanca y de dos vacas que tenían mis padres, fui saliendo adelante, pasando los primeros años de mi vida en la afueras de Pontevedra, en la parte suroeste de Galicia; en una aldea situada a siete u ocho kilómetros al nordeste del centro de la ciudad, a unos metros del santuario de San Benito de Lerez.
En aquel valle por entonces, mis padres poseían algunas tierras dedicadas al cultivo de la vid de la clase albariño. El precio de la uva comparado con el de hoy en día, era tan insignificante, que apenas podíamos comer con lo que nos pagaban por ella.
Mi padre deseaba que yo estudiase, pero carecía del dinero necesario para pagarme los estudios. Por las mañanas acudía a la escuela del pueblo, por las tardes llevaba el ganado a pacer por los montes cercanos, y como la mayoría de mis vecinos, los fines de semana salía por la aldea a jugar con los niños de mi edad.
Al cumplir los diez años, mi maestro de la aldea, apreciando en mi buenas aptitudes para el estudio, acompañó a mi padre al Institutito de enseñanza media, me matricularon para que hiciese el ingreso e iniciarse el bachillerato. El ingreso lo aprobé y en septiembre me matriculé en el primer año y ya no dejé de estudiar allí hasta que fui a Santiago a examinarme de pre- universitario en la universidad de esa ciudad.
Me levantaba a las siete de la mañana para llegar al Instituto a las nueve y no perder así la primera clase, ya que recorría el trayecto a pie, ida y vuelta diariamente. Mi madre me preparaba un bocadillo, que yo metía en una pequeña bolsa, hasta la hora de comer al mediodía. Al terminar las clases de la tarde, regresaba a mi domicilio, caminando diariamente unos catorce Km. No solo era transitar ese trayecto, sino que también sufriendo durante el invierno las duras inclemencias atmosféricas, pues las mañanas eran frías y húmedas, y raro era el día que no llegara a Pontevedra, con la ropa media empapada de agua. La ropa que llevaba puesta era de tan baja calidad, que apenas me abrigaba y el calzado estaba muy deteriorado, pero había que gastar totalmente los zapatos, hasta que mis padres considerasen oportuno comprarme unos nuevos.
Cuando llegaban las vacaciones de verano, los primeros años sacaba a pacer las dos vacas que tenían mis padres, para arar las tierras, tirar del carro cuando era preciso y que nos proporcionaran la leche necesaria para los de casa.
Cuando aprobé la reválida al terminar el sexto curso, me dieron el título de Bachiller superior y ya comencé a considerarme un estudiante. En la aldea entablé relación con una pequeña pandilla de chicas de la parroquia, la mayoría estudiantes como yo. Nunca me he comprometido con ninguna, debido a que por mi mente fluía una especie de neurosis obsesiva, por licenciarme algún día en medicina.
Al iniciar el curso pre-universitario, comenté con mis padres, que al tratarse de un curso muy difícil, el tiempo que empleaba para recorrer la distancia que existía desde la aldea a Pontevedra, ida y vuelta, lo necesitaba para estudiar, si quería aprobarlo y sería muy ventajoso para mí, que me quedase por las noches en la ciudad. Para ello debía de buscarme una pensión.
Me acompañó mi padre a Pontevedra y después de mucho mirar, encontramos una pensión por trescientas pesetas al mes, solo para dormir y desayunar. El resto de la comida para almorzar y cenar me la llevaría de mi casa, tendría que acudir los fines de semana a por ella a la aldea, para que la patrona me la cocinara.
Al terminar el curso en el Instituto, si aprobábamos, debíamos de trasladarnos a Santiago para examinarnos en su Universidad. Me busqué una pensión en la calle de la Rua Nueva y después de soportar los rigurosos exámenes, regresé a mi aldea.
A los quince días me fui a Santiago por las notas; había aprobado con un notable alto, gracias a una amiga llamada Ana. Nos habíamos hecho amigos durante el curso y la muchacha no pensaba más que estar sobre los libros, poniendo todo su empeño en que yo hiciese lo mismo. Acudíamos todas las tardes a la biblioteca a estudiar y el resultado a la hora de examinarnos, fue muy positivo para los dos.
Al final del curso, nuestra relación era algo más que de amistad, no tenía pensado dejar de verla, sino de que fuese mi novia para siempre. Pero a Ana le gustaba ser azafata, se fue a Madrid, aprobó el examen y como yo no viajé nunca en avión, no la volví a ver jamás.
Al quedar sin la compañía de mi amiga, me fui de vacaciones a la aldea y no dejé de acudir a todas las romerías que tenían lugar no solo en mi parroquia, sino en todas las parroquias colindantes. Sabedor por otros compañeros, de que lo que me esperaba en la facultad de medicina, iba a ser muy duro, quise quedar saturado de juergas y diversiones para varios años y así poder estudiar tranquilo, los difíciles cursos que tenía por delante durante toda la carrera.
A finales de septiembre me desplacé a Santiago, para enterarme a cuanto subía el importe de la matrícula de primero de medicina. Volví a la aldea y le dije a mi padre que el precio eran cinco mil pesetas, que mi padre no poseía en aquel momento. La venta de un ternero y con lo que le prestó la familia, me pude matricular.
A primeros de octubre metí la ropa en una maleta y me marché a Santiago a iniciar la impresionante aventura de intentar ser médico. Al llegar me hospedé en la pensión que había pernoctado en junio, cuando me fui a examinar de pre-universitario, debido a que fue la más económica que me encontré en todo Santiago.
Lo primero que hice al llegar a Santiago, fue buscarme un trabajo, que les atenuara un poco los gastos de la pensión a mis padres. Gracias a algunos compañeros de la pensión y de la facultad de medicina, que me indicaron que recorriese todos los colegios de la ciudad, que en alguno de ellos podía encontrar un trabajo, para poner las mesas y servir la comida y cena a los alumnos internos. Después de recorrer todo Santiago, me contrataron para todo el curso, los padres del colegio La Salle. Tenía que acudir de dos a tres de la tarde y de nueve a diez de la noche, horario que me venía muy bien, ya que a las nueve salía de estudiar de la biblioteca y hasta las diez y media no me ponía de nuevo sobre los libros.
De esta manera mis padres tenían que pagarle a la patrona, solo por dormir en su pensión con el desayuno incluido, así podía dedicarme a estudiar tranquilo, pensando que tendría el dinero necesario para terminar el curso.
La pensión estaba situada en la calle de la Rua Nueva, enfrente de una residencia de monjas dedicada a hospedería de chica estudiantes, la mayoría universitarias. El edificio era muy amplio, según me contaban algunas de las residentes, tenía unas treinta habitaciones, seis de las cuales componían la fachada principal, orientadas hacia el Este con sus ventanas abiertas a la calle. La mayoría de las habitaciones eran dobles con dos camas y en cada una de ellas dormían dos estudiantes, como se podía observar desde nuestro balcón, cuando levantaban las persianas para ventilar su interior.
En nuestra pensión pernoctaban diez o doce chicos. Como en el edificio existían solo cuatro habitaciones, las camas estaban situadas igual que en un cuartel: en posición de hilera unas pegadas a las otras.
La pensión comunicaba con la calle, por medio de dos ventanales que se abrían a un balcón, que ocupaba toda la fachada del edificio. A veces abríamos los ventanales para ventilar el interior, salíamos al balcón y hablábamos con las estudiantes de la residencia, que ocupaban las habitaciones exteriores. Como la anchura de la calle no era muy amplia, nos facilitaba mucho nuestra relación con ellas. Allí en la primera habitación de la derecha, según visión del espectador, desde nuestro balcón vi por primera vez a una joven que desde el primer momento me dejó totalmente prendado.
Cuando llegaba a la pensión a las tres de la tarde, antes de acudir a estudiar a las cuatro a la biblioteca, salía al balcón con la intención de poder observar a la muchacha y que ella me viese. Sin conocerla de nada, me estaba enamorando platónicamente, hasta tal punto que ya la consideraba mi amor idealista. No podía ser realista, como yo hubiese querido (pues aún no había conseguido entablar conversación con ella), para invitarla a salir e iniciar una relación sentimental.
Un día la seguí hasta la plaza del Obradoiro y pude observar que accedía al interior del colegio de San Jerónimo, en donde estaba instalada la escuela de Magisterio. En aquel momento lo único que sabía de la muchacha, era que estudiaba magisterio.
Unos días después hablé con mi amigo Alfonso, que también estudiaba la misma carrera que la muchacha, con la intención de que me permitiese acompañarlo al colegio de San Jerónimo, un poco antes de las cuatro de la tarde, para indicarle de que muchacha se trataba, deseaba que indagara y me proporcionase todos los datos que pudiese sobre la chica.
Al cabo de una semana, mi amigo vino a buscarme a la facultad y me indicó:
-La chica se llama Lucía, es de Puentecesures y estudia primero de magisterio.
Le rogué encarecidamente a mi amigo, que hablara con ella y le dijera que en la pensión de enfrente de su residencia, reside un chico rubio que estudiaba medicina, que estaba loco por ella.
Le agradecí a mi amigo su información, que no me sirvió de mucho. Tanto me hablaron los estudiantes de medicina de mi pensión, que ya estaban en los últimos curso de la carrera, de lo difícil que era aprobar el primer curso, que además tenía carácter de selectivo (si no lo aprobabas en cuatro convocatorias, no podías seguir estudiando medicina), que no intenté acercarme a Lucía (que así se llamaba la muchacha), que siguió siendo mi amor idealista. Tenía que escoger entre la carrera o la chica, me decidí por lo primero y sacrifiqué el placer que pudiésemos experimentar ambos, paseando juntos por las calles de Santiago.
Seguí saliendo al balcón para observar a Lucía. Al ser el pupilo mas joven de la pensión, lo hacía desde un segundo plano, medio aislado en la esquina del balcón, aunque disimuladamente no hacía otra cosa que mirar hacia su habitación.
Me dediqué con tanto énfasis al estudio, que el resultado final fue muy positivo: aprobé todo y con excelentes notas en todas las asignaturas.
Al terminar el curso me fui a la aldea a ayudar a mis padres en las faenas del campo. Cuando llevaba las vacas a pacer al monte, no hacía otra cosa que pensar en Lucía y en hacer planes para que cuando llegase el segundo curso, pudiese salir con ella.
Al llegar el mes de octubre, inicié el segundo curso de la carrera. Varios acontecimientos complicaron un poco mi intención de que Lucía fuese mi novia. Por un lado los profesores que casi todos eran los mismos que los del año anterior, comenzaron a incordiarme manifestándome que como había sacado tan buenas notas en el primero, me exigirían más que a mis compañeros, ya que según ellos podía dar más de mí que los demás alumnos. No se conformaban con que aprobara, sino que en mis exámenes tenía que sacar sobresalientes.
Por otro lado estaba mi ambición personal, que deseaba sacar iguales o superiores notas que el año anterior, y en lo que menos pensaba era en echarme novia; lo dejaré para el año que viene, pensaba para mi mismo. Desde el salón de mi pensión, pasé la mayor parte del curso, observando, situado detrás de los cristales de los ventanales del balcón, a Lucía, cuando se asomaba a la ventana, con una sonrisa en los labios y los párpados bien abiertos para que sus ojos negros pudiesen contemplarme.
Acabé el curso, regresé a la aldea amando a la muchacha a distancia y en silencio, pensando todo el verano en ella.
Comencé el nuevo curso y de lo único que estaba seguro, que seguía queriendo platónicamente a la chica. Desde el primer día comencé a buscarla por todas las calles de Santiago, pues no se había asomado una sola vez a la ventana de su habitación. Pensé que aún no había regresado de su pueblo y dejé pasar el tiempo, ¿o tal vez se había cambiado de residencia?...
Ocho o diez días después, la observé paseando por el paseo de la Herradura acompañada de un chico, que yo conocía por haber estudiado el primer año conmigo. Al verla tres o cuatro veces al lado del mismo estudiante, llegué a la conclusión de que Lucía tenía novio.
No volví a intentar observarla más a través de los cristales de los ventanales, debido a que la muchacha no se asomaba a la ventana. Ante tal conducta de Lucía entré en un estado de depresión con cierta tristeza, que me impedía estudiar con normalidad. Debía de intentar superarla si no quería perder el curso. El mundo no se acababa por perder a la chica que amaba., existían infinidad de jóvenes guapas y debía de rehacer mi vida sentimental, con otra muchacha de las muchas que conocía.
Después de las vacaciones de Navidad me fui olvidando de Lucía y comencé de nuevo a estudiar. Por las tardes acudía a las cuatro a la biblioteca, allí siempre me encontraba con compañeros y compañeras de clase y a las nueve cuando cerraban el local, salíamos todos juntos a dar un paseo antes de cenar.
Otras veces paseaba con mis amigos de la pensión y los sábados acudíamos al teatro Principal, situado en la misma calle en donde yo residía a ver una película. A las diez cuando salíamos de la proyección, caminábamos hacia el paseo y nos encontrábamos con Lucía, acompañada de su novio camino de la residencia, pues la hora de regresar las residentes era a las diez de la noche. Al pasar a su lado o miraba al suelo o hacia el otro lado.
Al terminar el curso, me fui a trabajar a las minas de carbón de Ponferrada, el trabajo era muy duro, pero me traje unas veinte mil pesetas, que me vendrían muy bien para cubrir los gastos particulares que se me presentasen durante el curso siguiente.
Nada cambió durante el cuarto curso, al terminar los exámenes volví de nuevo a Ponferrada a trabajar en las minas de carbón. A lo que tenía ahorrado del año anterior, le sumé lo ganado este año. Ya tenía para pagarle a alguna chica el cine o los cafés, si por casualidad se me daba por echarme novia.
Al regresar, pasé unos cuantos días en la aldea con mis padres y volví a Santiago para iniciar el quinto curso. El primer día que salí al paseo de las dos de la tarde, al que acudían la mayoría de los estudiantes, al salir de las clases de la mañana; me llevé una gran sorpresa, al observar paseando a Lucía con sus amigas y no con su novio. Yo que no tenía la costumbre de transitar dicho paseo, cambié de parecer y en adelante no perdí un solo día de acudir a pasear, el motivo no era otro que: observar si Lucía paseaba con su novio o con las amigas. Pude comprobar que lo hacía diariamente conversando con sus amigas. Me puse a indagar y me enteré de que su novio, había trasladado la matrícula a Barcelona y que había roto las relaciones con la muchacha. Otros amigos que tenían amistad con ella, me indicaron que fue la chica, la que no quiso seguir siendo la novia del muchacho.
Fuese uno u otro el causante de la rotura sentimental de la pareja, yo me alegré enormemente ya que tenía a la muchacha libre, por si me interesaba intentar salir con ella. No lo hice para que no pensara que estaba esperando con ansiedad que interrumpiese su noviazgo, para pedirle que fuese mi novia. Pasé a su lado decenas de veces y ni siquiera la miraba, aunque lo estuviese deseando.
Al terminar el curso, me llamó el ejercito para cumplir el Servicio militar en el campamento de Monte la Reina (Zamora). Un fin de semana que tenía libre, sentado bajo grandes encinas en aquel lugar solitario, me acordé tanto de Lucía que decidí escribirle una carta. En la misiva le decía, como ya debía de saber, llevaba tres o cuatro años pensando día y noche en ella y que me gustaría cuando regresase a Santiago, iniciar unas relaciones sentimentales con ella..
Al recibir su contestación, que a decir verdad no la esperaba, y al decirme que lo estaba deseando, comenzó a fluir por mi mente una especie de arrepentimiento por haberle escrito.
Días más tarde le escribí una segunda desagradable carta, en ella le comunicaba que me perdonase mi atrevimiento y que olvidara lo que le proponía en la carta. No estoy seguro de mis sentimientos y por el momento no deseo compromiso alguno con chicas. Además ¿Qué puedo esperar yo de una chica, que fue novia de un muchacho durante dos años? En una palabra, casi le daba a entender que durante su noviazgo de dos años, muy bien podían haber hecho el amor, y que a mí me interesaba más una chica que no hubiese tenido novio.
Además de levantarle falsos testimonios, la ofendía gravemente, pues era muy probable que la muchacha no hubiese hecho nada con su novio; no había que olvidar que estábamos en los últimos años de la dictadura, y por entonces era difícil que un chico se acostara con su novia, estando solteros
El envío de esta segunda carta, tenía por objeto que pensase que era un sinvergüenza, y que no se acordase más de mí. De todas las maneras, no tenía derecho alguno a criticarla, teniendo en cuenta, que nunca la había visto siquiera cogida del brazo de su novio. Al criticar su conducta no solo me porté mal con Lucía, sino que con ello pequé también contra Dios. Deseaba llegar a Santiago cuanto antes para pedirle perdón.
Por supuesto que no me contestó a esta segunda carta, no me pareció bien pedirle perdón con una tercera misiva. Me entró un gran remordimiento de conciencia por lo que había hecho y aunque me consideraba culpable, intenté olvidarme de ella, durante los tres meses que estuve en el Campamento militar.
Regresé a Santiago a finales de septiembre. Un mes más tarde con mi timidez atenuada por unos vinos que acababa de tomar con mis amigos, vi a Lucía en la calle de la Rua Nueva, en donde ambos vivíamos, en medio de sus amigas. Al verme en vez de mirar para el otro lado y no querer saber nada conmigo, me miró con cierta sonrisa en sus labios, esto me animó a acercarme y a decirle:
-Despídete de tus amigas, permíteme que te acompañe hasta tu residencia, deseo con urgencia hablar contigo.
Se despidió de sus amigas y vino hacia donde yo estaba. Antes de comenzar a caminar, por cierto tiempo la miré fijamente a los ojos y le manifesté:
-Deseo decirte tantas cosas, que no se por donde empezar. En este momento dada la hora que es, solo te mencionaré los anunciados de cada una de las cosas y en otra ocasión te lo explicaré todo detalladamente.
-En primer lugar, quiero pedirte perdón por lo que te decía en la segunda carta que te he enviado, si no hubiese gente en la calle, te lo pediría de rodillas, para que te des cuenta lo arrepentido que estoy de haberlo hecho.
En segundo lugar, tengo que decirte, creo que ya lo sabes, que llevo tres o cuatro años pensando todo el día en ti y hasta soñando de noche contigo; por ello pienso que llegó el momento de pedirte que seas mi novia. Al verla tan sorprendida por mi inesperada declaración de amor, le dije:
-No me contestes ahora, tienes toda la tarde para pensarlo. A las ocho bajaré de la pensión a la calle, me quedaré viendo los carteles de la película que proyectan en el teatro Principal. Esperaré hasta las ocho y diez, si no bajas lo interpretaré como que no quieres saber nada conmigo, sacaré una entrada y pasaré al interior de la sala a ver la película.
Si crees conveniente no bajar, por mi no te preocupes, tengo en cartera un plan B e incluso un plan C.
-¿Se puede saber en que consisten esos planes?
-El plan B, consiste en hacerme novio de una compañera tuya de la residencia. Su padre debe de ser médico de un pueblo de las Rías Altas, situado cerca del Ferrol. La chica es muy atractiva y siempre que me ve insiste a que salga con ella, tiene un cierto parecido con la actriz Ava Gadner. Yo le digo que no puede ser, debido a que quiero a otra chica, no le he dicho que eras tú a la que amaba, para que no te incordiase en la residencia.
El plan C, aunque lo nombre en segundo lugar, no creas que sería el último recurso, ya estuve a punto de llevarlo a cabo cuando terminé el bachillerato. Consiste en hacer los votos de castidad, ingresar en una orden religiosa, y marcharme a África de médico y misionero, así puedo salvar vidas humanas y ayudarles a que alcancen el Reino de Dios.
Si por el contrario bajas, me estarás indicando, sin tener necesidad de pronunciar palabra alguna, que me aceptas como novio. Nos sentaremos en un café y te daré una detallada explicación de todo lo que tengo que decirte. Desde ese momento no olvides que eres mi novia, espero que te des cuenta de ello, porque comenzaremos a comportarnos como cualquier pareja de enamorados del mundo.
Cuando sonaban las campanas del reloj de la catedral, dando las ocho de la tarde, apareció Lucía con una agradable sonrisa en sus labios, me acerqué hacia ella y por un momento quedé mirando a sus ojos, luego le cogí su mano izquierda con mi derecha, entrecruzamos los dedos y comenzamos a caminar por la calle hacia la plaza de los Torales, sin atrevernos ninguno de los dos a articular palabra alguna, recorrimos el trayecto sin dejar de observarnos mutuamente a los ojos.
Al llegar a la Plaza, le pregunté:
-Te apetece entrar en una cafetería a tomar un café y allí tranquilos manifestarte lo que mi pensamiento desea, o por el contrario prefieres dar un paseo por la herradura.
-Fue tan grande la sorpresa que me he llevado esta mañana con lo que me has dicho, que aún no me he recuperado, así que me apetece más dar un paseo, para despejar mi mente y situarme en la realidad.
-¿No me digas que no lo esperabas?
-Pues no, después de tanto tiempo de estar pensando el uno en el otro, ya creía que no querías saber nada conmigo.
-Es curioso, yo preocupado por si no me aceptarías y resulta que lo deseas tanto como yo.
Nos sentamos en un banco del paseo de la Herradura y le dije:
-Ahora que no pasa nadie por aquí, me voy a poner de rodillas para pedirte perdón por lo que te escribí en aquella segunda carta
-No es necesario que lo hagas de rodillas, es suficiente que me lo pidas sentado.
-Me porté como un sinvergüenza, un mal educado y un irresponsable. ¿Por qué tenía yo cuando estaba en el campamento criticar tu pasado? ¿Quién era yo para convertirme en tu juez?
Por entonces tú y yo no teníamos compromiso alguno ni de amigos ni de novios y si salías con este o aquel chico era cosa tuya, y por si fuera poco, incluso te insinué que bien pudieras haber hecho el amor con él. Mi comportamiento contigo desde el campamento merecía que no me hablases más en tu vida.
Supongo que al salir con ese chico, sería porque lo querías. Además la culpa fue mía por no acercarme a ti antes que él.
-A decir verdad, querer no le quería; yo soy la que tenía que pedirle perdón a Gonzalo, que así se llamaba el muchacho, por dejar que me hiciera su novia, sin sentir nada por él, solo por darte celos a ti.
Nos levantamos del banco en donde estábamos sentados, la cogí de la mano e iniciamos un paseo dando la vuelta a la Herradura. Cuando ya transitábamos el trayecto final del paseo, le indiqué:
-Sentémonos aquí, aún es pronto para que acudas a tu residencia, debemos aprovechar cada uno de los minutos para estar juntos y recuperar así el tiempo perdido de nuestro amor platónico del pasado.
Al sentarnos volvimos a mirarnos a los ojos, no se por cuanto tiempo, luego con mi mano izquierda atraje su cara hacia la mía y la besé suavemente en los labios.
-Me alegro que no me hayas impedido que te besara, desde este momento conocerás el amor y la felicidad, yo te quiero más que mi vida entera y haré que te sientas una de las mujeres más felices de este mundo. Gonzalo, te hubiese hecho compañía y atenuado la soledad, pero nunca te podría amar como yo. Para hacer dichosa a una mujer, no basta con quererla con locura, hay que nacer y ser muy apasionado y romántico para saber manifestárselo.
La muchacha comenzó a llorar en silencio, la observé detenidamente y le pregunté:
-¿Por qué lloras? ¿No estarás arrepentida, de haberme dejado que te besara el primer día que nos hicimos novios?
-¡No! Lloro de alegría y de satisfacción. Después de estar tanto tiempo pensando el uno en el otro, ya había perdido la esperanza, de que un chico rubio y guapo como tu, algún día pudiese ser mi novio.
-Vale más tarde que nunca, tenemos una vida por delante y te amaré hasta la muerte.
Aquel treinta de octubre marcó un antes y un después en mi vida. Por un lado aunque nuestro amor puro, poético y sentimental, se limitaba a decirnos palabras hermosas y besarnos continuamente, no dejaba de ser apasionado. Los ocho meses que duró el curso, me parecieron ocho días, un auténtico sueño de amor. Lo más curioso fue que a pesar de perder mucho tiempo con Lucía, saqué dos o tres sobresalientes más que en el curso anterior. Como se trataba del último curso era más fácil de aprobar.
Con la introducción en España de la democracia, la mentalidad de la sociedad en relación a la sexualidad, dió un giro de ciento ochenta grados; al considerarse libres, la libertad se convirtió en libertinaje y para hacer el amor una pareja, solo hacía falta que se quisieran, sin tener en cuenta para nada si estaban casados o solteros. Lo de llegar virgen la mujer al matrimonio, había pasado a los recuerdos.
Yo chapado a la antigua, jamás le toqué los pechos a Lucía, ni ninguna otra parte de su cuerpo. Al no saber con certeza, si la muchacha había hecho el amor con el novio anterior. Por si acaso conservaba la virginidad (nunca me atreví a preguntárselo), mi idea era seguir la tradición de nuestras madres y abuelas de la aldea, que fueron vírgenes al matrimonio.
Por otro lado, el final fue muy triste para mí -un auténtico drama-, no hay peor humillación para un hombre que cree tener enamorada a su novia, que esta lo deje por otro.
Al terminar el curso y al enterarme de mi licenciatura, pasé unos días en el pueblo de Lucía, acudíamos a la playa y el maldito bikini de la muchacha me excitaba de tal manera que pensé en llevármela a un hotel y pasar un fin de semana con ella en Villagarcia de Arosa, para que pudiésemos disfrutar del placer del sexo. Una llamada de mi patrona, me obligó a regresar a Santiago por cuestiones laborales y no pude nunca saber si aceptaría o no acostarnos juntos. Tal vez aquí comenzaron mis problemas.
Por no ser liberal como lo exigían los tiempos de la democracia y quedar anclado en las viejas costumbres de la dictadura, la muchacha conociendo mi conservadurismo en materia sexual, no deseaba hacer el amor conmigo estando solteros, por miedo a que la dejara, al enterarme de que había perdido anteriormente la virginidad.  
Como deseaba trabajar enseguida de licenciarme, unos días antes de terminar la carrera, sabiendo que había aprobado todo el curso -lo de ser médico era cuestión de días-, le escribí una carta a través de Noticias Medicas a un doctor de la Rioja, que solicitaba un médico, para que le sustituyese durante un mes por enfermedad, ya que acababa de sufrir un infarto de miocardio.
En mi carta le indicaba que yo le podía hacer dicha sustitución. El médico aceptó mi ofrecimiento y me envió directamente una carta a la pensión, motivo por el cual la patrona me llamó a Puentecesures, al teléfono de los padres de Lucía
Dejé a Lucía en su pueblo y acudí a Santiago. La patrona me entregó la carta urgente del Dr., en donde me indicaba, que el lunes debía de estar allí antes de las nueve de la mañana, que ya me tenía reservada la pensión.
Estábamos a viernes, el sábado preparé las cosas, las metí en una maleta y el domingo por la mañana temprano saqué un billete, para que el tren que desde La Coruña se dirigía a Barcelona, me dejara en Logroño, allí me subiría a un autobús hasta el pueblo, situado en las cercanías de la capital riojana.
Salí de Santiago sin comunicárselo a Lucía, con el fin de evitarle un triste y doloroso adiós, si se le daba por acercarse a despedirme a la estación y tener que hacer luego yo un angustioso viaje, acordándome de ella.
Llegué al pueblo y el lunes comencé a trabajar. Sin tener experiencia alguna, fui solventando como pude los problemas de la consulta durante dos o tres días, hasta que me puse al corriente de todo, sin contratiempos importantes con los pacientes.
Le escribía una carta por semana a Lucía y como la sustitución se prolongó durante cuatro o cinco meses más, no pude hasta que llegó Navidad, hacerle una visita a su pueblo.
Antes de que se me terminase la sustitución, acudí a Logroño y solicité una plaza de APD. (Asistencia Publica Domiciliaria) entre las vacantes que existían en la provincia. Me destinaron a un pueblo localizado no lejos de Logroño-capital, cerca del que venía ejerciendo hasta la fecha. Tenía que incorporarme a primeros de enero, me quedaban diez días libres que aproveché para regresar a Galicia y acercarme a Puentecesures a disfrutar al lado de mi novia.
Llegué en el tren desde Logroño por la tarde a mi casa, un día lluvioso en donde la humedad y el frío imperaban por toda Galicia. Al día siguiente me subí al autobús para que me dejara en Santiago, en la estación me compré un paraguas y medio protegido del agua, me dirigí a la estación ferroviaria para que el tren me acercara a Puentecesures y poder visitar así a Lucía. Me recibió con efusividad, haciéndome entrever que nuestro noviazgo no podía seguir así, otros cinco meses sin vernos, no creo que los pueda resistir en el futuro.
Aquel día me invitó a comer a casa de sus padres, a continuación me llevó a la pensión, en donde iba a dormir los días que estuviese en el pueblo. Por la tarde salimos a pasear y luego al cine. A la salida cuando me acompañaba hacia la pensión, le propuse desplazarnos dos o tres días a Santiago, cogeremos una habitación y viviremos una pequeña luna de miel. Ya sabes que cuando pueda nos casaremos y que nunca te dejaré. En nuestras condiciones ¿Por qué no ir disfrutando de la sexualidad?
-¿Estás loco? Me dices en tus cartas que deseas que tu novia llegue virgen al matrimonio y hoy me pides que lo hagamos antes de casarnos. Pues ahora soy yo la que no quiero perder la virginidad.
-¿No me digas que estás hablando en serio?
-Sí, muy en serio.
Estuve dos días más allí y salíamos a pasear por las afueras del pueblo. Un día nos alejamos un poco y llegamos a una pradera, saqué el abrigo, lo extendí y le dije a Lucía que se echara conmigo sobre la prenda de vestir que impediría que nos calase la humedad. Dio media vuelta y se fue y allí me quedé yo con cara de tonto, esperando que se me apaciguasen mis alteradas hormonas. Permanecí en el lugar un buen rato, me volví a poner el abrigo y me encaminé hacia la pensión para pagarle a la patrona, recoger mis cosas, subir al tren y desplazarme a Santiago.
A los dos días tomé el tren hacia mi lugar de trabajo, pensaba para mí dentro del departamento, que ahora si que estaba seguro, de que Lucía había hecho el amor con el anterior novio y no deseaba que yo me enterase de que no era virgen, hasta que estuviésemos casados por miedo a perderme.
Eso indicaba que la chica me quería y que estaba un poco arrepentida de su pasado sentimental, ya había perdido a un novio y tenía miedo a perder otro. Me hubiese gustado estar en su mente, a ver como las ingeniaba, para que el día de la boda me hiciese creer que era virgen. O tal vez pensara: una vez casados, a Pablo, no le quedará otra opción que aceptar mi pasado.
Allá en la pensión que pernoctaba en el pueblo en donde ejercía, pensaba que Lucía al marcharse a su casa y dejarme solo en la pradera, era de suponer que deseaba romper las relaciones conmigo, sino no tendría explicación su comportamiento.
Todo el tiempo que tenía libre lo dedicaba a estudiar, sentía unas ganas locas de aprobar las oposiciones y poder ofrecerle algo seguro a la muchacha, pues yo la seguía queriendo como siempre y ahora en la soledad, aún más que cuando estaba junto a ella.
No le escribí, fue ella la que lo hizo, pidiéndome perdón por lo que había hecho. Nunca pensé –me decía-, que reaccionaras así al dejarte solo en la pradera y marcharme a mi casa, creí que me comprenderías y me seguirías detrás hasta mi domicilio ¡Mira que marcharte a la Rioja sin despedirte! ¡No me lo puedo creer!
Al cabo de unos meses contesté a su carta, en ella le decía que estaba aprovechando todo el tiempo que tenía libre para estudiar, sin perder un solo minuto hasta que me examine de las oposiciones. Escribirte y pensar en ti me impide concentrarme. Además como no puedo acudir a verte a tu pueblo, he pensado alejar mi pensamiento de tu persona por el momento.
No le volví a escribir una carta más, el motivo de no hacerlo, se debía a que había conocido a una chica del pueblo que estudiaba enfermería. Se trataba de una muy buena estudiante y muchas tardes estudiábamos juntos, unas veces en el consultorio, otras en mi pensión o en su casa. Llegó junio y la chica aprobó todo el curso y durante el verano me ayudó muchísimo en la preparación de las oposiciones, obligándome con su presencia a que estuviese toda la tarde sobre los libros, si no tenía que hacer alguna urgencia, que si eso ocurría, también me acompañaba hasta el domicilio del paciente. Así, -me decía Eva-, este era el nombre de la muchacha, hago prácticas contigo de enfermería.
Todo el pueblo pensaba que era mi novia, Eva también lo deseaba y para que no me tomase por tonto al ir pasando el tiempo y no declararle mi amor, le dije que tenía novia en Galicia a la que quería con locura, aunque últimamente le encontraba un poco rara.
Ante la imposibilidad de un noviazgo en serio, al terminar el verano la muchacha se marchó a la universidad, intentando acabar la carrera que solo le quedaba un curso y yo me fui a Valladolid a examinarme de las oposiciones.
Como había estudiado día y noche las aprobé, disfruté de unas pequeñas vacaciones con Eva, nos despedimos y regresé a Galicia.
Tenía treinta días para tomar posesión de la nueva plaza, recogí mis cosas, las metí en la maleta y me desplacé hasta mi casa de la aldea, de allí lo más pronto que me fue posible, me subí al coche que me había comprado y me acerqué a la casa de Lucía en Puentecesures, para darle la gran noticia de que había aprobado las oposiciones y que ya nos podíamos casar.
Aparqué el coche y me dirigí al domicilio de la muchacha, al llegar llamé varias veces al timbre de la puerta, esperé unos momentos y como nadie me abría, ni me contestaban desde el interior, me acerqué a la casa del vecino y le pregunté:
-¿Que pasa con sus vecinos? estoy llamando y me parece que ninguno de los miembros de la familia está en casa.
-Están de boda, los encontrará en la iglesia.
Caminé hasta la antigua basílica, accedí a su interior por la puerta principal y transitando por el pasillo de la nave lateral meridional, fui echando una mirada a toda aquella gente, a ver si veía a Lucía entre los presentes. Al no observarla sentada en ninguno de los bancos de la iglesia, seguí avanzando hacia la cabecera y me quedé anonadado al comprobar que la novia que vestía de blanco se trataba de Lucía.
Me quedé allí un rato, hasta que la muchacha al mirar hacia donde yo me encontraba, se dio cuenta de que yo estaba dentro de la iglesia. Ante aquella escena escalofriante, con la mente aturdida, asombrado y sorprendido por lo que acababa de ver, salí de la iglesia por el mismo pasillo hacia el exterior. Me encaminé hacia el coche, subí a su interior y allí mismo decidí poner en práctica el plan C.
Me dirigí al convento de San Francisco de Santiago, le expliqué al superior lo que había pasado y que deseaba ingresar en la Orden. Me enviaron a Roma y al cabo de unos años recibí los hábitos y me marché a África, en donde vengo curando no solo las enfermedades somáticas de aquella pobre gente, para que vaya malviviendo, sino también las del alma para que puedan alcanzar el Reino de Dios.

Fin







MARIA MAGDALENA, DE SANTIAGO



               Por Florentino Fernández Botana

 

Me llamo Alfonso, narro los hechos pasados, al cumplir cuarenta y nueve años y después de establecerme de abogado en Santiago. Mi historia comenzó a los veintitrés años cuando terminaba de examinarme de la última asignatura del tercer curso de derecho, si la aprobaba, el curso había sido un éxito, pues solo me quedaban dos años para terminar la carrera. Llevaba unos días de vacaciones en mi aldea, situada a unos trece kilómetros, siguiendo la carretera que desde Santiago nos lleva a Ourense, al norte del puente del río Ulla. Por las mañanas me entretenía paseando, siguiendo la orilla derecha del río en medio de una robleda milenaria y por las tardes acudía al bar a jugar unas partidas a las cartas y al dominó, mis juegos favoritos.
En uno de esos bares me encontré con mi amigo Antonio, mi compañero de fatigas que al estar jubilado por enfermedad, me acompañaba, tanto por las mañanas caminando por los alrededores y tomando algún que otro vino antes de comer, como por las tardes, intentando pasar el tiempo lo más entretenido posible; esperando que llegase la tarde del sábado, que me subía al autobús y me desplazaba a Santiago. En donde me esperaba mi novia con ansiedad, para dar un paseo por la herradura, tomar unos cafés y terminar viendo la proyección de alguna película. Era tan atractiva y cariñosa que con solo estar a su lado me sentía el hombre más feliz del mundo. Se llamaba Maria Magdalena, pero todos la conocían por Lena. Solía quedarme en una pensión hasta el domingo por la noche, que regresaba a la aldea, transitando los trece kilómetros a pié a altas horas de la noche.
El domingo me angustiaba tener que cruzar, al dejar la carretera, un camino de unos tres kilómetros entre robles, pinos y eucaliptos, infestados de lobos, jabalís y otros animales. Ahora bien, lo que realmente me aterrorizaba era encontrarme con algún ladrón, que aprovechando la oscuridad de la noche, llenaban de patatas o de espigas de maíz, su saco en las fincas de sus vecinos. Si por casualidad me encontraba con ellos, temía que fuesen capaces de matarme, para que no los delatase.
Aquel espacio era un lugar tenebroso. Al correr por las cercanías las aguas de un río, estaba durante toda la de noche cubierto de nieblas, y las sombras de las ramas de los árboles que crecían en su entorno, creaban imágenes fantasmagóricas, hasta tal extremo que transitar de noche por allí se le encogía el corazón al transeúnte.
Debió de ser siempre misterioso, ya que sobre él se generaron una serie de leyendas negras. Allí habían ocurridos robos, atracos y hasta crímenes en tiempos de la Guerra Civil española. Si alguien te atacaba, por mucho que gritaras, no te oían en ninguna aldea y si alguno sentía gritar, huía a toda velocidad.
Una tarde al terminar la partida de cartas, Antonio me dijo que lo acompañara, que me iba a llevar una gran sorpresa, caminé con él hasta las canteras de “Ramil”, al llegar allí, sacó un revólver que llevaba sujeto al cinturón, y una caja de balas del bolsillo y primero él y luego yo, comenzamos a hacer practicas de tiro, hacia las paredes de la cantera para que el ruido no se oyera fuera del entorno.
Al terminar el ejercicio, le pregunté:
-¿Como te has hecho con esta arma?
- Se la compré a un camionero amigo mío, que se dedica a llevar y traer mercancías de Euskadi, que según me dijo, se la había comprado a un señor de Vitoria por quince mil Pts. Se trata – me indicó-, de un revolver del  calibre 38, que un armero del País Vasco, le recortó el cañón y le encamisó el tambor, con el objeto de poder usar las balas de la pistola “Astra”, más fáciles de conseguir que las del revolver, que prácticamente no existen. Se trata de una auténtica joya, ocupa bajo la chaqueta lo de una pistola y la eficacia y la potencia del tiro es muy superior.
Como me dices, que el domingo cuando regresas, a altas horas de la noche de ver a tu novia, sientes miedo al atravesar el bosque. Este sábado te lo vas a llevar y ya me contarás el lunes, si con él en el bolsillo sentiste menos miedo, al pasar el oscuro bosque. Yo sin el arma no sería capaz de pasar por allí después de la media noche.
A la hora de ir a coger el autobús, me duché y a pesar del calor que hacía, me puse un traje de chaqueta, con el fin de ocultar el arma bajo la americana sujeta al cinturón.
Al salir de casa, como no existía peligro alguno, metí el arma dentro de una cartera que empleaba para llevar los libros a la facultad, la cerré con llave y la dejé en casa de mi novia hasta regresar, mientras que las balas las llevaba en el bolsillo de mi americana.
El domingo solía dejar a mi novia a las diez y media en su casa, allí recogía la cartera y comenzaba caminar. Tenía que recorrer toda la ciudad de un extremo al otro, ya que Lena vivía en el último barrio hacia el oeste y yo tenía que recorrer la mencionada carretera hacia el Este, Así que a los trece Km. Había que añadirle tres más. Por estos tiempos no existían apenas coches para hacer auto Stop y el único medio de transporte eran las bicicletas, que no me servían para desplazarme hasta Santiago
 Al dejar atrás las últimas casas de Santiago, sacaba el arma de la cartera y la colocaba en la parte izquierda de mi cintura por dentro del pantalón sujeta con el cinturón. A los pocos minutos de comenzar a atravesar el monte, apareció de frente un señor mal vestido, que no pude saber a que aldea pertenecía, pues no lo había visto en mi vida. Al observar la figura, unos metros antes de encontrarnos, cambié la cartera para la mano izquierda, metí la derecha por debajo de la chaqueta y levanté el gatillo del arma. Yo caminaba por el centro de la calzada y el hombre se apartó y ni siquiera me miró.
No sentí escalofrío alguno al hacer la travesía del monte, si me ataca –pensaba para mi-, le meto las seis balas en su cuerpo. Así que decidí comprarle el revolver a mi amigo Antonio, que lo estaba deseando aunque no andaba muy sobrante de dinero. Me pidió treinta mil pesetas, le ofrecí veinticinco mil y cerramos el trato.
A partir del día que me hice con el arma, metida dentro de la cartera o sujeta con el cinturón, ya no sentía miedo, ni se me encogía el corazón, al atravesar a partir de la media noche el temido bosque.
A veces al dejar a mi novia, si me encontraba con algún amigo, alargábamos la noche con amenas charlas, tomando una copa en un bar, sin acordarme para nada, que luego tenía que cruzar el bosque.
Acudía todos los sábados a pasar la tarde-noche con mi novia, casi siempre me quedaba en Santiago, con el objeto de pasar el domingo con ella y así saciarme de sus caricias, ya que era muy afectiva.
Un día paseando me preguntó Antonio ¿Qué tal al cruzar el bosque? ¿Te es positiva el arma para transitarlo, llevándola encima?
-¡Ya lo creo! Desde que llevo el arma, no sé lo que es tener miedo al atravesar el fatídico bosque.
El Temor que sentía al dejar la carretera y tener que introducirme en aquel espacio misterioso, me impedía acudir más días de la semana a Santiago a pasar la tarde con mi novia.
Un martes después de jugar la partida, encontrándome un poco aburrido, en vez de acudir a las canteras con mí amigo a hacer prácticas de tiro. Al ver parado al autobús delante de mí, decidí acudir a Santiago a ver a mi novia y me subí al vehículo ante la extraña mirada de mi amigo Antonio, que no esperaba mí inesperado y repentino propósito de acudir a Santiago, dejándolo solo, con las ganas de seguir practicando el tiro.
Mi idea al desplazarme a Santiago, era la de darle a Lena una sorpresa. Al llegar a la ciudad, entré en el bar Madrid a tomar un café y una copa, para animarme un poco, e inicié el camino hacia el barrio del Pedroso y la sorpresa me la llevé yo.
Al llegar, dada la confianza que gozaba con las dos hermanas, corrí el pestillo y le di un golpe con el pie a la puerta, pasé al interior y mi asombro fue infinito, al observar a la muchacha desnuda en la cama con un chico, haciendo el amor.
Saqué lo más rápido que pude el revolver de la cartera y sin hacer caso de lo que me decía, apreté por dos veces el gatillo del arma sobre su cabeza. Mientras que su compañero dando un salto impresionante, salió de la habitación hacia la puerta y echó a correr desnudo por el centro de la calle hacia el monte Pedroso. Salí a la puerta y en mi vida había visto correr tan rápido a un individuo; cuando me di cuenta, ya llevaba más de cien metros recorridos y se me hizo imposible poder dispararle. La gente al oír los disparos y al ver correr al individuo, lo increpó, sobre todo cuando yo también gritaba desde la puerta, ¡Al asesino! ¡Al asesino!
Volví a entrar en el interior de la casa, mientras metía la pistola en la cartera, para saber lo que  había ocurrido con Maria Magdalena, pasé a la habitación del crimen a observar si vivía o estaba muerta y allí se encontraba desnuda, sin vida, sobre la cama en medio de un charco de sangre.
A toda velocidad, antes de tener que aclararle a los vecinos el crimen cometido, temiendo que me liquidaran también a mí, me dirigí hacia la ciudad, crucé el río por el puente de Santa Isabel y siguiendo la calle situada por detrás del hospital, me acerqué al cuartel de la Guardia civil, a comunicarles que acababa de asesinar a mi novia.
Me dejaron en el despacho del Comandante del puesto, mientras dos guardias acudían al lugar en donde había ocurrido el crimen, a ver si era verdad o mentira lo que les decía. A su regreso, me esposaron y me aislaron dentro de un pequeño calabozo hasta la mañana siguiente, que me llevaron en un furgón blindado, al juzgado a ponerme a disposición del Juez, quien dictó cárcel provisional sin fianza.
El mismo día me trasladaron a un penal situado cerca de La Coruña, allí estuve cerca de dos años, que se me hicieron dos siglos, hasta que le tocó el turno a mi juicio, que lo llevaron a cabo en una sala del juzgado de Santiago a  puertas abiertas.
Como no tenía dinero para pagar a un letrado, me enviaron a la cárcel a un joven abogado de oficio. Vino a hablar conmigo varias veces, antes de que se celebrase el juicio; le dije que no preparase defensa alguna, ya que yo mismo me había declarado culpable de la muerte de la joven en el cuartel de la Guardia civil.
El tiempo libre que disponía en la cárcel Zamorana, lo dediqué a aprender de memoria, el Código penal y el Código civil, si al salir del penal, quería vivir de la abogacía. Hoy puedo afirmar sin ánimo de equivocarme, lo bien que llevó la defensa mi compañero, apoyándose en la enajenación mental transitoria y en el shock emocional, dirigiéndose al tribunal, les dijo:
- En esas condiciones mi defendido no era responsable del acto cometido.
Llevó al juicio a dos médicos a declarar, para que le pudieran certificar que la enajenación mental transitoria, podía considerarse una locura momentánea y que le podía sacar a uno fuera de si y turbarle el uso de la razón, al contemplar el espectáculo (su querida novia acostada con otro hombre), anímicamente por el cariño que le tenía, le pudo incrementar más la locura y caer en un shock emocional.
Hizo declarar al segundo médico, que el shock emocional, venía a ser una reacción psíquica producida por una emoción o sentimiento de gran intensidad y en un corto periodo de tiempo.
Dirigiéndose al tribunal y al jurado, les dijo:
Así fue como actuó el procesado, como un enajenado que perdió el juicio momentáneamente y que la visión por lo que sentimentalmente representaba para él, lo dejó perturbado no dudando en disparar. Si de algo hay que penar a mi defendido, es por tenencia ilícita de armas.
Repito que la defensa del compañero que me defendía, desde el punto de vista jurídico fue excelente. Dándole además un gran énfasis a los hechos. Lo último que dijo dirigiéndose al jurado fue: cualquier chico actuaría así, si tuviese una pistola en su poder, al ver a su querida novia haciendo el amor con otro muchacho; tal vez un antiguo novio de Maria Magdalena.
A pesar de su esfuerzo con una gran defensa, no pudo impedir que me condenasen a treinta y cinco años de cárcel, privándome de la libertad.
Lo que pasó tenía una fácil explicación: que tanto el tribunal como el jurado, no tuvieron en cuenta, la fenomenal defensa que hizo mi abogado defensor, tal vez por tratarse de un letrado de oficio.
Me trasladaron a un penal situado entre las poblaciones de Zamora y Salamanca, en medio de un terreno desértico de la provincia de Zamora.
Cuando me condenaron a treinta y cinco años de cárcel, por el asesinato de mi novia, tenía veintitrés años de edad y acababa de aprobar el tercer curso de derecho, en la universidad de Santiago de Compostela.
Al entrar en el penal a mediados de los años sesenta, sabía tal como estaba evolucionando la vida, que el mayor problema, no sería pasar a la sombra esos años privado de libertad, impuestos por el Juez que me condenó, sino adaptarme a la vida del futuro, ya que cuando lograra la libertad, si es que la conseguía, tendría cerca de sesenta años.
En la cárcel gallega, mi mente pasó por un verdadero tormento y mi cuerpo por alguna que otra vejación física, durante los dos años que pasé en aquel penal.
Sin embargo en la cárcel de Zamora, si no fuera porque vivía privado de libertad, diría que estaba tan a gusto, como si estuviese en el interior de mi casa.
Desde el primer momento el Alcaide me protegió, sin saber el por qué, como si fuera de su familia. Sabiendo que yo tenía aprobados los tres primeros cursos de la carrera de derecho, me regaló los libros de los cursos cuarto y quinto, para que pudiese acabar la carrera estando en el penal.
No conformándose con eso, me encargó el control de los libros que se llevaban los presidiarios de la biblioteca, para que los devolviesen y no los tirasen a la basura, clasificándolos y limpiándolos del polvo cada cierto tiempo.
Años más tarde colaboré ayudando a llevar la administración interna de la cárcel.
Había como en cualquier penal, homosexuales, matones y asesinos como yo, pero jamás se metieron conmigo. Tal vez conocieran mi amistad con el Alcaide y el miedo a las jaulas oscuras, les inhibía la violencia contra mi persona. Cuando llevaba de recluso cuatro años, terminé la carrera de abogado. El Alcaide me dejó salir acompañado de un carcelero a Salamanca a matricularme y examinarme sin problema alguno.
Me preocupaba mucho de estudiar el Código penal, pero tampoco dejaba de leer el Código civil y el Derecho romano.
Al enterarse los demás reclusos de que había terminado la carrera y que pasaba el día estudiando el Código penal, todos querían que yo los asesorase, por si tenían alguna posibilidad de apelar al Tribunal Supremo. Llegó un momento, que tenía más clientes reclusos, que si tuviese un despacho en la calle.
Todos querían estar al día, sobre todo si se había reformado el Código penal, por si tenían alguna posibilidad de salir cuanto antes de aquel infierno.
Fuese por una causa o por otra, conmigo nadie se metía y mi comportamiento con el Director fue siempre intachable. Muchas veces me decía que yo era un preso modelo; si todos fueran así, en vez de cárcel sería esto una comunidad de personas.
Cuando ingresé en la cárcel, transitaban por las carreteras media docena de coches y me quedaba anonadado, cuando me contaba el Alcaide, que ahora (veinticuatro años después), circulaban millones de coches por las carreteras de España, que los americanos habían ido a la luna y que se construían satélites para ver la televisión, sin necesidad de usar repetidores, y que algunos de ellos colocándolos en una órbita del espacio, podían llegar hasta el planeta Marte. Tanto me contaba que sentía unas ansias locas de salir de allí y poder verlo todo con mis propios ojos.
Llevaba veinticuatro años encarcelado en aquella prisión, situada en una especie de desierto, aislada de toda civilización; cuando me concedieron la libertad condicional –salir por la mañana y regresar por la noche al penal- ¿Que ganaba yo con ello, si solo existían pequeñas poblaciones por los alrededores de la cárcel? ¿A dónde me podía desplazar yo, las doce horas que gozaba de libertad?
Quedaba limitado a tomar un vino en un pueblo, luego pasear una o dos horas, acostarme en un monte cercano, si el tiempo me lo permitía y a la media tarde regresar a la sombra.
Gracias a Dios que desayunaba antes de salir y cenaba al regresar a la cárcel, tal como estaba la vida, del dinero que disponía, no deseaba gastarlo por si algún día al salir del penal, tenía que alquilar una bajera y abrir una consulta de abogado. Cuando vivía en Santiago un vaso de vino costaba una peseta y cuando gozaba de libertad condicional de doce horas, un vino en un pueblo cercano venía a costar cerca de cien pesetas.
De todas las maneras como tenía un poco de dinero ahorrado, no dejaba de acudir casi diariamente al bar y me entretenía jugando a las cartas con algunos vecinos. Ninguno de los que jugaban conmigo, imaginaba que fuese un presidiario.
Nadie me preguntaba de donde era y a que me dedicaba, hasta que un día uno de los que jugaban en mi mesa me lo preguntó. No tuve otra opción que mentirle, diciéndole que hasta no hacía mucho, había trabajado de representante de tractores, como dejaron de venderse, por estar el comercio muy saturado, la empresa me despidió y no tuve más remedio que acudir a la oficina del paro, para que me fuesen abonando mensualmente los dos años que me correspondían. Vivo en el pueblo de Cuelgamures, como allí no hay partidas, me desplazo hasta aquí para no aburrirme, el estar todo el día sin hacer nada y al ser soltero, por mucho que pasee, la soledad me está consumiendo la vida.
Un día después de pasear dos horas y de estar acostado otras dos en un pequeño bosque cercano, acudí a tomar unos vinos a un pueblo llamado el Piñero, tal vez por la gran cantidad de pinos piñoneros que existían por sus alrededores. Entré en el bar, pedí un vino, que me lo sirvió una chica de unos treinta años, que no la había visto jamás por el pueblo.
Le pregunté sin mucho interés, ¿A que se debía que me sirviera una chica tan guapa que es la primera vez que la veo? ¿De donde has salido? ¿Estás aquí de paso?
A que soy hija del Sr. Pedro, el dueño del bar. Estoy de maestra en un pueblo no muy lejano de aquí, y al tener ocho días de vacaciones durante la semana santa, al estar soltera, me entretengo ayudándole a mis padres y por no estar sola en la pensión del pueblo en donde ejerzo. Me llamo Emma.
-¡Quien lo iba a decir! ¡Encontrarme en este pueblo con una maestra!
A partir de aquel día, no dejé de acudir a aquel bar, esperando que me sirviera la hermosa muchacha.
Día tras día fue cogiendo confianza conmigo, hasta tal punto que a veces se sentaba a mi lado en la mesa de juego, para verme jugar y esperar que yo ganase el café, que era lo que nos jugábamos.
Yo por entonces tenía cuarenta y ocho años, mi aspecto era tan juvenil, que muy bien podía pasar por un chico de unos treinta y cinco años.
Los cuatro o cinco días de la semana los viví en un sueño, hablando con la muchacha y lo más importante: que la chica deseaba hablar conmigo, tanto o más que yo con ella.
El jueves santo, al llegar al bar al mediodía, me dijo:
-¿Por qué no me acompañas esta tarde a los oficios y luego a la salida podemos pasar a la cafetería (la única que existía en el pueblo), a tomar un café y me cuentas un poco de tu pasado?
-Mi pasado es muy monótono y si te lo contase te aburrirías. (Yo no me atrevía a contarle mi pasado, por miedo a que no quisiera hablar más conmigo).
Como la mayoría de las mujeres desean casarse, a Emma ya se le estaba pasando la edad y deseaba buscar un marido un poco culto, que compartiera su vida con ella y hacía todo lo posible para encontrarlo.
Si no fuera verdad lo que digo ¿Cómo se explica la confianza que tomó conmigo desde el primer día? Debió de observar en mí cara que debía ser una persona culta, ya que lo que le dije a un jugador de los que jugaban en mi mesa de que era representante, no se lo creyó desde el primer momento. De ahí que deseaba conocer mi pasado.
Hacia las nueve de la noche le dije que tenía que marcharme, mi madre, una anciana de ochenta y cuatro años, ya me estará esperando, para que le de la cena y la acueste.
Nos despedimos y la chica mirándome fijamente a la cara, me preguntó:
-¿Vendrás mañana a tomar café y a jugar la partida?
-Seguro que sí, por hablar y estar contigo, sería capaz de venir a pie desde Zamora.
-No hace falta que hagas esos esfuerzos, ni yo lo deseo. Ahora bien, como en el pueblo apenas tengo con quien hablar, hacerlo contigo me relaja la mente y me eleva el espíritu.
Acudí el sábado al bar, comiendo por el camino el bocadillo que me había preparado el cocinero del penal. Al llegar, le vi menos alegre que otros días y poco comunicativa; al servirme el café, le pregunté porque estaba tan disgustada ¿Le ha pasado algo grave a tu familia?  ¿Que motivo tienes para estar tan seria?
No estoy enfadada, ni le ha pasado nada a mi familia. Estoy triste porque cuando comenzábamos a conocernos, me tengo que marchar al pueblo en donde ejerzo y por una semana no podemos volver a vernos.
Dadas las circunstancias, jamás unas palabras me llegaron tanto al fondo de mi corazón, como las que me acababa de decir Emma.
-No te preocupes, estaré deseando que llegue el próximo fin de semana, para estar contigo y tomar algo juntos.
-Los dueños de la pensión en donde vivo desde que estoy en ese pueblo, tienen muy buen corazón y me tratan como si fuera hija suya, sin embargo, no dejan de ser unos analfabetos y prácticamente no tengo con quien tomar un café. ¿Por qué no vienes tú el próximo fin de semana a verme al pueblo? Seguro que lo pasaremos mejor que en este. Si estamos los dos juntos, el tiempo se nos pasará sin darnos cuenta.
Pensaba para mí ¿Cómo reaccionaría Emma, si se enterase de que soy un presidiario?
El fin de semana completo no puedo acudir a verte, tendrá que ser un sábado o un domingo, ya que a las nueve tengo que regresar, para darle la cena a mi madre y llevarla a la cama. No puedo dejarla sola durante toda la noche.
El domingo por la tarde sacó su pequeño coche del garaje, situado al lado del bar y se fue a reanudar las clases tras las vacaciones. Me repitió dos o tres veces que el pueblo se llamaba San Juan de la Ribera y que se encuentra a una distancia de unos tres kilómetros de Piñero. Tienes que coger la carretera que se dirige hacia el sur; a la salida de Piñero, verás el letrero indicándote la distancia en kilómetros que hay hasta San Juan de la Ribera. Creo que son tres.
Pasé la semana más larga de mi vida, cuanto más ansiaba que llegase el sábado, más tardaba en llegar.
Por fin llegó el día y aprovechándome de la amistad que me unía a uno de los cocineros, después de desayunar le pedí que me hiciese un bocadillo; no tengo apenas dinero, para comer un menú en un restaurante de algún pueblo y sin comer nada al mediodía, con el estómago vacío, comienzo a sentir hambre.
-No te preocupes –me dijo el cocinero-, de aquí en adelante te haré un buen bocadillo, para que puedas comer algo al mediodía, mientras gozas de libertad condicional.
El domingo al marcharse Emma, me indicó que le dijera, a que hora acudiría el sábado a verla al pueblo, que me esperaría en la plaza delante de la fuente.
-Espérame entre las diez y media y once de la mañana, si a esa hora no estoy allí, es que no puedo acudir a visitarte.
-Intenta venir, primero iremos a misa, a la salida de la iglesia tomaremos un vermú y luego yo me voy a comer a la pensión y tu te acercas al único restaurante que existe en el pueblo, a comer un menú. Por la tarde tenemos todo el tiempo libre, para hablar de nuestras cosas.
El sábado salí del penal sobre las nueve y media de la mañana, llegué al pueblo de Emma a las once menos cuarto, busqué la plaza y allí estaba la muchacha sonriente, esperando que yo llegara. Desde que la pude observar a lo lejos, hasta que llegué a donde estaba, mentalmente pensaba: que disgusto se va a llevar la chica, cuando le diga quien soy; y hoy se lo tengo que decir y que sea lo que Dios quiera.
Me acerqué a la fuente en donde me esperaba, la saludé con un beso en cada mejilla, le cogí su mano izquierda con mi derecha, esperando que me la rechazase; así tendría un motivo para hablarle lo menos posible y contarle mi pasado. No me la rechazó, todo lo contrario, me la apretó suavemente e iniciamos un pequeño paseo, antes de acudir a la iglesia a oír misa.
A la salida de la iglesia, pasamos a tomar un vermú que pagó Emma (no me dejó pagar a mí por estar en su pueblo), nos despedimos quedando de reunirnos a las tres en el mismo lugar-en la plaza enfrente de la fuente-, la chica se fue a comer a su pensión y yo salí hacia las afueras del pueblo, para comerme el bocadillo que me había preparado uno de los cocineros y que llevaba en el bolsillo interior de la americana.
A las tres de la tarde llegué yo un poco antes que Emma. Al llegar esta, me dejó un poco sorprendido, al cogerme del brazo como si llevásemos seis meses de novios, sin darle la más mínima importancia, como si fuera lo más normal.
Al ver que la chica tomaba en serio nuestra relación sentimental, me armé de valor y le dije:
-Tendrás que perdonarme por haberte mentido y engañado; quiero que sepas que no tengo una madre anciana, ni cosa que se le parezca, mi madre por desgracia ya se murió hace tiempo. Te he mentido, porque no me atrevía a decirte que soy un presidiario. Estoy en la cárcel que está situada al norte del pueblo de tus padres, gozando de libertad condicional: salgo por la mañana y tengo que regresar a dormir antes de las diez de la noche al penal.
Paseábamos por una estrecha carretera por las afueras del pueblo, cuando le comenté mí atormentado pasado, seguimos paseando y no se por cuanto tempo lo hicimos, sin hablar una sola palabra, solo nos mirábamos a los ojos a ver si por ellos nos brotaban las lagrimas. Me quedé mas que sorprendido, al observar que la chica no retiró su brazo que llevaba cogido al mío.
Ya estábamos llegando a un pequeño pueblo, cuando le dije a la chica, que diésemos la vuelta, deseaba volver cuanto antes al penal, estoy condenado a vivir en soledad y en medio de una sociedad que me rechazaría si conociesen mi pasado. Bien merecido lo tengo.
Yo te perdono, sería una mala persona si por ello dejase de hablar contigo, bastante habrás sufrido dentro de la cárcel, para que lleves otro disgusto si yo te abandono. Ahora que lo sé, creo que es cuando más necesitas de mi cariño.
Me quedé más que asombrado del comportamiento de la muchacha, cuando esperaba que me mandase a paseo, me dice más o menos que me quiere y que no desea por lo que le dije, romper nuestras relaciones.
Yo también te quiero. Ahora bien, cuando sepas el motivo de la condena, seguro que no querrás saber nada conmigo. Me condenaron a treinta y cinco años de cárcel y a primeros de año cuando llevaba veinticuatro años encerrado en el penal, me concedieron la libertad condicional.
Estoy loco por salir de allí, soy abogado y deseo cuanto antes trabajar en lo mío, abriendo una consulta en Santiago.
-Ya sabía yo, desde que te conocí, por la forma de explicarte y por alguna cosa más, que eras licenciado en alguna carrera importante.
-Ya veo que tienes psicología, pero eso no cambia para nada las cosas.
-Estoy deseosa de saber que crimen has cometido para que te condenen a sufrir tantos años en una cárcel.
He matado a mi novia, metiéndole dos balas dentro de su cabeza, al encontrarla un martes acostada en su cama, con otro chico haciendo el amor. Lo más curioso del caso es que no estoy arrepentido de haberlo hecho. Como el preso de la canción, estoy seguro que lo volvería a hacer, si se repitiesen las circunstancias.
Poco a poco nos fuimos acercando al pueblo, como unos días atrás habían cambiado la hora, cuando llegamos aún era de día.
-Tengo que marcharme, le indiqué a Emma, más vale llegar un poco antes que fuera de hora, deseo portarme lo mejor que pueda, así me dejarán libre antes.
-No te preocupes, tengo el coche en la calle y a las nueve y media te llevaré yo y te dejaré delante del presidio. En un cuarto de hora estamos allí, entremos en la cafetería y tomemos un café antes de trasladarte.
Al terminar de tomar el café, salimos a la calle y entramos en el coche. Durante el camino le pregunté a Emma, si no le podía perjudicar, si algún conocido la veía acompañar a un preso hacia el penal.
-A mí que me vean contigo no me importa para nada, ya sería lo que faltaba que una no pudiese hacer lo que desea.
Llegamos a la puerta de la cárcel a las diez menos cuarto, como me quedaban aún quince minutos para pasar al interior, nos quedamos dentro del coche, hablando de varias cosas y antes de que la chica regresase, nos besamos por primera vez. Fue un sencillo beso, pero indicaba que nuestro noviazgo era irreversible.
Me bajé del coche y antes de cerrar la puerta, le dije a Emma:
-Eres la chica más sincera y más buena, que he conocido en mí vida, un auténtico pedazo de Cielo. Espero no tardar mucho en salir del presidio, para poder corresponderte.
Con la emoción del beso que nos dimos, no nos acordamos ninguno de los dos, de hablar del programa de la próxima semana. No importaba mucho, seguro que no tardaríamos en vernos de nuevo.
Llevaba seis meses de libertad condicional, cuando me llamó el Alcaide a su despacho (ya he dicho que me trataba como si fuera de su familia), me mandó sentar y me dijo medio emocionado, que tenía grandes probabilidades de que al final de año, me diesen la libertad definitiva. No es nada seguro, pero ya sabe usted, ¡cuando el río suena!…
En el informe que me pidieron de varios presos de este penal, lo puse a usted como un preso modelo.
-Le agradezco todo lo que hace por mí, aprovechándome un poco de su amabilidad, deseaba pedirle un gran favor, si me lo puede hacer.
-Ya me dirá lo que desea que haga por usted.
-Como muy bien sabe, los pueblos que se asientan por los alrededores del penal son muy pequeños, lo único que uno puede hacer, por mucha libertad que tenga, es pasear y jugar una partida a las cartas, si no se dan cuenta que soy un presidiario, y luego acostarse en un bosque al abrigo de los árboles hasta la hora de regresar a la cárcel.
-Bueno, yo eso no lo sé, apenas salgo de aquí, como si fuera un preso más; si usted lo dice, se lo creo como si lo viese con mis ojos.
-No sé si usted está enterado, de que salgo con una chica de uno de estos pueblos; y lo que le quería pedir: que me diese permiso, para quedarme a dormir fuera de la cárcel, las noches de los sábados. La chica suele acudir al cine los sábados a Fuentesaúco, y si no la puedo acompañar, nos quedamos en la comarca aburrimos todo el fin de semana.
-Si en una de esas noches sufre un accidente o cualquier otra cosa, no me deja usted otra opción, de decir que no acudió a dormir, sin saber el motivo, la libertad condicional le obliga a dormir aquí dentro. La ley hay que cumplirla, se lo digo por su bien, le puede retrasar la libertad definitiva. A ninguno de los presos que como usted gozan de libertad condicional, no les daría permiso para dormir fuera. En su caso voy a hacer la vista gorda, porque estoy convencido, de que no me va a defraudar, metiéndose en algún lío.
-De eso puede estar bien seguro. Ya sería muy mala suerte que eso ocurriese.
El sábado al acudir a Piñero a jugar la partida, se lo comuniqué a la muchacha, que estaba pasando el fin de semana en casa de sus padres. Podemos acudir a Zamora a ver una película y sí no nos gusta ninguna de las que proyectan ese día, pasearemos por las calles y si nos aburrimos gastaremos el poco dinero que tengo, en merendar o tomar unos vinos por la parte antigua de la ciudad.
A Emma, sin saber muy bien el por qué, no le gustaba salir por aquellas pequeñas poblaciones el fin de semana, mirándome fijamente, me dijo:
-No sabes lo bueno que es poder salir a una ciudad, ver y hacer lo que a una la apetezca. Gracias a Dios que de aquí en adelante, los fines de semana puedo alejarme de estos pesados pueblos. Por esta zona no hay nada para divertirte, lo que suele haber es mucha envidia, si pudiesen te dejarían pidiendo limosna por las calles
-La envidia no solo existe aquí, sino que es el pan nuestro de la mayoría de los pueblos. Si supiesen que soy un presidiario y que salgo con una chica tan guapa como tú, algunos me envidiarían, otros te criticarían por salir conmigo, sobre todo si supieran que estoy en la cárcel por asesinato. Es el cuento de no acabar y esto sucede aquí o en cualquier otra parte; la mejor cosa es no hacerles caso y vivir nuestras vidas lo más felices que podamos.
Cuando llevábamos unos dos meses, saliendo muchos fines de semana a Zamora y a Salamanca, Un día me dijo Emma, que condujera yo que ella no se encontraba muy bien.
-¿Que te pasa?
-Estoy con la regla y últimamente esos días tengo mucho dolor, ya he tomado hoy dos pastillas que me receptó el medico y me sigue doliendo.
-Los órganos cuando no se hace uso de ellos, reaccionan así, si es que no te ofendo, podíamos quedar alguna noche en un hotel y gozar un poco de la vida, ya que llevo casi veinticinco años sin ver delante de mí a una mujer. Si las cosas me salen como yo pienso, pronto nos podremos casar, yo te quiero más que a mi propia vida y ¿que problema podemos tener acostándonos juntos antes de la boda, si los dos deseamos casarnos el uno con el otro?
La chica se quedó seria, mirando hacia el suelo y sin decir una sola palabra durante unos largos minutos, de repente me miró a los ojos, y me dijo:
-¿Creí que no me lo ibas a pedir nunca? Lo estoy deseando más que tu, si con ello vamos a ser más felices y nos va a unir aún más.
Quiero creer, que he pasado los seis meses más felices hasta la fecha, la chica era sincera y cariñosa y como el sexo representa mucho en una pareja, nuestra felicidad no tenía límites.
Llegue a pensar que había sido el Señor, el que puso a Emma en mi camino, para compensarme los malos momentos pasado, privado de la libertad.
Llegó un momento, que le apetecía más que a mí, quedarse a dormir en un hotel, si yo no le decía nada, era ella la que me lo recordaba, después de salir del cine.
 Llevaba veinticinco años en el presidio, cuando me dieron la libertad definitiva. Tenía cuarenta y ocho años, como ya no estábamos en la dictadura, salí diez años antes de lo esperado, que no solía ser la norma. Debí de aprovecharme de un indulto por algún acontecimiento importante de los monarcas españoles.
Me lo comunicó el Alcaide un miércoles por la noche, me esperó hasta la hora de regresar a dormir al presidio; nada más entrar, un carcelero me indicó que el Alcaide me estaba esperando, que pasara a su despacho tan pronto llegara. Pasé y me dio la noticia con un fuerte apretón de manos, y me dijo:
-El viernes te vas a tu casa, hoy ha llegado tu libertad definitiva, quedan unos flecos que mañana intentaré resolver, para que al día siguiente puedas salir de aquí.
-No sabía que decirle, le di las gracias por lo bien que se había portado conmigo y salí de allí hacia el comedor a cenar.
La primera cosa que hice al día siguiente, fue desplazarme al pueblo en donde ejercía Emma, para comunicarle la noticia. Iba tan contento que hice el trayecto a paso ligero en tan solo tres cuartos de hora, cuando normalmente se necesitaba una hora y cuarto para recorrer dicho camino.
Llegué a la escuela cuando los niños acababan de salir de allí, para acudir a sus casas a comer. La muchacha después de abrazarnos lo más fuerte que pudimos, me manifestó:
-Te voy a invitar a comer, supongo que no habrás comido nada desde la mañana.
-Como todo el año desayunaba antes de salir, me daban un bocadillo para el mediodía y cenaba al llegar a la cárcel.
Comimos en el único restaurante que existía en el pueblo, todo el tiempo de la comida lo pasamos hablando de nuestro futuro, a la salida, antes de que llegaran los niños a la clase de la tarde, me indicó Emma, que el viernes dejase la maleta en casa de sus padres, que la esperara, que ella llegaría un poco después de la una de la mañana, cuando los niños se fuesen a comer. Ese día como no tengo clase por la tarde, comeremos en el pueblo de Piñero y luego nos iremos a Zamora, estaremos allí hasta el domingo por la tarde, que tú te irás a Galicia y yo regresaré al pueblo.
-Siento dejarte aquí sola en este desierto, espero que sea por poco tiempo, siento unas ansias locas de llegar a Santiago y ponerme a trabajar lo antes posible. Tan pronto pueda vendré a verte.
El viernes me dejaron fuera del portalón de la cárcel con una maleta de madera, en la que metí lo poco que tenía, después de despedirme del Alcaide y de los compañeros de fatigas y firmar no sé en cuantos papeles. Querían llevarme en la furgoneta de compras hasta la parada del autobús, situada a unos quince Km. Que hacía la línea de Salamanca a Zamora. Les dije que no hacía falta, voy al pueblo de Piñero en donde me espera la novia, ella me llevará por la tarde a Zamora. Busqué un palo recto en el suelo, que metí por el asa de la maleta y me la colgué al hombro. Cuando llevaba unos cien metros recorridos, volví la cabeza hacia el edificio de la cárcel y no pude impedir que las lágrimas brotasen abundantemente de mis ojos, que no dejaron de salir hasta llegar al pueblo, recordando aquel maldito purgatorio.
Llevaba en el bolsillo algo de dinero; en la cárcel nos pagaban el trabajo que realizábamos a un precio irrisorio. Ahora bien, tantos años ahorrando, tenía para vivir en una pensión dos o tres meses.
Al llegar al pueblo, dejé la maleta en la casa de los padres de la chica, que me trataron muy bien, la culpa la debía de tener la muchacha que les hablaría bien de mí; me fui a dar un paseo hacia el sur, en dirección contraria al edificio del presidio, haciendo tiempo hasta que llegara  Emma.
Comimos en casa de Emma, en un pequeño comedor situado por detrás del bar, sobre las cuatro metí la maleta en el maletero del pequeño coche de Emma y nos dirigimos hacia Zamora. Allí tomando un café en una espléndida cafetería hicimos el programa para todo el fin de semana: acudir al cine, ir al bingo, ir a misa y visitar los monumentos más sobresalientes, la catedral y alguna de las numerosas iglesias románicas.
El programa es muy bueno, pero debes de saber que yo apenas llevo dinero encima.
-No te preocupes, aunque no gano mucho de maestra, los gastos de estos días no me van a arruinar, yo pagaré y cuando trabajes pagas tú.
El coche conducido por mí, por orden de Emma (ya comenzaba a mandar sobre mí) lo dejamos en un parking situado muy cerca de la catedral, Nos fuimos a buscar hotel, que encontramos mas hacia el norte en una calle perpendicular al paseo de Santa Clara. Como el hotel tenía aparcamiento propio en el sótano del edificio, bajamos a recogerlo y mientras yo lo aparcaba, Emma se encargaba de recoger las llaves de la habitación; subí las maletas en el ascensor hasta recepción, en donde me esperaba la chica con las llaves en la mano y subimos a la habitación 202 y personalmente comencé a vivir el fin de semana más placentero y fascinante de cuantos había vivido hasta la fecha.
El domingo por la tarde Emma me llevó hasta la estación ferroviaria, allí me subí al tren hasta Santiago, estuve un par de semanas en una pensión y decidí hacerle una visita a mi familia a la aldea. Al llegar me llevé una grata sorpresa: mis padres me habían dejado unas fincas en su testamento.
Se las vendí a mi hermano y con el dinero que me dio por ellas, pude alquilar una bajera en una céntrica calle de Santiago. Me la decoraron los que me vendieron los muebles y un quince de abril me senté por primera vez en el sillón de mi despacho y abrí la consulta como abogado. Al principio no tenía muchos clientes, pero me defendía bien para pagar la pensión y el alquiler de la bajera.
Poco a poco fui adquiriendo fama en la ciudad, tras ganar unos cuantos pleitos, muchos de ellos no sin dificultad por tratarse de casos muy difíciles.
Un día vino a mi consulta un muchacho de unos treinta años, para que le asesorase y le llevase su caso: deseaba divorciarse de su mujer, según me dijo la había dejado embarazada y se vio obligado a casarse sin sentir por la chica el más mínimo sentimiento afectivo. Quedó tan satisfecho de mi trabajo, que un día lo encontré por la calle, cuando se dirigía al cine Capitol, que estaba situado al lado de la cafetería Colón. Me rogó insistentemente que lo acompañara al interior, deseaba invitarme a tomar lo que a mí me apeteciese. Al entrar me di cuenta que había sido en esa cafetería en donde vi por primera vez a María Magdalena. El muchacho pagó y se marchó, lo estaba esperando un amigo para acudir a ver la proyección.
Allí me quedé yo solo, con lágrimas en los ojos ocultas por unas gafas oscuras y con la mirada hacia la mesa en donde había conocido a la chica. Pedí otra consumición, me senté en una mesa y comencé a recordar mi relación con la muchacha desde el principio hasta el fatídico final.
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Todo comenzó una tarde de un sábado del mes de noviembre, cuando mi amigo Gerardo y yo un poco aburridos, sentados en dos sillas del salón de nuestra pensión, decidimos dar una vuelta por las cafeterías de la ciudad.
Los sábados por la tarde, tanto los buenos como los malos estudiantes lo dedicaban a la diversión, esa tarde era poco menos que sagrada para los universitarios, unos de una manera y otros de otra se dedicaban a pasarlo bien por la calle, acudiendo al cine, a recorrer las cafeterías e incluso a jugar a las cartas. Había que relajarse, coger fuerzas y olvidarse de los libros para iniciar una nueva semana.
Como la tarde estaba lluviosa, caminamos bajo los soportales de la Rua Nueva, en donde estaba situada nuestra pensión, hasta el final de la calle por su lado sur, desde allí pasando por delante del hotel Compostela entramos en la cafetería Colón, a la que acudían muchos jóvenes estudiantes. Era una de las cafeterías de moda por entonces en Santiago para el ambiente estudiantil.
Estaba totalmente llena, tomamos unas cervezas en la barra y observamos que en una mesa estaban sentadas dos chicas y dos sillas desocupadas a su lado; le pedimos permiso para sentarnos y comenzamos a hablar con ellas. A los pocos minutos mi amigo me indicó con un gesto, que mirara hacia él. Pude observar que tenía los dedos de su mano derecha entrelazados con los de la mano izquierda de la amiga o hermana de Magdalena.
Dirigiéndome a la chica sentada a mi lado, le dije:
-No vamos a ser nosotros menos, intenté cogerle yo también su mano, me miró con una dulce sonrisa -y dijo.
-Luego, no hace falta correr tanto.
Por la contestación de la muchacha, supuse que vio algo en mí que le gustaba, y no querría que yo la considerase muy liberal, por si iniciaba conmigo una relación sentimental.
La miré a la cara y pude observar que sus ojos eran negros, su boca dulce y hermosa y sus cabellos le caían por el lado derecho de la cara. Me pareció tan hermosa que me dejó prendado.
Al impedirme que la cogiese de la mano, intenté apartarme de ella, pero su perfume penetró en mí profundamente y el hechizo de sus ojos, su boca y su sonrisa me envolvieron en un torbellino de pasión, que se me hizo difícil resistir su negación. Sin que se diese cuenta me acerqué mas a ella y al estar tan cerca el uno del otro, sentí el calor de su cuerpo en el mío, que me dejó totalmente obnubilado.
Nos levantamos, con la idea de hacer un recorrido por las demás cafeterías, y pude comprobar su impresionante cuerpo, con los tacones que llevaba puestos, era tan alta o más que yo.
A medida que íbamos tomando más bebidas, la muchacha no hacía mas que sonreir, y aquella sonrisa a lo Ava Gardner, aún me sedujo más.
A la hora de acudir a su casa sobre las once de la noche, las acompañamos hasta el final de la plaza del Obradoiro, nos despidieron delante de la puerta del Hostal de los Reyes Católicos, no deseaban que las acompañáramos mas adelante, hacia los barrios de la parte suroeste de la ciudad. No debían de querer que supiésemos en donde vivían; por lo que supuse que lo harían en una de aquellas calles y barrios humildes.
Aún así cuando regresábamos a la pensión, le dije a mi amigo:
- Tengo que conseguir que esta chica salga conmigo.
No hizo falta que yo la buscara; dos o tres días después sobre las seis de la tarde, la vi sola por la calle de la Rua del Villar, caminando hacia la plaza de los Torales. Después de saludarla, le pregunté si tenía prisa o si se dirigía a algún lugar determinado.
-Tengo tiempo hasta las diez y media, que es la hora de regresar a mi casa.
-Entonces, si no has quedado con algún chico, te puedo invitar a un café, a dar una vuelta por la Herradura y a las ocho podemos acudir a ver alguna película.
Me aceptó todo, tomamos café, dimos un paseo por la Herradura y fuimos a ver la película que proyectaban en el cine Capitol. En todos los lugares recorridos, intenté cogerla de la mano con resultado negativo, de una u otra manera me la rechazaba.
A la salida del cine, caminamos hacia la plaza del Obradoiro y en el mismo lugar delante de la puerta del Hostal de los Reyes Católicos, nos despedimos, impidiéndome que la acompañara por los humildes barrios mencionados.
Volví a encontrarla algún día más y siempre lo mismo, me impedía que la cogiese de la mano y seguíamos despidiéndonos en la plaza del Obradoiro.
Quedamos de salir el sábado. Me dijo que lo haría con su hermana; mira a ver si te quiere acompañar tu amigo de la pensión. Como el primer día parecía que se entendían bien, si se lo propones, seguro que vendrá contigo y los cuatro juntos lo pasaremos muy bien, sino tienes tú que cargar con las dos.
-Si mi compañero no quisiera acompañarme, yo tampoco saldré, os dejaré solas, así podéis encontraros con dos amigos y lo pasareis mejor que conmigo solo.
-¿Ya no deseas salir conmigo?
-No es eso, resulta que yo soy un estudiante pobre y si tengo que salir con las dos muchos días, no me llega el presupuesto.
-Podemos pagar los gastos a medias, si tu amigo no le apetece salir.
La primera cosa que hice, fue hablar con mi íntimo amigo Ramiro, y le expliqué mi relación con la chica. Me llama la atención que se despida en la plaza del Obradoiro y que no desee que la acompañe más allá de ese lugar. Su comportamiento me tiene bastante intrigado, sobre todo que la he llevado al cine y hemos tomado unos cafés juntos durante unos días y por nada del mundo quiere que la coja de la mano, a pesar de darle muestras de que me gusta.
-Tienes que hacerme un favor le dije a mi amigo Ramiro, arrimados al protector de un ventanal de la bajera de mi pensión.
-Si te lo puedo hacer cuenta con ello.
-El sábado a eso de las once de la noche, paseas por delante de la fachada del Hostal de los Reyes Católicos, cuando nos veas llegar con las chicas, fíjate bien en ellas ya que cuando las dejemos, solo tienes que seguirlas hasta la casa en donde residan.
Llegó el sábado y Gerardo no puso pega alguna, para salir con las chicas que ya conocía. A pesar de que era el segundo día que salía con la hermana de Lena, estuvieron todo el tiempo cogidos de la mano, a veces iban cogidos del brazo y se besaban. Yo no le decía nada a la chica, mi mirada lo decía todo.
Maria Magdalena y yo íbamos por delante y su hermana y Gerardo por detrás de nosotros, miré hacia la chica y le dije:
-Hoy es el último día que salgo contigo.
-¿Por qué? ¿Hice alguna cosa que no te gusta? ¿Qué motivos tienes?
-Ninguno, solo que no me gusta el comportamiento que empleas conmigo
-Porque no te dejo hacer, lo que le deja mi hermana a tu amigo.
-Por eso mismo, si no sientes nada por mí, ¿Para que vamos a salir? Tal vez la culpa sea mía, que no se llegar a tu corazón. Pienso que tendrás otro chico lejos de Santiago, allá en tu pueblo, como no me dices de donde eres y en donde vives, no me interesa perder más tiempo contigo.
-Si fuera como tú dices, sería una mala persona, tener novio y salir con otro, si vas a quedar más tranquilo, te diré que no tengo novio en ninguna parte. Ten paciencia, te prometo que tendrás tu premio.
-Llevo saliendo contigo cinco o seis días y no me dejas ni que te toque, mientras que tu hermana con solo salir dos veces con Gerardo le deja hacer todo lo que le apetece.
Recorrimos varias cafeterías, llegó la hora de regresar a casa y nos dirigimos hacia el lugar de siempre; llevaba mas de media hora sin dirigirle la palabra, solo al despedirnos le dije adiós.
Vestido con una gabardina, vi a mi amigo Ramiro paseando por la Plaza, Gerardo habló un poco con ellas y nos marchamos; no quería hacer esperar mucho a Ramiro. Las chicas bajaron por la cuesta hacia la calle de la Huerta, con mi amigo siguiéndole los pasos.
Al otro día me levanté y me desplacé a la casa de mi amigo, que vivía en el barrio de Santa Isabel, en una calle paralela al campo de fútbol.
Las chicas me dijo Ramiro, deben de vivir en el barrio del Pedroso, las seguí hasta el río, pasaron el puente y se dirigieron hacia dicho barrio, después del río no existen otras casas hasta el monte, más que en ese lugar.
Yo ya lo conocía, de acudir a las verbenas del verano, cuando era estudiante de bachillerato, se componía de una amplia calle, con casas de planta baja a uno y otro lado. Cuando años atrás estuve por allí, daba la sensación de ser pobre, en él vivía gente que parecía humilde.
Ya conocía algo más de la muchacha, y comprendía muy bien porque nos despedían en la plaza del Obradoiro. Hasta donde vivían las chicas, había un trayecto de un Km. y no tenía sentido que nos hicieran recorrer tan larga distancia, teniendo en cuenta que luego teníamos que recorrer otro kilómetro, para regresar a la pensión.
Como a finales de semana próxima tenía un examen, no salí ningún día por la calle, por las tardes al salir de la biblioteca me iba a la pensión, cenaba y volvía a estudiar hasta las altas horas de la madrugada, así que no volví a ver a la muchacha hasta que pasaron ocho o diez días.
Un día de la semana sobre las seis de la tarde, pasábamos un compañero de clase y yo por la calle del Franco, con la idea de dar un paseo por la Herradura y me encontré de frente con Maria Magdalena, para no tener que saludarla, miré hacia el otro lado y pasé de largo. Al poco rato oí una voz femenina que me llamaba por detrás de nosotros, volví la cabeza y como me suponía, era Magdalena.
¡Alfonso! espera un momento, deseo hablar contigo, mi compañero se fue y me quedé yo con ella.
-¿Qué? ¿Todavía sigues enfadado?
-Los exámenes de esta semana me impidieron salir. De todas las maneras tu conducta me impide que siga saliendo contigo. Ahora bien, una cosa es que no salga contigo y otra muy distinta que esté enfadado. Como no voy a poder cambiar tu voluntad, aunque quisiera, si no te apetece tener una relación más íntima conmigo ¡Que puedo hacer yo! 
-Que querías ¿Qué te entregase mi cuerpo desde el primer día que te conocí?
-Dejémoslo, tú sigues tu camino y yo el mío y todos tan contentos.
Caminamos hacia el norte por delante de la entrada a la Rua del Villar, seguimos por la plaza de los Torales y nos introducimos en la Rua Nueva por su boca sur: De repente la chica me cogió del brazo, Me quedé como Santo Tomás, “si no veo su brazo izquierdo entre mi brazo derecho y el costado derecho, no me lo hubiese creído”; comencé a temblar como las ramas de un árbol en un día de viento y quedé prácticamente obnubilado.
La chica se dio cuenta y me dijo.
-Tranquilo ¿No era esto lo que tu querías? ¿Si quieres me puedes coger tu de la mano?
-No pude contestarle, con el nerviosismo se me secaron las mucosas buco-faringes que me impedía articular palabras.
 Paseamos en silencio por la calle y llegamos al cine salón -teatro, al llegar vimos que proyectaban dos películas en sesión continua.
Observamos los carteles, y le dije a la chica;
-Si no estas citada con algún otro chico y tienes tiempo, podemos entrar a ver estas dos películas, que según me ha dicho un amigo, son bastantes buenas.
-Como voy a estar citada con otro chico, ¿que te crees que soy? ¡Una prostituta! ¿Cogerte a ti del brazo y citarme con otro? Debes de haber perdido el juicio. Tengo permiso hasta la diez y media como siempre.
Antes de sacar las entradas, le comenté:
-Tenía pensado decírtelo dentro, aprovechando la oscuridad de la sala, pero te lo voy a decir ahora.
-¿Qué es lo que tienes que decirme?
-Que eres una chica muy guapa y muy atractiva, me gustan tus ojos negros, tu boca dulce y sensual, tus cabellos y tu cuerpo. Que no seas mi novia depende de ti.
La chica me miró a los ojos y en vez de sonreír como tenía por costumbre, se quedó muy seria y simplemente me dijo:
-Tus palabras me alucinan.
Saqué las entradas, pasamos al interior y nos sentamos en una butaca con la ayuda de la linterna del acomodador.
Por cierto tiempo en vez de mirar a la pantalla, nos quedamos mirando el uno hacia el otro, sin decirnos una sola palabra. Aquellas miradas me fascinaban, y con mi mano derecha cogí su mano izquierda y por fin no me la rechazó, entrelazó sus dedos con los míos y me los apretó suavemente.
Apenas nos enteramos del argumento de las películas, yo por mirarla y ella pensando en lo que le había dicho antes de entrar en la sala.
Al salir caminando de prisa, (ya se iba haciendo tarde), la acompañé hasta el lugar de siempre, por el camino y al despedirla, le dije:
Mañana te espero aquí a las ocho, tengo que decirte dos cosas muy importantes para los dos.
Al día siguiente transitando por la calle del Franco, seguí adelante e hice la entrada en la Plaza por el ángulo noreste, por el lado contrario en donde me tenía que esperar Magdalena – ángulo suroeste-. Desde que accedí al interior de la plaza, pude observarla allá a lo lejos, esperando que yo llegara.
-Perdona que haya tardado un poco, calculé mal el trayecto que existe desde mi pensión hasta aquí.
-Entonces ¿En donde vives tú?
-En la Rua Nueva al lado del teatro Principal.
-Algunas compañeras mías viven en las residencias de esa calle.
-Sí, existen dos, una enfrente de mi pensión y otra al lado.
Comenzamos a caminar atravesando toda la plaza del Obradoiro, seguimos por la calle del Franco, con la intención de dar un paseo por la Herradura. Como yo no le hablaba de lo que le había dicho el día anterior, me dijo:
-¿Qué eran esas dos cosas tan importantes, que tenías que decirme?
-Nos vamos a sentar en la terraza de la cafetería Alameda, que está ahí enfrente y allí tomando unos cafés, te las diré.
La chica estaba un poco nerviosa y no quise intrigarla más, y le indiqué:
-La primera es que quiero que seas mi novia, con lo que te dije delante del cine, ya te lo podías imaginar. Estudio tercero de derecho y aunque en este momento no puedo ofrecerte nada, temo que conozcas a otro chico y me dejes a “dos velas” como se suele decir. Además dos años se pasan pronto y luego pienso abrir aquí en Santiago un despacho de abogado. Ya te he dicho el otro día, que si no somos novios desde el primer día que nos conocimos, fue por culpa tuya.
Te empeñaste en hacerte la honrada, no dejándome que te cogiese la mano. Escucha bien lo que te voy a decir: En tiempos del Imperio romano, se decía que la mujer del Cesar, no era suficiente que aparentase ser honrada, sino que debía de ser honrada.
Te digo esto, porque para mí me da igual que me dejaras cogerte o no de la mano, lo importante es, que una vez que seas mi novia, no se la dejes coger a otro chico, si así fuera, acabarías como las mujeres del Cesar. Si te interesa mucho, te puedo decir como acababan las mujeres que engañaban a su marido, el Cesar, pero es mejor que no lo sepas.
No hace falta que me digas de palabra, si aceptas o no ser mi novia, te voy a dar tres días, para que lo pienses y reflexiones, ya que lo considero una cosa muy seria. Hoy es martes, el viernes te espero delante del teatro Principal a las ocho menos cuarto. Si no vienes, ya me estás diciendo con tu ausencia, que no te interesa para nada ser mi novia. Si por casualidad apareces por allí a esa hora, ya me indicas con tu presencia, que me admites como tu novio y ya no hace falta, que me lo digas de palabra. Yo te quiero, pero no dudes que sabré aceptar tu voluntad, y por mi parte podemos quedar como amigos.
La segunda cosa que tenía que decirte, es que ya sé en donde vives.
-¿Así que me has seguido?
-¡No! Lo hizo un detective privado muy amigo mío.
-También te dirían lo que estudio y que tuve otros novios.
-¡No! Eso no me han dicho.
-Ya te lo voy a decir yo, para que no tengas que pedirle el favor a tu amigo, estudio enfermería.
-Como le sonrías a los pacientes como lo haces conmigo, los vas a tener muy contentos.
Nos levantamos de la mesa de la terraza de la cafetería Alameda, e iniciamos un paseo dando la vuelta a los jardines de la Herradura, lo único que hice, aunque no había nadie por allí, fue cogerla de la mano durante el paseo.
Al terminar el recorrido, nos dirigimos pasando por delante de la policía, a la calle del Franco y volvimos a entrar en la plaza del Obradoiro; al llegar al lugar desde donde nos despedíamos los días anteriores, me dijo:
Si te apetece puedes acompañarme hasta mi casa, no olvides que hay dos kilómetros entre ida y vuelta, si tienes mucho interés puedes hacerlo, pero lo considero una tontería; que me acompañes o no, no va a repercutir en nuestras relaciones.
-Bueno, a partir del viernes, si deseas ser mi novia, te acompañaré hasta tu casa, mientras tanto como tú dices, es una tontería hacerlo, lo dejaremos en suspense. La miré a los ojos no sé por cuanto tiempo y le dije:
Hasta el viernes si acudes a la cita, si no vienes te deseo que tengas suerte. Di media vuelta y regresé a la pensión.
El miércoles volví a casa de mi amigo Ramiro, le volví a pedir por favor que investigara su pasado, su relación con las compañeras de clase, su comportamiento con los vecinos etc.
El jueves por la tarde vino él a buscarme a mi pensión y entre otras cosas, me dijo:
-Tanto ella como su hermana, son dos chicas muy liberales en materia sexual, como decimos por el barrio, un poco putillas. Esa chica creo que no te conviene, existen infinidad de chicas serias y honradas, que nos convienen más para ser nuestras futuras esposas.
Me quedé totalmente abatido, con lo que me dijo mi amigo, no hace falta decir que no acudí a la cita.
Salí un poco más tarde a dar un paseo, por el lugar de costumbre a ver si veía alguno de mis amigos para tomar unos vinos con ellos.
Como si fuera cosa de Dios o del diablo ¡Vete tu a saber! La primera persona que me encontré, fue a Maria Magdalena, sola y pasando por aquellos lugares de prisa, la llamé y la invité a tomar un café; sentados en la mesa de la cafetería, la muchacha, humillada, deprimida y con lágrimas en los ojos, me dijo:
-Tu comportamiento de hoy es el de un auténtico sinvergüenza y el que te habló mal de mí, ya le puedes decir que es un cabrón.
-Perdóname, me he olvidado acudir a la cita.
Al verla llorar y al oír sus palabras, la cogí de la mano y nos encaminamos hacia la Herradura, allí sentados en un banco, colocó su cabeza sobre mi pecho, entonces le pude acariciar sus cabellos y su perfume penetró en mí sentidos profundamente, y le dije:
-Te vuelvo a pedir que me perdones, te quiero más que mi propia vida y no pienso hacerle caso a nadie, solo a mis sentimientos; lo que te pido es que me quieras como yo te quiero a ti.
-¡Pues claro que te quiero! Si no te quisiera no acudiría a la cita y no lloraría por la faena que me has hecho. ¡Todo sea para bien!
A la hora de partir, dependía de mí acompañarla o no hasta su casa, decidí hacerlo para demostrarle mi cariño y que se diese cuenta, que podía mas el amor que sentía por ella que tener que recorrer los dos Km.
Al llegar a la altura del campo de fútbol, un tramo del trayecto estaba a oscuras, no sabía si se había fundido la bombilla de la farola o que no existía, era la primera vez que pasaba por allí. Apenas se veía el camino, al ir cogidos de la mano, me la atraje hacia mí y la besé no se por cuanto tiempo.
-¿Ahora no dudarás de que te quiero?
-Tendrás que explicarme ¿Por qué te resistías al principio que te cogiese de la mano?
-También tú tendrás que explicarme ¿por qué no te has declarado los primeros días, si tanto te gustaba?
Después de dejarla en su casa (un edificio de planta baja situado en la acera de la derecha, según visión directa del espectador).
Al pasar de nuevo a la vuelta por el tramo oscuro, me quedé allí unos minutos, aún disfrutando de los besos que nos habíamos dado unos momentos antes, y hasta llegar a la pensión, venía pensando ¡Como había podido conseguir besar aquellos sensuales labios?
Hablé de nuevo con mi amigo Ramiro, y le dije:
-¡No puedo vivir sin esa chica! no me importa para nada la conducta que Lleva, ni su pasado, me quiere con locura y es muy hermosa ¡Que más puedo desear!
Bien cierto es: que el pasado condiciona el futuro y que el presente está condicionado al pasado, aún así estoy seguro de ser feliz con ella.
Inicié con la muchacha, una tormentosa relación sentimental, durante los últimos meses del curso, vivía en un mundo de ensueño, ya que la chica no se cansaba de quererme, a pesar de que los dos teníamos que estudiar, si no queríamos suspender.
Al terminar el curso, me fui a pasar las vacaciones a la aldea, nos despedimos los dos con lágrimas en los ojos por tener que separarnos, aunque yo no me cansaba de decirle, que vendría todos los fines de semana a pasarlos con ella.
Cumplí la palabra, y jamás observé en ella reacción alguna de que me podía engañar. Al contrario cada fin de semana me besaba y me acariciaba con más énfasis y su amor por mí no tenía límites. Algo maligno debió de actuar sobre la muchacha para hacerle perder la razón, y algún “basilisco”o el demonio reencarnado, hizo que yo acudiese a visitarla aquel fatídico martes. Ojalá alguna enfermedad me lo hubiese impedido. Cuando estaba en la cafetería recordando el pasado, maldecía el día que se me dio por comprarle el arma a mi amigo Antonio.
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Salí de la cafetería Colon con mi mente tan trastornada, que no sabía en donde me encontraba, no podía pensar ni en el pasado ni en el presente. Temí haber perdido el juicio.
En vez de dirigirme hacia el hotel Compostela, para introducirme en la calle del Hórreo, seguí hacia el sur y me metí por una calle que me condujo hacia el barrio de Sar. Me senté sobre un muro y poco a poco me fui dando cuenta en donde estaba, y mis pensamientos de los recuerdos vividos se fueron asentando en la conciencia. Mi mente ya no me impedía que pensase en el pasado, aunque no deseaba hacerlo.
Arrepentido de lo que había hecho, fui pensando y preguntándome a mi mismo, hasta la pensión situada en la calle del Hórreo número 101, que pudo ser lo que le llevó a la muchacha acostarse con aquel hombre.¿Un antiguo novio del que aún seguía enamorada? ¿Era una “putilla” como me decía mi amigo Ramiro? ¿Se acostaba con hombres, como hacían otras estudiantes, para tener dinero para sus caprichos?
Nunca lo podré saber, a no ser que la encuentre en la otra vida, si es que existe el más allá tras la muerte.
Por suerte llegué a la pensión, al encontrarme con los demás pupilos y hablar con ellos, me fui olvidando de los pensamientos que me atormentaban.
Gracias a Dios, no pude pensar mucho en el pasado, porque cada vez tenía más clientes y me vi en la necesidad de contratar a dos pasantes, para que me llevaran la burocracia, al mismo tiempo que aprendían y practicaban en la profesión. Llegó un momento que teníamos que defender a tantos clientes que hicimos un equipo y de las cosas menos importantes se encargaban los muchachos.
Alguien dijo que “el mundo era un pañuelo”, debió de ser un sabio, porque es una verdad de grande como una casa.
Un día acudió a mi despacho un señor de cierta edad. Al abrir de puerta para que pasase un cliente, lo vi sentado en la sala de espera, se me hacía conocido, pero me costaba relacionarlo con mi vida pasada. Salió el cliente que estaba dentro conmigo, y desde la puerta le indiqué que pasase; al entrar rápidamente me di cuenta de que se trataba del Alcaide de la presión, en donde yo había estado preso. Estaba tan envejecido, que no parecía la misma persona.
Lo saludé con un fuerte apretón de manos, y le dije:
-¿Que le trae por aquí? ¿No habrá venido en alguna peregrinación a hacerle una visita al Apóstol?
-¡No! Vivo aquí, en la prisión nunca le dije que era de Santiago, por el bien de los dos, pero soy santiagués de pies a cabeza, aunque la mayor parte de mi vida, la pasé en aquel penal. Que aunque usted no lo crea, era un presidiario más. Gracias a Dios que ya estoy jubilado.
Estoy enterado de sus éxitos como abogado criminalista, cuando le regalé los libros para que acabase la carrera, lo hice por dos motivos: por ser gallego como yo y porque daba usted la impresión de ser muy inteligente. Por lo que veo, no me he equivocado.
Por cierto, ¿que ha sido de aquella muchacha que conoció, cuando gozaba de libertad condicional?
-Sigo con ella, pensamos casarnos durante las vacaciones. “No es bueno que el hombre esté solo “, después de estar veinticinco años en la cárcel, sin poderme acostar con una mujer. Ya sabe que está usted invitado a la boda.
-Si la salud me lo permite, allí estaré, ya me dirá en que iglesia tendrá lugar la función religiosa.
- En Santiago; ya se lo diré, pues seguramente nos veamos muchas veces antes del acontecimiento.
-Gracias por su cumplido, todo está en el trabajo y solo Dios sabe lo que yo he estudiado en aquel maldito penal. “No hay mal que por bien no venga”.
-Le pido perdón por no visitarlo antes, las enfermedades que últimamente he sufrido, me lo han impedido y sobre todo la muerte de mi mujer. Vengo a pedirle un gran favor.
-Si está en mí poder hacérselo, cuente con ello. No crea que me he olvidado, lo bien que se portó usted conmigo en aquel terrible infierno.
-Deseo que sea usted el abogado defensor de mi hijo pequeño.
-¿Que ha Pasado?
-Una cosa parecida a la suya; haciendo uso de mi pistola que guardaba en un cajón de la sala de estar, mató a su novia y a su presunto amante, al encontrar a ambos juntos y desnudos en la cama de la chica.
-Me lo pone usted muy difícil, si a mí por matar a una persona, me cayeron treinta y cinco años, a su hijo por matar a dos personas, no se cuantos le podrán caer.
-Pídame lo que quiera, pero quiero que sea usted el defensor ante los tribunales de mi hijo. Usted es el único abogado de Santiago, con capacidad jurídica en asuntos penales, que puede hacer que a mi hijo le hagan un juicio justo y lo castiguen con una sentencia lo mas justa posible.
-Defender lo defenderé pero no puedo prometerle nada.
-Temía que no aceptase el caso por las circunstancia pasadas, uno vez que lo acepta, no dudo de que le hará una gran defensa al muchacho.
-Lo intentaré.                                                             Fin.